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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (5 page)

BOOK: Bajos fondos
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Yancey era probablemente el músico con mayor talento de la parte baja de la ciudad, y también era un contacto excelente. Lo había conocido durante la época que estuve trabajando como agente: formaba parte de un grupo de isleños que tocaba en los bailes frecuentados por aristócratas y funcionarios de la corte. En una ocasión lo saqué de un brete, y a cambio, él empezó a pasarme información: minucias, chismorreos en su mayor parte. Nunca la tomaba con nadie. Desde entonces nuestras trayectorias profesionales se movieron en direcciones opuestas, y últimamente sus habilidades eran muy solicitadas en algunos de los círculos más exclusivos de la capital. Seguía manteniendo los oídos abiertos para mí, aunque el uso que yo hacía de su información había cambiado.

A ninguno de los dos se nos escapaba la ironía de la situación.

Lo encontré a unos metros del muelle oeste, rodeado por un puñado de espectadores indiferentes, tocando los kpanlogos y declamando la rima que le había dado su apodo. A pesar de su capacidad,Yancey era el peor artista callejero que había visto en la vida. No aceptaba peticiones, se apostaba en lugares por los que apenas pasaba gente, y se mostraba bastante hosco con los espectadores. La mayoría de los días tenía suerte si sacaba unas monedas de cobre, modesta recompensa para alguien de su talento. A pesar de todo, cuando me lo encontraba solía verlo de buen humor, y creo que disfrutaba mostrando sus habilidades ante un público ingrato. De todos modos, ganaba el dinero suficiente tocando para la clase alta como para preocuparse de lo que pudiera obtener del populacho.

Lié un cigarrillo. A Yancey no le gustaban las interrupciones en su trabajo, sin importar dónde se produjeran. Una vez tuve que apartarlo de un cortesano que había cometido el error de reírse en mitad de su actuación. Tenía el impredecible temperamento propio de los hombres de corta estatura, una especie de ira que se desata con violencia antes de apaciguarse por completo de forma tanto o más repentina.

Al cabo de unos instantes terminó de recitar, y la escasa audiencia respondió con un mudo aplauso. El artista se rió ante semejante falta de entusiasmo y luego levantó la vista hacia mí.

—Vaya, pero si es el Guardián en persona. Por lo visto ha logrado por fin hacer un hueco en su apretada agenda para visitar a su amigo Yancey —dijo con voz ronca pero con tono melifluo.

—Algo me distrajo.

—Ya me he enterado. —Negó con la cabeza, lamentándose—. Feo asunto. ¿Asistirás al funeral?

—No.

—Bueno, yo sí quiero ir, así que ayúdame a recoger todo esto. —Se dispuso a desmontar todos y cada uno de los diminutos tambores, que fue introduciendo en diversos saquitos de algodón. Tomé la más pequeña de las piezas e hice lo propio, momento que aproveché para introducir un puñado del producto que le había prometido. Por norma, Yancey se hubiera arrojado sobre cualquiera lo bastante insensato para tocarle los instrumentos, pero en mi caso él sabía cuáles eran mis intenciones y no hizo comentario alguno—. La nobleza se llevó una decepción al ver que no aparecías anoche.

—He ahí un gran peso que me anega el alma.

—Seguro que has perdido unos instantes de sueño. Si quieres compensarlos, podrías acercarte a la finca del duque de Illador el martes por la noche, a eso de las diez.

—Ya sabes cuánto me importa la opinión que los nobles tengan de mí. Supongo que esperas obtener tu porcentaje de costumbre.

—A menos que tengas pensado aumentármelo.

No era ésa mi intención. Una vez que los espectadores se hubieron alejado,Yancey cambió de tercio:

—Dicen que fuiste tú quien la encontró.

—Eso dicen, ¿eh?

—¿Estás limpio?

—Como una patena.

Asintió, comprensivo.

—Feo asunto. —Terminó de guardar las cosas en una bolsa de lona gruesa que seguidamente se colgó del hombro—. Hablamos más tarde. Quiero hacerme con un buen sitio en la plaza. —Chocamos los nudillos y se alejó—. No te preocupes.

El muelle estaba prácticamente desierto, pues hacía rato que las habituales cuadrillas de operarios, mercaderes y clientes lo habían abandonado para acudir al funeral, contentos como Yancey de renunciar a unas horas de trabajo para tomar parte en aquella pública muestra de duelo. En su ausencia se había impuesto en la zona una atmósfera de densa quietud, en marcado contraste con el bullicio habitual. Me aseguré de que nadie me miraba antes de hundir la mano en la bolsa en busca de un pellizco de aliento. Me alivió el dolor de cabeza, así como el del tobillo. Atento al reflejo del cielo gris en el agua, recordé el día que pasé de pie en el muelle en compañía de otros cinco mil jóvenes, listo para subir a bordo del transporte de tropas que navegaría con rumbo a Gallia. Pensé entonces que el uniforme me sentaba muy bien, y el yelmo de acero refulgía al sol.

Contemplé la posibilidad de liar un cigarrillo de vid del sueño, pero al final opté por no hacerlo. Nunca supone una buena idea drogarse cuando la melancolía se abate sobre uno, puesto que la vid tiende a aumentar las inquietudes en lugar de abotargarlas. La soledad resultó mala compañera, y me descubrí arrastrando los pies hacia la iglesia. Por lo visto no iba a perderme el funeral.

Para cuando llegué había empezado el servicio fúnebre y la plaza de la Benevolencia estaba tan abarrotada que apenas se veía la tarima. Bordeé la muchedumbre y me introduje por un callejón situado frente a la plaza principal, para después tomar asiento sobre un montón de cajas apiladas. Estaba demasiado apartado para oír lo que decía el sumo sacerdote de Prachetas, pero confiaba en que se trataría de un bonito discurso, ya que no se alcanza en la vida un puesto en que la gente te introduce oro en la ropa interior a menos que seas capaz de decir cosas muy bonitas en los momentos oportunos. De todos modos el viento había arreciado, así que la mayoría de los presentes tampoco oyeron el discurso. Al principio hicieron el gesto de arrimarse más a la tarima, y al ver que no servía de nada se incomodaron, los niños tiraron de sus padres y los trabajadores rebulleron de pie para no quedarse congelados.

Sentada en la tarima, a unos diez pasos de respetuosa distancia del sacerdote, se hallaba la madre de la joven, a quien reconocí, a pesar de lo lejos que estaba, debido a la expresión de su rostro. La había visto durante la guerra en la cara de los jóvenes que habían perdido un brazo o una pierna, era la expresión de quien ha sufrido una herida que debía de haber sido mortal, sin serlo. Se solidifica como yeso húmedo, injertada para siempre en la piel.Tuve la sospecha de que la desdichada mujer jamás se libraría de aquella expresión, a menos que el tormento se revelase demasiado intenso y una fría noche se acariciara con acero la muñeca.

El sacerdote alcanzó un crescendo, o al menos creyó hacerlo. Seguía sin oír nada, pero sus gestos grandilocuentes y las bienaventuranzas que murmuraba el gentío me indicaron que se había alcanzado una especie de punto álgido. Intenté encender un cigarrillo, pero el viento insistió en apagarme las cerillas, un total de media docena antes de darme por vencido. Era una de esas tardes.

Todo terminó, concluida la oración y entregadas las ofrendas. El sacerdote sostuvo en alto el icono sobredorado de Prachetas y bajó de la tarima seguido por los portadores del féretro. Parte de los asistentes a la ceremonia siguió a la comitiva. La mayoría no lo hizo. Después de todo, el ambiente refrescaba y había un largo trecho hasta el cementerio.

Esperé a que la multitud se escurriera de la plaza y luego me incorporé en el asiento. Durante aquel discurso que no oí había tomado la decisión de faltar a mi autoimpuesto exilio y volver al Aerie para hablar con la Grulla Azul.

Putos funerales. Jodida madre. Jodida cría.

CAPÍTULO 6

El Aerie se enseñorea sobre la parte baja de la ciudad como lo hace Sakra el Primogénito sobre Chinvat. Se trata de una columna recta, perfecta, que se recorta azul marino contra el gris de las casas de vecindad y los almacenes, extendiéndose hasta el infinito. A excepción del Palacio Real, con sus fortificaciones cristalinas y amplias vías públicas, es el edificio más extraordinario de la ciudad.Tiene al cielo subyugado desde hace casi treinta años, en marcado contraste con los barrios bajos que lo rodean. Recuerdo que de joven suponía un consuelo tener aquella prueba visible de que el resto de lo que veías no era todo lo que había, que una parte de la existencia era ajena al hedor de orines.

Claro que luego la esperanza resultó vana, pero eso fue culpa mía y de nadie más. Hacía mucho tiempo que no contemplaba esa torre sin pensar en las oportunidades desperdiciadas y la necia esperanza de un crío insensato.

Habían derruido una manzana entera para proporcionar espacio a la plaza de la Exultación, tal como se conocía al patio que rodeaba al Aerie, cosa que en su momento no importó a nadie. Fueron tiempos oscuros, la época posterior a la gran peste, cuando la población de la parte baja de la ciudad se redujo a una fracción de lo que había sido en años anteriores. En lugar de las casas de vecindario se edificó un laberinto de piedra blanca que cercaba la torre, un lugar intrincado, de recorrido complejo que apenas se alzaba a la altura de la cintura, lo que permitía que alguien sin sentido del ridículo pudiese saltar las paredes. De niño pasé innumerables horas allí, jugando al escondite y a policías y ladrones, acechando a través de hileras de granito o recorriendo de puntillas la parte alta de aquella defensa.

Probablemente la plaza era el único lugar de la parte baja de la ciudad que la población no se había esforzado activamente en destruir. Sin duda, la reputación que tenía el Crane de contarse entre los más habilidosos practicantes de magia de todo el país tuvo que ver a la hora de atajar de raíz el problema del vandalismo, aunque a decir verdad casi todos los habitantes de la parte baja de la ciudad adoraban a su patrón, y no se hubiesen involucrado en la profanación de su monumento. Hablar mal del Crane suponía ganarse una buena tunda en cualquier taberna situada entre el muelle y el canal, y en otros lugares más peligrosos una puñalada en las entrañas. Lo teníamos en un pedestal, en un puesto más elevado que la reina y el patriarca juntos, sus obras de caridad financiaban media docena de orfanatos, y el público recibía agradecido la limosna.

Me situé ante la casa de mi viejo amigo, y allí encendí un cigarrillo, aprovechando que el viento había aminorado lo bastante para permitirme el placer de fumar. Hubo motivos de peso para no visitar a mi mentor en los últimos cinco años, y exhalé una pequeña nube de humo al aire helado, una tras otra hasta que se amontonaron sobre el capricho que me había llevado hasta allí. Aún estaba a tiempo de poner fin a esa idiotez, regresar a El Conde, alumbrar la vid del sueño y dormir hasta el día siguiente. La impresión mental de las sábanas suaves y el humo de colores se desvaneció cuando franqueé la primera arcada y mis pies enhebraron su paso en contra de lo que me dictaba el instinto, un instinto al que de un tiempo a esta parte parecía empeñado en ignorar.

Me abrí paso a través del laberinto, guiado a derecha e izquierda por recuerdos difusos. Se me apagó el cigarrillo, pero ni siquiera tuve la energía necesaria para encenderlo de nuevo, y me guardé la colilla en el bolsillo de la casaca en lugar de ensuciar el patio del Crane.

Un último giro y me vi frente a la entrada, un surco que dibujaba la puerta en la imponente pared azul, sin tirador, aldaba o cualquier medio por el que poder entrar. Sobre un saliente del edificio se hallaba posada una gárgola, de piedra blanca como la del laberinto, cuya expresión se antojaba más cercana a la sonrisa burlona que a la mueca amenazadora. Transcurrieron unos segundos. Me alegró el hecho de no ver cerca a nadie que pudiese reparar en mi cobardía. Finalmente llegué a la conclusión de que no había atravesado el laberinto y golpeé dos veces la puerta.

—Saludos, joven. —La voz que el Crane había creado para su guardián no encajaba con su propósito, pues era clara y amistosa, mucho más de lo que cabría esperar a juzgar por la naturaleza de la criatura. Sus ojos sólidos me miraron lentamente de arriba abajo—. Tal vez no seas tan joven ya. El amo ha sido avisado y te recibirá en la galería. Mis órdenes consisten en permitirte la entrada en caso de recibir una visita tuya.

Se volvió más visible el surco de la puerta, la piedra se deslizó sobre la piedra. Arriba, el rostro de la gárgola adoptó una expresión de suficiencia, proeza notable tratándose de una criatura de piedra.

—Aunque jamás pensé que tendría que obedecerlas.

No por primera vez me pregunté qué había empujado al Crane a imbuir el sarcasmo en su creación, teniendo en cuenta que la raza humana no andaba precisamente falta de ello. Accedí al vestíbulo sin responder.

Era pequeño, poco más que el descansillo de la larga escalera de caracol que se alzaba hacia el cielo. Emprendí el ascenso a las plantas superiores, iluminado mi paso por candelabros, espaciados a lo largo de la pared, que proyectaban pozos de luz blanca. A medio camino hice un alto para recuperar el aliento. De niño me había resultado más fácil subir corriendo la escalera de caracol con el abandono de quien no es adicto al tabaco.Tras un breve descanso reemprendí el ascenso, combatiendo el apremio que sentía de retroceder a cada paso.

Un amplio salón ocupaba la mayor parte de la planta superior del Aerie. El mobiliario era sencillo, funcional, compensando con su limpia estética la falta de opulencia. Había dos generosos sillones ante el estrecho hogar de la chimenea, embutido en una pared divisoria que separaba esa área de las dependencias del dueño del lugar.

La decoración se conservaba exactamente igual que la primera vez que tuve ocasión de asomarme al interior. Acudieron a mi mente los recuerdos de las tardes de invierno junto al fuego, y de una niñez que prefería olvidar.

Lo vi recortado contra el limpio cristal de la ventana sureste que miraba al puerto. A esa altura se evaporaban el hedor y el bullicio de la parte baja de la ciudad, cediendo el paso al océano que se extendía infinito en la distancia.

Se dio lentamente la vuelta y puso sus manos marchitas en las mías. Era consciente de mi deseo de apartar la mirada.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo.

Los años habían hecho mella en él. El Crane siempre había tenido la piel apergaminada y el cuerpo demasiado delgado para sustentar su altura. Los despeinados mechones de pelo blanco se precipitaban desde la cabeza y la huesuda barbilla. Pero también había tenido siempre una energía inverosímil que parecía compensar los achaques de la edad. Sin embargo, apenas detecté los restos de ella. Tenía la piel estirada, fina como papel, y sus ojos estaban teñidos de amarillo. Al menos su atuendo conservaba la inmutabilidad de costumbre. Vestía una túnica sin adornos del mismo color azul que lo cubría todo en su ciudadela.

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