Años de lucha habían transformado un paisaje, en tiempos lozano, en un auténtico desierto. Los bombardeos de artillería y la magia habían destruido la mayor parte de la vegetación y toda la fauna, excepto a los roedores. Incluso la topografía del terreno había cambiado, los explosivos allanaron las colinas y las reemplazaron montañas de escombros. Más allá de cuestiones estéticas, la devastación suponía que no había gran cosa que aprovechar a modo de cobertura. Sin el hollín para tiznarnos el rostro, en una noche iluminada por la luna, éramos presa fácil para cualquier patrulla que se nos acercase a cincuenta metros.
Teníamos que movernos rápidamente, y hacerlo en silencio. Como era de esperar, el hechicero experimentaba dificultades con ambas cosas, pues su paso era más apropiado para dar un paseo matutino que para nuestra misión clandestina.Torcí el gesto cada vez que la luz se reflejó en su broche, y reparé en que Milligan hacía lo mismo. Si uno de nosotros acababa herido por culpa de que ese idiota no había querido quitarse la joyita, no creo que pudiese impedir que los míos se lo hicieran pagar caro. De hecho, ni siquiera creo que lo intentara.
Tras cuatrocientos metros me acerqué a Adelweid y susurré:
—Cuatrocientos metros. Haznos saber qué lugar te parece más adecuado.
Señaló una colina baja, y respondió con un tono de voz que no contribuyó precisamente a mantener nuestra presencia oculta.
—Esa loma de ahí servirá. Llevadme allí, y después colocad el talismán.
Hice señas a Saavedra, y desplazamos la línea en dirección al altozano. Debo reconocer que el cabrón de Adelweid conocía su oficio. En cuanto coronamos la loma, sacó de la bolsa un paquetito con material arcano y se puso a trazar en el suelo complejos símbolos con una rama corta de roble negro. Sus movimientos eran precisos y naturales, y yo conocía lo bastante del Arte para darme cuenta de que no era precisamente fácil dibujar un pentagrama en plena noche, sobre todo cuando un solo error supone abrirse a fuerzas capaces de freírte los sesos. En mitad de la labor, se volvió hacia mí:
—Adelante con el resto de la misión, teniente.Yo me encargaré de lo mío.
—Soldado Carolinus, tú te quedarás aquí de guardia. Si no regresamos en cuarenta y cinco minutos, custodia al hechicero de regreso a la base.
Carolinus se pasó la espada de trinchera a la otra mano para saludar. Saavedra volvió a adelantarse, y los otros cuatro reanudamos la marcha hacia territorio dren.
A unos doscientos meros coronamos una leve pendiente, cuya geometría era demasiado escarpada para suponer que no era más que el resultado de un impacto de artillería. Distinguí en la distancia la primera línea de las trincheras enemigas, y más allá el resplandor que desprendían sus hogueras. Hice señal a los hombres para que formaran en derredor, saqué el talismán de una bolsita que llevaba metida en la armadura, y lo dejé en el suelo. Me sentí algo absurdo cuando lo hice.
—¿Y ya está? —susurró Milligan—. ¿Nada más que subir a un punto elevado y dejar una piedra en el suelo?
—Soldado, cierra la boca y mantén los ojos bien abiertos. —Que Milligan tuviera los nervios a flor de piel era comprensible, ésa era la parte de la misión que menos me gustaba, aunque, de hecho, en conjunto no me gustaba lo más mínimo. Allí en la cresta éramos blancos fáciles para cualquier patrulla dren que anduviese cerca, y ellos tenían los refuerzos más cerca que nosotros.
En la oscuridad, en estas circunstancias, todas las sombras ocultan un francotirador y cualquier luz se refleja en el acero, así que no estuve seguro de ver nada hasta que Milligan nos hizo una señal. Nos encogimos al amparo de la poca cobertura que encontramos. A veinte metros del pie de nuestra colina, uno de ellos reparó en nosotros y soltó un grito de advertencia. En ese momento comprendí que estábamos bien jodidos.
Milligan dirigió un virote al hombre que iba al frente, pero el proyectil se fundió en la noche girando sobre sí, y acto seguido emprendieron el ascenso de la colina a la carrera y nosotros nos dispusimos a rechazar la carga. Saavedra se encaró con el primero, y yo me trabé con el segundo, y después resultó difícil concentrarse en la visión de conjunto de la batalla debido a lo pendiente que estaba de los detalles.
El mío era joven, apenas lo bastante para complacer a una mujer, y compuse una mueca de dolor cuando vi lo falto que estaba de destreza. Bastaron cinco años matando a todo hijo de vecino vestido con uniforme gris para hacerme superar cualquier posible aversión natural a asesinar a alguien que prácticamente era un crío, y de hecho tan sólo pensaba en hacerlo rápidamente. Dirigí una finta a su flanco y lancé una estocada al opuesto, y tras eso cayó, sangrando por una herida mortal en el abdomen.
Menos mal que lo despaché pronto, porque las cosas no nos estaban yendo precisamente bien. Cilliers demostraba a uno de nuestros enemigos el motivo de que nunca hubiese abandonado su arma ancestral, mientras que Saavedra no andaba a la zaga y contenía a un par de dren con una muestra de su fría eficacia con la espada. Pero Milligan cedía terreno. Un recio dren, con una espada de trinchera en una mano, y un hacha en la otra, lo estaba forzando a retroceder de vuelta a lo alto de la colina. Saqué una daga arrojadiza de la armadura y la arrojé a la espalda del atacante de Milligan, esperando que bastara para igualar las cosas. No me dio tiempo a hacer más, porque uno de los tipos enfrentados a Saavedra se apartó de él y fue directo a por mí. Sopesé la espada de trinchera y empuñé el garrote de batalla que me colgaba del cinto.
Éste era más diestro. De hecho, era bueno, y no tuve necesidad de ver la cicatriz que le separaba la nariz en dos bultos desiguales de carne para identificarlo como un veterano de nuestra contienda. Sabía matar con una espada corta, el juego de pies interrumpido por el intercambio presto de golpes, decidido a terminar la pelea de una vez por todas. Aunque tampoco era aquélla mi primera pelea seria, y mi arma no se separó de la suya, mientras que el garrote con clavos que empuñaba con la izquierda aguardaba a que abriera la guardia.
Entonces se tiró a fondo intentando ensartarme con el arma, momento en que descargué un garrotazo en su muñeca. Lanzó un grito, pero no soltó la espada. El muy cabrón era duro como un clavo, aunque su estoicismo, por impresionante que fuera, no bastó para salvarle la vida. La mano acusó el golpe, no fue capaz de mantener el ritmo, y medio minuto después yacía herido de muerte en el suelo.
Por un instante pensé que saldríamos airosos, hasta que oí el tañido de una cuerda y observé el enorme corpachón de Cilliers caer hacia atrás, con un virote hundido en el pecho. Demasiado tarde vi al asesino coronando la cima de la loma. Cargaba de nuevo la ballesta, mientras que su compañero, un dren enorme que casi tenía el tamaño de Adolphus, se situaba a su lado con un martillo gigantesco rematado con un pincho. Dejé caer el garrote, eché a correr y me abalancé sobre el ballestero, a quien logré arrancar el arma de las manos. Ambos echamos a rodar terraplén abajo. Forcejeamos durante la caída, pero para cuando dejamos de rodar logré situarme sobre él y arrearle con la espada de trinchera en el cráneo hasta que perdió fuerzas y pude rematarlo, hundiéndole la hoja en la garganta.
Recuperé el aliento, me incorporé y subí por la ladera. Al alcanzar la cima, Saavedra era el único de los nuestros que aún seguía en pie, aunque aguantaba la posición a duras penas. El gigantón dren lo tenía acorralado, pues el elaborado estilo asher carecía de lo necesario para compensar la brutalidad de los ataques del oponente. No obstante, la defensa de Saavedra me proporcionó la distracción suficiente para que pudiera acercarme y desjarretara al ogro, y mi compañero no titubeó cuando la falta de movilidad del dren le proporcionó una tregua. Acabó con el enemigo sirviéndose de una estocada rápida bajo la barbilla.
Los dos nos quedamos ahí de pie, mirándonos. Entonces Saavedra cayó al suelo, y reparé en que estaba herido. La sangre le chorreaba por la armadura de cuero. El muy cabrón no dio muestras de acusarlo hasta que el combate hubo terminado.
—¿Es muy grave? —pregunté.
—Mucho —respondió con el mismo comportamiento inescrutable que le había permitido embolsarse la mitad de la soldada de la unidad.
Le quité con cautela la armadura. Hizo una mueca, pero no dijo nada.
Saavedra tenía razón, era muy grave. El pincho del martillo de guerra había penetrado el jubón de cuero hasta perforarle los intestinos. Si lograba llevarlo de vuelta al campamento tendría una oportunidad de salvar la vida. Lo recosté en la pendiente y comprobé el estado de los demás.
Muertos. No hubo sorpresas. El virote había acabado con Cilliers, un final poco glorioso para un soldado tan valiente. Quise cargar con el espadón, hacérselo llegar a su familia de algún modo; eso le habría gustado, pero pesaba demasiado y ya tendría que llevar a cuestas a Saavedra.
A Milligan le hundieron una hoja en el cráneo cuando yo me encargaba del ballestero enemigo. En las distancias cortas nunca pasó de ser un combatiente mediocre. Al menos me alegré de haber acabado con el cabrón del martillo. Siempre me cayó bien. De hecho, a decir verdad, siempre me cayeron bien los dos.
Saavedra rezaba en el tono disonante de su lengua extranjera; eso era lo más que le había oído decir. Era inquietante, y deseé que dejase de hablar, pero no dije nada, reacio a privar a un moribundo de la oportunidad de ajustar cuentas con su dios.
Me acuclillé bajo la loma para contemplar el horizonte. Estaríamos perdidos si aparecía otra patrulla. Pensé en armarme con la ballesta de Milligan, pero estaba oscuro y nunca se me dio bien eso de disparar. Quise tener algo de pólvora negra. Quise que esa joya empezase a funcionar.
Transcurrieron los minutos. Saavedra continuó con su monólogo extranjero. Empecé a preguntarme si alguna unidad dren no habría acabado con Carolinus y el hechicero, dejándome ahí, a la espera de algo que nunca se produciría. Entonces oí a mi espalda un sonido para el que no tuve explicación, seguido por un grito sofocado de Saavedra. Giré sobre los talones.
Un desgarro se materializaba en el aire, sobre la gema, un agujero a través del universo, un boquete de cuyos bordes emanaba una sustancia extraña. No era la primera vez que presenciaba la acción de la magia, desde las juguetonas triquiñuelas del Crane, hasta la potencia de fuego capaz de acabar con una sección entera, pero jamás había visto algo parecido. De la grieta surgió un silbido agudo, casi un grito, y por mucho que quise evitarlo me asomé al abismo al que se abría.
Terribles y extrañas cosas me devolvieron la mirada, vastas membranas de ojos que giraban sobre sí, fauces que rechinaban sin fin en un negro vacío, orificios que latían con sensualidad, tentáculos enredados y desenredados en la noche más eterna. El obsceno gemido me parloteó en una lengua apenas inteligible, prometiéndome horrendos obsequios, exigiéndome a su vez sacrificios si cabe más terribles.
El sonido cesó de forma tan abrupta como había empezado, y una sustancia negra y espesa se filtró por la hendidura. Goteó por la abertura en dirección a la realidad, arrastrando un olor tan hediondo que tuve que contener el vómito, una podredumbre honda, antigua como la piedra. Poco a poco el limo se solidificó, y entonces se formó una túnica oscura en torno a una figura blanca como el hueso. Saavedra emitió un sonido mezcla de grito y suspiro, y supe que había muerto.Vi fugazmente el rostro de la cosa, ojos de cristal roto sobre hileras e hileras de dientes afilados.
Entonces desapareció, se alejó flotando hacia la línea dren. Se movió sin signos visibles de esfuerzo, como llevada por una fuerza ajena a su propio cuerpo. El hedor permaneció.
Mi mente se apresuró a alzarse entre las anteriormente rígidas leyes de la existencia. Fue dicho y hecho: ser consciente de la presencia de otras patrullas dren en las inmediaciones, y la sospecha de que no se apiadarían de mi estado mental, estando ahí de pie entre los cadáveres de sus compañeros, bastó para obligarme a ponerme en marcha.
Medio segundo de inspección me confirmó que Saavedra había muerto. Fue un perro de los que dan miedo, y al final no tuve queja alguna acerca de su conducta o carácter. Los asher creían que la muerte en combate era la única vía para la redención, y en ese aspecto su amenazante deidad había sido satisfecha.
No hubo tiempo para lamentarse, rara vez lo hay. Nueve hombres yacían muertos, y habría un décimo que añadir a la cuenta si me demoraba más. Introduje la espada de trinchera en el cinto y emprendí el regreso, para comprobar cómo se encontraba el hechicero.
Adelweid se hallaba de pie en lo alto de la pequeña duna, con las manos en las caderas, engallado como un ave de concurso.
—¿La has visto? Con lo cerca que estabas del epicentro tienes que haberla visto. Se te ha permitido vislumbrar los reinos que se extienden más allá del nuestro, has visto las paredes finas como papel de seda que separan este mundo del siguiente. ¿Comprendes lo afortunado que eres?
Carolinus estaba encogido junto a una piedra gris. Llevaba muerto unos minutos.Vi un par de soldados dren despatarrados a escasa distancia de él, junto a su enemigo.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté, consciente de que no obtendría una respuesta detallada.
Adelweid abandonó un instante su ensimismamiento.
—¿Quién? Ah, mi guardián. Está muerto. —El hechicero se volvió hacia mí, sonrojado, lo más cerca que había estado de parecerme humano, y añadió con emoción en la voz—: ¡Pero su sacrificio no fue en vano! Mi misión ha tenido éxito, ¡y siento que en toda la llanura mis compañeros también lo han logrado! Eres doblemente afortunado, teniente: ¡tienes el privilegio de presenciar el colapso de los Estados Dren!
Cuando no dije nada se volvió más o menos en dirección a sus creaciones, atento al modo en que de vez en cuando un relámpago rasgaba el paisaje. A lo lejos alcancé a distinguir la ola de cosas que se movían con firmeza hacia el este. Adelweid no había exagerado: vistas de lejos había algo etéreo, hermoso incluso, en esas criaturas. Aunque conservaba frescos en la memoria el recuerdo de aquel terrible hedor y el sonido que hizo Saavedra cuando se le paró el corazón. No compartía la presunción de Adelweid de que lo que había visto iba más allá de la más pura abominación ante los ojos del Juramentado y todos los Daevas.
Entonces empezaron los gritos, un coro que se levantaba desde las líneas dren. En combate, los sonidos de la muerte se mezclan con los de la batalla, los gritos de los heridos se confunden con el entrechocar del acero y las explosiones del fuego de los cañones. Pero los sonidos finales de los dren fueron indisolubles de cualquier otro ruido, hecho que los volvía un millar de veces más terribles. La sonrisa de Adelweid se hizo más pronunciada.