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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (9 page)

BOOK: Bajos fondos
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Cuando giré la última esquina, el kireno miraba a su alrededor en busca de una vía de escape. Como mucha gente con sus inclinaciones, el peligro lo aterrorizaba, a pesar de su tamaño sólo entablaba combate cuando todas las demás opciones se agotaban. Cuando se volvió hacia mí, comprendí que estaba perdiendo el tenue asidero que lo mantenía con cordura. Escupió saliva al gritarme mientras se golpeaba el pecho con la mano crispada en un puño.

Experimenté una honda certeza, la calidez que me invade cuando me pliego ante lo inevitable de la violencia inminente. Ya no había vuelta atrás. Levanté los puños para protegerme el rostro y cerré sobre él, desplazándome a la izquierda para desequilibrarlo.

De pronto, me llegó por la espalda un frío repentino, acompañado por un hedor a heces y carne descompuesta. Se me encogieron los huevos en el cuerpo y me arrojé a un lado, tapándome la nariz con el brazo mientras me refugiaba contra una desconchada pared de ladrillo.

Medía metro y medio, puede que más, aunque costaba calcular su altura exacta porque no caminaba, sino que flotaba a unos centímetros del suelo. Su figura era la blasfema imitación de un ser bípedo, aunque lo bastante alterada para que resultase imposible confundirla con un ser humano. Colgaba indolente, con los obscenos brazos extendidos, rematados por un par de manos como abanicos más anchas que mi cabeza. Fue difícil distinguir más detalles, puesto que la mayor parte de su cuerpo estaba cubierta por algo que parecía una gruesa capa negra, pero que observada de cerca era más bien un caparazón. Atisbé la forma que ocultaba la envoltura: era dura y blanca como el hueso.

Ni siquiera había pensado que volvería a ver una. Otra de mis plegarias que Sakra había ignorado.

Su rostro era una parodia retorcida del mío, una cáscara que envolvía los huesos, los ojos rabiosos y crueles. Sentí dolor en el pecho y caí al suelo. La agonía que me recorrió el cuerpo fue tan terrible que mi largo historial de heridas parecía una minucia en comparación. Un grito murió antes de abandonar mis labios. Por un terrible instante pensé en todas las personas a las que hubiera traicionado, todas las humillaciones que habría soportado y el daño que habría sido capaz de causar para aliviar semejante tormento. Entonces la cosa volvió la cabeza en otra dirección y se alejó flotando, y la tortura finalizó de forma tan abrupta como había empezado. Permanecí en el suelo, roto.

Se detuvo a pocos pasos del gigante. La mitad inferior de su mandíbula pareció dislocarse cuando se desplazó veinte centímetros para dejar al descubierto un vacío carmesí.

—No había que maltratar a la niña. —Su voz era como porcelana rota—. Sufrirás tanto como ella sufrió. —El kireno siguió mirando a la criatura con un terror que no lo separó del pensamiento consciente. Con una velocidad que desmintió su anterior cautela, la cosa atacó, rodeando la garganta de su víctima con una mano provista de garras. Sin esfuerzo aparente, levantó el cuerpo y lo sostuvo en alto, inmóvil.

Entre la media década que había servido en las trincheras y las largas horas que pasé interrogando hasta la confesión a criminales en las prisiones de los sótanos de Black House, había llegado a la conclusión de que no había un solo matiz del dolor con el que no estuviera familiarizado, pero nunca había oído nada que pudiera compararse a los gritos del kireno.

Proyectó un ruido que giró en lo más hondo de mi cráneo como una hélice herrumbrosa, momento en que me llevé las manos a la cabeza con tal fuerza que pensé que iba a reventarme los tímpanos. La sangre chorreó por sus aletas nasales, no tanto porque le sangrase la nariz, sino por la herida abierta en el seno frontal, y movía la cabeza de un lado a otro, forcejeando para librarse de las garras de aquel aborto de la naturaleza.Tan enconado era el empeño del kireno para liberarse que se despellejó la mano al tocar la inflexible sustancia de la que estaba hecho su adversario, y se fracturó los dedos cuando hundió las uñas en el caparazón negro. La súbita erupción de alguna presión interna bastó para expulsar el ojo derecho de la cuenca, y sus gritos se redoblaron en el interior de mi cabeza.

De pronto se hizo el silencio.Tan sólo el mudo borbolleo y la hinchazón de su garganta indicaron que se había mordido la raíz de la lengua y que no lograba tragársela a pesar de sus esfuerzos.

Como todo el mal que me emponzoña el recuerdo, no existe nada que pueda comparar a semejante horror.

Finalmente la cosa zarandeó lo que quedaba del cadáver, como hace un terrier con una rata. Se produjo un crujido seco y el cuerpo cayó al suelo, una masa deshilachada de desgarros y piel hecha jirones.Terminada la labor, la abominación se retorció como una hoja al viento y planeó fuera de mi campo de visión, y las consecuencias del dolor se intensificaron de tal modo que incluso me faltaron fuerzas para seguir sus evoluciones con la mirada.

Allí tumbado, contra la pared, mirando el cuerpo deshecho del hombre que llevaba medio día persiguiendo, pensé que al menos no me había equivocado con el kireno. Jamás había sido testigo de una muerte tan horrible. Fuera cual fuese el tormento que sufría en ese momento, había logrado librarse de aquello que lo había enviado allí.

CAPÍTULO 9

Con tanto alboroto, supongo que aquél debió de ser un buen momento para desmayarse, así que nunca averigüé quién llamó a la guardia o cuándo llegó la cuadrilla de agentes que me rodeaba al despertar. Imagino que el brutal asesinato de un violador de niños por parte de una fuerza demoníaca logró superar la aversión que siente la autoridad gubernamental por los herejes.

Pero yo no pensaba en eso cuando me despertaron de malos modos del respiro que me había tomado, pues mi atención se volcó en asuntos más inmediatos. El primero de ellos fue el poco amistoso empujón por parte de un antiguo colega de Black House. El segundo fue su puño dirigiéndose hacia mi cara.

Entonces sentí un fuerte dolor en la mandíbula, y los hombres grises de la gélida me lanzaron una batería de preguntas, con cualquier recuerdo de nuestro pasado común sepultado bajo las violentas inclinaciones comunes a todo oficial de las fuerzas del orden a lo ancho y largo de las Tres Tierras, o al menos de aquellas que he visitado. Por suerte, mi posición contra la pared y el exagerado número de participantes —había golpeado a bastantes hombres maniatados para saber que más de tres personas son ganas de lucirse— hicieron que su entusiasmo fuese menos efectivo de lo que podría haber sido. Con todo, no aportó nada bueno a una velada caracterizada por la desazón.

Crispin logró mantener a raya a mis atacantes el tiempo necesario para ponerme en pie contra el carro del depósito de cadáveres. El cuerpo desgarrado del kireno yacía allí, aún por cubrir. A pesar de la sangre que me resbalaba por la comisura de los labios, la locura de aquella noche me había dejado un poso exultante, jubiloso.

—Eh, socio. ¿Me has echado de menos?

Crispin no compartía mi buen humor. Por un instante pensé que iba a desahogar el lado más oscuro de su carácter en mi magullado rostro, pero mantuvo la ira bajo control como un buen soldadito.

—En el nombre del Juramentado, ¿puede saberse qué ha pasado aquí?

—Yo diría que un acto de justicia divina, pero no tengo una visión tan severa de los Daevas. —Me incliné hacia él lo bastante para que nadie más pudiera oírme—. Eso de ahí es el cadáver del hombre responsable de la última muerte de la que tú y yo tuvimos oportunidad de conversar. Respecto a qué lo mató, si tiene un nombre lo desconozco. Pero si yo fuera el responsable no habrías encontrado sus restos, ni me hubiera desmayado junto al cadáver. —Percibí con una extraña alegría que nuestro reciente contacto le había dejado de recuerdo una mancha de sangre en el guardapolvo.

Una multitud integrada por herejes se había congregado en la embocadura de aquel patio sin salida. Parloteaban con el miedo y la ira impresos en la mirada. La gélida tenía que cubrir el cadáver, además de establecer un perímetro de salvaguarda, y mejor si se daba prisa. ¿Qué coño le había pasado a Black House desde mi marcha? No está de más dar algún que otro golpe a un sospechoso, pero no a expensas de la profesionalidad. ¿Quiénes se creían que eran? ¿La guardia?

Los años que habíamos pasado buscando la basura humana en el detrito en que se había convertido la civilización bastaron para convencer a Crispin de mi fiabilidad como testigo, pero las garantías de un ex agente que había caído en desgracia y había acabado convertido en criminal no satisfarían a los mandos.

—¿Tienes alguna prueba?

—Ninguna en absoluto. Pero si averiguas su nombre y lugar de residencia encontrarás el recuerdo que conservó, puede que no vaya más allá de un retal de su ropa. Probablemente encuentres algunos más.

—¿Ni siquiera sabes su nombre?

—No tengo tiempo para trivialidades, Crispin. Ahora trabajo en el sector privado.

El gentío se agitaba por momentos, voceando a través del laxo cordón de tropas que impedía el acceso a la calle, aunque no distinguía lo que decían. ¿Querrían mi cabeza por asesinar a un miembro de su raza? ¿Se habrían aireado de algún modo los crímenes que había cometido? Tal vez no era más que una simple muestra del desprecio que alberga cualquier ser razonable por la policía. Sin embargo, aquello empezaba a ponerse muy feo. Vi a uno de los guardias enredarse con alguien del gentío, que lo empujó hacia sus compañeros mientras le dirigía insultos racistas.

—Agente Eingers, Marat y tú procurad que esos gilipollas no empeoren más la situación.Tenneson, tú quedas al mando. Guiscard y yo llevaremos al sospechoso de vuelta al cuartel —ordenó Crispin, que también se había percatado del ambiente. Y, volviéndose hacia mí, dijo—:Voy a ponerte los grilletes. —No me sorprendió, pero la cosa tampoco me emocionó. Me erguí, y Crispin me esposó, actuó con firmeza pero sin crueldades innecesarias. Guiscard ocupó su lugar delante de mí sin decir palabra. Su personalidad, por lo general desagradable, se había templado, y reparé, no sin cierta sorpresa, que no se había sumado a los golpes propinados por sus camaradas.

La pareja me llevó a paso corto hasta la embocadura de la calle, donde otros dos agentes intentaban sin éxito aplacar a la multitud. Guiscard, que iba delante, hizo el intento de abrirnos paso, pero los herejes, que por lo normal son una raza dócil, no cedieron. Era inminente alcanzar un punto muerto, lo que no redundaba precisamente en mi interés. Al menos, estando maniatado.

Crispin había llevado la mano a la empuñadura de la espada, peligroso pero no inmediatamente amenazador.

—Por la autoridad que se me confiere en calidad de agente de la Corona os ordeno que os disperséis u os consideréis fuera del amparo del trono.

Pero la multitud no estaba dispuesta a obedecer, pues la brutalidad de la guardia y el poco respeto que había mostrado con el cadáver bastaron para empujarlos a adoptar una rebeldía inusitada. Aunque la inclinación natural de los herejes por la obediencia fue suficiente para impedirles arremeter sobre nosotros, no hicieron ademán de obedecer las órdenes de Crispin.

Éste cerró la mano en torno a la piedra preciosa que le colgaba del cuello. Entornó fugazmente los ojos y la joya emitió un débil fulgor azul que se filtró a través del puño. En esa ocasión sus palabras transmitieron un desafío:

—Por la autoridad que se me confiere en calidad de agente de la Corona, os ordeno que os disperséis u os consideréis fuera del amparo del trono. Haceos a un lado o consideraos enemigos de la Corona. —Y aunque no alzó el tono, su voz reverberó en el ambiente, y el tropel de kirenos se apartó respetuosamente, pegándose a las paredes.

El ojo de la Corona era la otra cosa que realmente echaba de menos de cuando era agente.

Crispin dirigió un gesto a un par de guardias que se situaron a los flancos mientras seguimos caminando de vuelta a la calle principal. A medio camino ya doblada la esquina, fuera de la vista de los kirenos, Crispin apoyó la mano en la pared y dejó de caminar.

—Un momento —dijo sin aliento, boquiabierto. Sus pulmones trabajaban desesperadamente para llenarse de aire. El ojo toma su fuerza de su propietario, e incluso un agente veterano como Crispin no podía utilizar su poder sin quedar exhausto.

Esperamos nerviosos a que Crispin recuperase el aliento. Empezaba a sentirme inquieto por si la turba se reagrupaba y se abalanzaba sobre nosotros en los estrechos confines de cualquier callejón. Guiscard puso la mano en el hombro de su superior.

—Tenemos que seguir adelante —dijo, inflexible.

Crispin aspiró con fuerza y encabezó la marcha. Me escoltaron a través de media ciudad como un dignatario con su guardia de honor, aunque en el pasado tenía la impresión de que una cosa iba ligada a la otra. Era la segunda vez que me llevaban encadenado a Black House. Ni de lejos fue tan desagradable como la primera.

Francamente, Black House es menos imponente de lo que probablemente tendría que ser. Se trata de un edificio chaparro y feúcho, más parecido a la casa de un mercader que al cuartel general de una de las fuerzas policiales más temidas sobre la faz de la Tierra, y se alza sin aires de grandeza en una bulliciosa intersección que cruza la frontera que separa el casco antiguo de Wyrmington Shingle.Tres plantas de un edificio urbano y un laberinto de pasadizos subterráneos recuerdan a la población que la Corona jamás separa de ella su mirada inquebrantable. Hay escasa ornamentación, y visto desde el exterior, el edificio no inspira ni intimida.

No obstante, predomina el negro. Hasta ahí la cosa.

Cuando llegamos a la tétrica entrada, Crispin envió a los guardias de regreso a la escena del crimen, y seguidamente Guiscard y él me llevaron dentro. Fuimos adentrándonos más y más en el edificio, pasamos junto a la puerta sin letrero que conducía a los cuartos subterráneos donde tenían lugar los interrogatorios de verdad, momento en que lancé un rápido suspiro de alivio. Ésa era una experiencia que no ansiaba repetir, ni como participante ni como víctima. Cuando llegamos al vestíbulo principal, Crispin se alejó, supuestamente para informar a sus superiores, y dejó a Guiscard encargado de mi escolta. Me preparé para ser objeto de más golpes, pero el rouendeño no mostró inclinación alguna por reanudar nuestro conflicto.

Abrió la puerta a la zona de detención, una estancia de piedra, vacía a excepción de una mesa barata de madera y tres sillas incómodas. Me hizo sentar en una de ellas.

—Crispin no tardará en volver —dijo.

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