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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (16 page)

BOOK: Bajos fondos
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—¿A quién crees tú que estamos esperando?

Como si ése fuera el pie que estaba esperando, se abrió la puerta y entró en la celda un hombre anciano vestido con un uniforme impecable, momento en que supe que estaba realmente jodido.

La persona más poderosa de Rigus podía ser la reina, o quizá el canciller, o tal vez el hombrecillo que trabaja en una oficina sin ventana en mitad de Black House, con un hueco donde tendría que latirle el corazón. El Viejo, custodio de operaciones especiales, era el título inocuo que ostentaba el maestre de espías del Imperio. Suyos eran los ojos en la ventana, suya la oreja en la puerta. Si ocultas algo él lo sabe, y si no lo hay y lo necesita lo crea de la nada. Han muerto más hombres por un movimiento sin importancia de su dedo de los que lo han hecho de resultas de la peste. Durante un cuarto de siglo ha llevado el timón de la mayor organización jamás construida por la mano del hombre con el propósito de usurpar y mantener el control sobre sus semejantes.

Y de haberte cruzado con él en la calle, hubiese inclinado el sombrero, y habrías respondido haciendo lo mismo. El mal es así. A veces.

La leve sonrisa del Viejo le arrugó la cara. Había un brillo de diversión en sus ojos.

—Qué espléndido es ver que uno de mis hijos regresa tras tan larga ausencia. Cuánto te hemos añorado aquí, en tu hogar de toda la vida.

Su mirada bastó para encender un rescoldo en mi vientre.

—Pensé que podría dejarme caer y ver qué tal os va por aquí. Pero os veo muy ocupados, así que tal vez sería mejor dejarlo para otro momento.

Conservó la sonrisa, y luego dirigió un gesto al interrogador, que al punto y sin ceremonias empezó a repartir su instrumental sobre la mesa.

—Vamos a ocuparnos de ti —dijo Crowley—.Vamos a ocuparnos de ti en serio. Cuando hayamos terminado estaremos al corriente de todos los pecados que te enturbian el alma.

Mostré una sonrisa forzada, lo que no resulta fácil con las correas tensas en las muñecas.

—Será mejor que anuléis los compromisos que podáis haber contraído esta noche. —Si sólo hubiese estado presente Crowley, no me habría tomado la molestia de decir nada: es un gorila, útil en todo lo relativo a la carnicería. Pero el Viejo era afilado como una daga y el doble de frío. Ese aspecto de abuelito ocultaba la mente de un maestro de la estrategia y un loco de remate. Sin duda le habría gustado verme bajo tierra, pero eso no le pesaba porque sólo los seres humanos fundamentan sus decisiones en la emoción—. Aparte de proporcionar al interrogador, aquí presente, un rato para practicar su oficio, lo cual no necesita, ¿qué crees exactamente que vas a conseguir con todo este jaleo?

Crowley hundió la punta del cigarro entre las líneas desiguales que le formaban los dientes.

—Algo sabes acerca de la niña, y del demonio, algo que nos llevará más cerca. Y si no lo sabes, tendré ocasión de ver cómo pintan las paredes de rojo con tus entrañas.

—Verás, Crowley, éste es el motivo de que antes me informaras a mí.Y la razón de que jamás llegues a ocupar el puesto del Viejo. Eres incapaz de ver más allá de tu próxima víctima. No eres más que un mero instrumento, inútil sin alguien al frente que te marque el camino a seguir.

A mi lado, el interrogador siguió sacando el instrumental, compuesto de objetos afilados que fue colocando sobre un paño de terciopelo negro.

—¿Qué harás cuando acabes hoy y mañana desaparezca otro crío? Creo que aquí hay cosas más importantes que satisfacer tu sadismo.

Crowley había logrado contener su temperamento, aunque sus diminutos ojos se habían hinchado casi hasta alcanzar el tamaño de yemas de huevo.

—Atraparemos a quienquiera que esté asesinando a esos críos, por eso no te preocupes.

—Y una mierda. —Centré mi atención en el Viejo—. Aquí no tenéis a nadie que sea tan bueno como yo, y lo sabéis. El responsable aprendió de la Corona, no podéis confiar en los vuestros. Yo puedo moverme al margen del trono, tengo contactos en toda la parte baja de la ciudad, y sé qué aspecto tienen esas criaturas. —Tragué saliva con fuerza, había llegado el momento de jugar de farol—.Y tengo una pista.

—Pues te sacaremos la información a punta de cuchillo, y veremos adónde nos lleva —aseguró Crowley.

—No lo haréis. Nadie hablará con vosotros, y aunque lo hicieran seríais incapaces de encajar las piezas.

—¿Tanto ansías trabajar de nuevo para mí? —Fue la segunda vez que el Viejo habló—. Por lo que he sabido, te has convertido en un perro, un adicto que cualquier día de éstos encajará un cuchillo en cualquier callejón.

—No se me dio mal encontrar al primero. O aceptáis mi ayuda o me dejáis en manos del gorila.Y ambos sabemos que esto es demasiado importante para permitirle meter la pata.

La sonrisa del Viejo se hizo más pronunciada, y en ese momento comprendí que sus siguientes palabras decidirían mi destino: libertad a su servicio o una sesión con el interrogador y una tumba sin lápida. Fue una larga, larga pausa.Visto con perspectiva, creo que me comporté de forma admirable, lo que equivale a decir que no me oriné en los pantalones.

Puso una mano nudosa en mi hombro, y me lo apretó con sorprendente firmeza.

—No me decepcionarás, hijo mío. Descubrirás a quien sea que esté haciendo daño a esas pobres niñas, y juntos nos aseguraremos de llevarlos ante la justicia. —Crowley quiso protestar, pero a su jefe le bastó con una mirada para que cerrase la boca. El Viejo me quitó una de las correas con el cuidado de una madre que cura un corte en la rodilla de su hijo. Hizo ademán de llevar la mano a la otra, pero se detuvo para añadir—: Creo que para alguien de tu intelecto bastará con una semana para descubrir al responsable de estas monstruosidades. —Negó con la cabeza, triste, ofendida su amable naturaleza por la crueldad de aquel mundo absurdo.

—Dos —dije—. Carezco de vuestros recursos. Necesito tiempo para mover a mis contactos.

Durante una fracción de segundo la expresión de sus ojos cambió totalmente, y la nueva dio paso al monstruo que llevaba dentro, de tal modo que casi me hizo dar un respingo, pero volvió el rostro hacia mí y mantuvo el tono de voz cordial.

—Volveremos a vernos dentro de siete días. —La ilusión de humanidad reculó mientras me libraba de la otra correa. Se volvió hacia Crowley, a quien ordenó—: Acompaña a la puerta a nuestro querido amigo, ¿quieres? —Me dedicó una última sonrisa fugaz antes de salir por la puerta de hierro arrastrando tras él a los demás agentes.

Crowley no le quitó ojo. Tenía el cigarro tan prieto en los labios que pensé que acabaría tragándose la mitad. Pasó un rato intentando pensar en algo que decir o hacer para contrarrestar la humillación que acababa de sufrir. Cuando no se le ocurrió nada, se dio la vuelta y se marchó.

El interrogador recogía el instrumental con aire de decepción. Decidí que mis piernas tendrían la suficiente firmeza para llevarme por ahí, así que me puse en pie y me volví hacia quien tendría que haberme torturado:

—¿Tienes un cigarrillo? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No fumo —dijo sin apartar los ojos del instrumental—. Fumar mata.

—Primogénito mediante.

Fuera había dejado de llover, pero hacía el frío de siempre. Me froté las muñecas, preguntándome hasta qué punto el Viejo habría planeado todo aquello. Lo sucedido olía a teatro, no por Crowley, por supuesto, que no era más que un mueble en el escenario, sino más bien propio de alguien retorcido como el Viejo.

Pero en realidad no tenía importancia. Si no había sido más que una treta para procurarse mis servicios, no tenía sentido hacerse ilusiones de que la fecha límite pudiese variar. Me dirigí de vuelta a casa para equiparme, y para hacer planes.

CAPÍTULO 15

Cuando entré en El Conde, Adolphus fregaba la barra cariacontecido. Supongo que daba por sentado que había muerto. No era algo descabellado, aunque me alegró mostrarle cuán equivocado estaba. Se volvió al oír que se abría la puerta, y antes de que se cerrara, Adolphus me había rodeado con sus enormes extremidades, y pegaba su mejilla empapada en lágrimas a mi frente, al tiempo que llamaba a voces a Adeline y a Wren.

Quizá fue llevar las cosas demasiado lejos, sobre todo porque lo más probable era que únicamente hubiese demorado lo inevitable, y también porque el melodrama de Adolphus se repetiría al cabo de una semana. Pero parecía feliz y no tuve corazón para decir nada, hasta que su demostración de afecto hizo peligrar la integridad de mi caja torácica.

Adeline había entrado procedente de la parte trasera de la taberna, y también se me abrazó con su cuerpo redondo. Por encima de su cabeza vi a Wren bajar por la escalera, con su habitual rostro impávido.

—¿No te alegras de verme? Después de que la Corona arreste a tu benefactor y lo suelte antes del almuerzo, ¿te parece acaso que es un día como otro cualquiera en El Conde?

Adolphus respondió con regocijo:

—¡Pero si llegó a decir que ni siquiera estaba preocupado! Aseguró que volverías, así que no había motivos para alterarse.

—Me alegra ver que tienes tanta confianza en mí —dije—. Pero recuerda que aunque tu caballo llegue a la meta, no significa que hayas hecho una buena apuesta.

Si hubiese dependido de Adolphus, me habría pasado el resto del día envuelto en mantas como si tuviera fiebre, y por mucho que me atrajese la idea de echarme una larga siesta, la pista se enfriaría. Me libré de sus cuidados maternales y me dirigí a mi cuarto. Una vez dentro, saqué una caja negra y alargada de debajo de la cama.

No suelo llevar armas. Hace casi media década que no lo hago, desde que dejé por primera vez el servicio de la Corona y tuve que forjar mi negocio a partir de las ruinas de la última guerra importante del sindicato. Llevar una espada supone que alguien va a utilizarla, y los cadáveres son malos para el negocio. Es mejor mostrarse amable con todo el mundo, sobornar a quien sea necesario, y mantener impertérrita la sonrisa en el rostro hasta que llegue el momento de dejar de sonreír.

Y a decir verdad, tampoco confío en mí. Si las cosas se calientan y pierdes la razón, mientras no lleves arma es posible que todo acabe como debe hacerlo. Tal vez alguien salga del intercambio con la mandíbula fracturada o la nariz rota, pero lo hace con vida. Cuando ciñes espada...Ya cargo con bastante en la conciencia como para añadir la sangre de algún cabrón que me mirara esquinado cuando yo fuera hasta las cejas de aliento de hada.

Así que en circunstancias normales no voy armado, a menos que sepa con seguridad que voy a necesitar la espada. Y sucede que no siempre las circunstancias son normales, y aunque la cosa que mató al kireno no había mostrado nada que me hiciera pensar que era vulnerable al frío acero, quienquiera que la hubiera enviado quizá lo fuese, así que abrí la caja.

He visto muchas armas en lo que llevo arrastrándome por el mundo, desde las que tienen una hoja con forma de hoz, esgrimidas por los clérigos de Asher, hasta esos espetones para ensartar la carne de cerdo que tanto gustan a la nobleza, pero por los dioses que no hay mejor instrumento para matar que la espada de trinchera. Sesenta centímetros de acero en forma de cuña que se aferra con una empuñadura de madera de sándalo. Posee un solo filo para procurar un corte más fuerte, y se vuelve más ancho hacia la empuñadura, todo lo contrario de lo que sucede con la punta. Es mi arma preferida desde la guerra. No la llevaría a cuestas si tuviera que desfilar, pero de espaldas a la pared no hay nada que prefiera tener en las manos.

Ésta se la arrebaté a un comando dren durante mi tercer mes en Gallia. Los dren siempre nos llevaban la delantera en esa clase de cosas, y se aplicaron en la guerra de trincheras como si hubiesen nacido para ello, dejando atrás toda su reluciente panoplia para enviar guerreros fanáticos con la cara tiznada de hollín a escalar las murallas en plena madrugada, armados con hachas y bombas de pólvora negra. A nosotros, los oficiales seguían equipándonos con sables y lanzas de caballería seis meses antes del armisticio, a pesar de que jamás vi un caballo en los cinco años que pasé echándome cuerpo a tierra por culpa del fuego de artillería, e intentando encontrar agua que los excrementos de mis compañeros no hubiese echado a perder.

Aferré el puño y sopesé el arma con la derecha. Parecía una extensión de mi brazo. Saqué una piedra de amolar del interior de la caja y afilé la hoja hasta que cualquiera podría haberse afeitado con ella. El acero reflejó mi rostro, los moretones púrpura que se fundían con mis cicatrices anteriores. Era la cara de un veterano, y confiaba en estar a la altura de lo que se avecinaba.

Hundí la mano en la caja y saqué un par de puñales, demasiado pequeños para utilizarlos en las distancias cortas, pero tan equilibrados que eran perfectas armas arrojadizas. Me até el primero al hombro y deslicé el segundo en la bota. Una última arma: metí en bolsillo del guardapolvo, donde pudiera echar mano rápidamente de él, un puño de bronce provisto de tres pinchos de aspecto terrorífico.

La caja estaba vacía, a excepción de un paquete con forma cuadrada que conservaba de la guerra. Lo inspeccioné, asegurándome de que cada objeto que guardaba dentro estuviese en buenas condiciones, y después lo devolví al interior de la caja, que volví a su lugar debajo de la cama. Me abroché la casaca sobre el arma y bajé la escalera al salón.

—¿Dónde encontraron a la niña? —pregunté a Adolphus.

—Al sur de Light Street. Junto al canal. ¿Planeas visitar el lugar?

No tenía sentido poner al corriente a Adolphus del trato al que había llegado con los de operaciones especiales, sobre todo mientras aún estuviera a tiempo de cumplirlo, así que lo ignoré y me volví hacia Wren.

—Coge el abrigo.Voy a necesitarte.

Wren pensó que eso implicaría algo mucho más interesante que llevar mensajes y traerme la comida, así que obedeció con inusitado entusiasmo. Adolphus me observó entonces, consciente del perfil de la pieza de metal que llevaba bajo la ropa.

—¿Qué te propones?

—Voy a visitar a un viejo amigo nuestro.

El único ojo de Adolphus se esforzó en escrutar los motivos que ocultaban los míos.

—¿Por qué?

—Es que aún no he tenido suficientes emociones hoy.

Wren salió envuelto en una horrible prenda de lana que Adeline le había pergeñado.

—¿Te he dicho ya lo fea que es esa cosa que llevas puesta?

Asintió.

—Bueno, mientras coincidan nuestras opiniones... —Me volví hacia Adolphus—. El muchacho regresará antes de la puesta de sol. Recoge cualquier cosa que me envíen.

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