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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (7 page)

BOOK: Bajos fondos
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—¿Te has propuesto reemplazarlo?

—Reemplazarlo no, por supuesto, nadie podría reemplazar al maestro. Pero no va a estar aquí eternamente. Alguien tendrá que perpetuar su labor. El maestro es consciente de ello, forma parte del motivo de que vayan a ascenderme. —Levantó la barbilla, segura de sí cuando bordeó la arrogancia—. Cuando llegue el momento, estaré lista para proteger a los habitantes de la parte baja de la ciudad.

—¿Sola en la torre? Parece un difícil cometido. El Crane había superado la mediana edad cuando se retiró a este lugar.

—El sacrificio forma parte de la responsabilidad.

—¿Qué pasó con tu escribanía en la Oficina de Asuntos Mágicos? —pregunté, recordando la posición que ocupaba la última vez que habíamos hablado—. Que yo recuerde, disfrutabas del trabajo.

—Caí en la cuenta de que poseía ambiciones que iban más allá de pasar el resto de mi vida revolviendo los documentos apilados en mi escritorio y discutiendo con funcionarios y burócratas. —Fue como si una capa de cristal le cubriera los ojos, contraste desdichado a la dulzura que hasta el momento me había ofrecido—. Hablamos de un objetivo con el cual estarías más familiarizado si te hubieras tomado la molestia de hablar conmigo en estos últimos cinco años.

Imposible llevarle la contraria en eso. Me giré hacia el verdor.

La ira se escurrió de Celia, y al cabo de un instante recuperó su jovialidad.

—Ya hemos hablado bastante de esto. ¡Tenemos que ponernos al día de tantos años! ¿Cómo te va últimamente? ¿Cómo está Adolphus?

Prolongar aquello no tenía ningún sentido, ni para ella ni para mí.

—Me he alegrado de verte. Es un consuelo saber que sigues cuidando del maestro. —«Y que él sigue cuidando de ti.»

Le tembló la sonrisa.

—Entonces, ¿volverás mañana? Cena con nosotros, te pondremos un plato en la mesa, como en los viejos tiempos.

Acaricié un pétalo que había estado contemplando, y al hacerlo se liberó una nube de polen.

—Adiós, Celia. Cuídate mucho. —Salí antes de que pudiera contestar. Cuando llegué al pie de la escalera, prácticamente lo hacía a la carrera, y cuando empujé la puerta de la torre fuera anochecía.

Media manzana más allá de la plaza de la Exultación, me recosté en la pared de un callejón y eché mano al bolsillo en busca de un pellizco de aliento. Me temblaban las manos y no podía descorchar el frasco, pero al final logré abrirlo y llevármelo a la nariz. Aspiré una vez, lentamente, y luego otra.

Anduve de vuelta a El Conde con paso inseguro, y habría sido un blanco fácil para cualquier maleante que se hubiese propuesto aprovechar la ocasión, si llega a haber uno cerca. Pero no lo había. Aparte de mí.

CAPÍTULO 7

El muchacho estaba sentado a la mesa ante Adolphus, cuya amplia sonrisa y gestos generosos me dieron a entender, antes de escuchar lo que decía, que explicaba alguna anécdota exagerada.

—Y el teniente va y dice: «¿Qué te hace pensar que hacia allí esté el este?».Y el otro responde: «Porque o eso de ahí es el sol de la mañana, o me ciega el resplandor que despides, en cuyo caso sabrías cómo leer una maldita brújula». —Adolphus rompió a reír con estruendo y un gran estremecimiento de todo su rostro—. ¿Te lo imaginas? ¡Allí delante de todo el batallón! ¡El teniente no supo si mearse encima o someterlo a un consejo de guerra!

—Chico —interrumpí. Wren se levantó lentamente de la silla, deseoso tal vez de dejar claro que la descripción de Adolphus de nuestras carreras militares no había inculcado en él el menor atisbo de vocación castrense—. ¿Cuán bien conoces Kirentown?

—Encontraré cualquier cosa que quieras que encuentre —respondió.

—Sigue Broad Street hasta pasar por la Fuente del Viajero, allí hay una taberna, a la derecha, bajo el letrero de un dragón azul. En la barra verás a un hombre gordo con cara de perro apaleado. Dile que informe a Ling Chi de que vas de mi parte. Dile que diga a Ling Chi que mañana me dejaré caer por su territorio. Dile que no tiene nada que ver con los negocios y que lo consideraré un favor personal. No te dirá nada, son gente astuta, pero tampoco es necesario.Tú entrega el mensaje y vuelve aquí.

Wren asintió antes de salir por la puerta.

—¡Y tráeme algo de comer a la vuelta! —grité, sin saber muy bien si me habría oído.

Me volví hacia el gigante.

—Deja de contar batallitas al muchacho. No necesita que le llenes la cabeza de pájaros.

—¡Tonterías! ¡No hay una sola mentira en esa historia! Aún recuerdo tu sonrisa burlona cuando se alejó caminando.

—¿Qué fue de aquel teniente?

La sonrisa se borró de los labios de Adolphus.

—Se abrió las venas la noche siguiente de haber ordenado esa carga en Reaves.

—Sí, lo encontramos desangrado cuando no se presentó al toque de diana, así que ni una palabra más sobre los viejos tiempos. No hay nada bueno que debamos recordar.

Adolphus puso los ojos en blanco y se levantó.

—Si no estás de malhumor que venga el Primogénito y lo vea.

No iba muy errado.

—Ha sido un día muy duro.

—Ven, anda, que voy a servirte una cerveza. —Nos acercamos a la barra y me sirvió una jarra grande. Di unos sorbos mientras esperaba a que llegase la clientela nocturna.

—Me gusta ese chico —dijo Adolphus, como si acabara de caer en la cuenta—. Es muy espabilado, y es discreto con todo lo que sabe. ¿Tienes idea de dónde duerme?

—Supongo que en la calle. Ahí es donde suelen dormir los granujas como él.

—No seas tan sentimental. Vas a embadurnarme la barra con tus lágrimas.

—¿Tienes idea de cuantos huérfanos recorren las calles de la parte baja de la ciudad? Éste no tiene nada de especial, no es familia mía. Hasta la pasada noche ni siquiera estaba al tanto de su existencia.

—¿De veras te crees tus propias palabras?

Me pesaba el día sobre los hombros.

—Estoy demasiado cansado para discutir contigo, Adolphus. Deja de andarte por las ramas y dime qué es lo que quieres.

—Iba a invitarlo a dormir en la parte trasera. Adeline también se ha encariñado con él.

—Es tu bar, Adolphus. Puedes hacer lo que quieras. Pero me apuesto un ocre a que se lleva el jergón a otra parte.

—Acepto la apuesta. Díselo cuando regrese. Yo tengo cosas que hacer.

Los clientes fueron llegando poco a poco, y Adolphus tuvo que ocuparse de nuevo del negocio. Yo permanecí sentado, tomando sorbos de cerveza, sumido en mis tristes pensamientos. Al cabo de un rato volvió el chico, con un pequeño recipiente de ternera en salsa picante.Tenía un oído fino, detalle que me hice la promesa de no olvidar. Tomé la vasija de barro, dispuesto a hincar el diente a la ternera.

—¿Adolphus te ha dado algo de comer?

El muchacho asintió.

—¿Tienes más hambre? Yo a tu edad siempre estaba hambriento.

—No. A la vuelta levanté una pieza de un carro de pescado —explicó, como si fuera algo de lo que enorgullecerse.

—Esta mañana te di dinero, ¿no?

—Sí.

—¿Ya te lo has gastado?

—Ni una moneda de cobre.

—Entonces no tienes por qué robar. Los enfermos roban cuando no tienen motivos para ello, y si quieres tomar ese camino ya puedes alejarte lo más posible de mí. No quiero hacer encargos a un mal bicho que afana bolsas sólo por la emoción que eso le proporciona.

A juzgar por su mueca, no le gustó mi comparación, pero no respondió.

—¿Dónde duermes?

—En varios lugares. Dormía bajo el embarcadero cuando hacía calor. Últimamente lo hago en una fábrica abandonada que está cerca de Brennock. Hay un vigilante, pero sólo se pasea por allí dos veces: una al caer la noche, y otra antes del amanecer.

—Adolphus dice que puedes dormir en la parte trasera. Adeline te preparará un jergón.

La ira asomó a sus ojos entornados, pues aquello suponía un insulto para su fiera juventud.

—Pedí trabajo, nada más. No necesito vuestra caridad.

—Hay algo que deberías saber sobre mí, chico, ya que por lo visto eres tan bobo que no te has dado cuenta: yo no me dedico a la caridad. No me importa una mierda dónde duermas, por mí como si vas a echarte una siesta al Andel, si eso es lo que te apetece. Tan sólo me limito a comunicarte la oferta del gigante. Si quieres aceptarla, adelante. Si no, mañana se me habrá olvidado que tuvimos esta conversación. —Para demostrárselo devolví mi atención a la jarra, y un momento después el chico se fundió en el gentío.

Terminé la cena, y luego subí a mi cuarto antes de que se llenase el bar. En el camino de vuelta desde el Aerie el tobillo había vuelto a dolerme, y el tramo de escalera me resultó más penoso de lo habitual.

Me tumbé en la cama y lié un cigarrillo con una generosa porción de hebra de vid del sueño. La noche se filtraba por la ventana abierta, ventilando el olor a almizcle. Prendí el cigarrillo y pensé en la siguiente jornada de trabajo. Lo que había olido en el cadáver era fuerte, mucho más que cualquiera de los productos de limpieza que se utilizan en la cocina o el baño.Y un producto así no bastaría para despistar a un adivino decente. Quizá las plantas con propiedades jabonosas, o una de las fábricas de pegamento que utilizan disolventes fuertes. Los kirenos poseían el monopolio de esa clase de productos, razón por la que había enviado al chico a aclarar con su jefe el motivo de mi presencia. No convenía que aquella distracción me perjudicase el negocio.

Apagué la luz de la lámpara y exhalé anillos de humo coloreado. Era una buena mezcla, dulce al paladar y fuerte en el pecho. Llenaba la estancia con hebras cobrizas y una tonalidad castaña algo quemada. Lo apagué a medio terminar, aplastando la colilla en el suelo, junto a la cama, y me quedé dormido. Una euforia queda se me extendió por el cuerpo y supuso una distracción suficiente para ahogar el ruido que hacían abajo nuestros parroquianos.

En mis sueños era de nuevo un niño, perdido y sin hogar, después de que la peste se llevase consigo a mis padres y mi hermana pequeña muriese aplastada durante los motines del cereal que tres semanas antes habían acabado con los restos de toda autoridad civil. Fue mi primer contacto con las calles de la parte baja de la ciudad. Aprendí a rebuscar en la basura, a apreciar la suciedad por el calor que desprendía a mi alrededor cuando dormía. Vi por primera vez el abismo donde puede acabar cualquiera, y descubrí lo que se obtiene cuando nos adentramos en él.

Estaba en el fondo de un callejón, con los brazos alrededor de las piernas, cuando desperté sobresaltado al oír que se acercaban.

—Marica. Eh, tú, marica. ¿Qué haces en nuestro territorio?

Eran tres, mayores que yo, unos pocos años, pero los suficientes para que eso importara. La tendencia de la peste roja a perdonar a los niños era una de sus características más curiosas. Era muy posible que aquéllos fuesen los seres humanos de mayor edad en diez manzanas a la redonda.

No llevaba encima nada de valor, vestía harapos cuya precaria integridad se habría visto comprometida de habérmelos quitado, y había perdido el calzado en el caos que había caracterizado el mes anterior. Llevaba día y medio sin comer, y dormía en un agujero que me había procurado en la pared de una callejuela. Pero no querían nada de mí, aparte de la oportunidad que les brindaba mi presencia para practicar la violencia, pues nuestro entorno agudizaba en grado sumo la crueldad natural infantil.

Me levanté del suelo, acción que el hambre me dificultó. Los tres se me acercaron con paso lento, jóvenes harapientos cuyo atuendo y aspecto no era mucho mejor que el mío. El portavoz era un superviviente de la peste, pues las llagas encarnadas que tenía en el rostro atestiguaban una batalla contra la enfermedad que a duras penas podía considerarse victoriosa. Aparte de eso había pocas cosas que lo distinguieran de sus compañeros, dado que el hambre y la pobreza los había vuelto indistinguibles, depredadores cadavéricos, espectros entre los escombros.

—Tienes nervio, cabroncete. Mira que venir a nuestro vecindario sin tener la decencia siquiera de pedirnos permiso.

Permanecí callado. Ya de niño consideraba inane la charla que precede a la violencia. ¿Por qué no ir al grano?

—¿No tienes nada que decirme? —El líder se volvió hacia los otros dos, como sorprendido por mi falta de modales, y después descargó un golpe sobre mi sien que acabó conmigo en el suelo, viendo chiribitas. Aguardé la paliza que sabía inminente, tan habituado que ni me cuestioné aquella injusticia, tan acostumbrado que no me plantee hacer más que sangrar. Me dio otra patada en la cara y empecé a ver borroso. No grité. No creo que tuviera fuerzas.

Hubo algo en mi silencio que le llamó la atención, y de pronto se sentó a horcajadas sobre mi pecho, inmovilizándome en el suelo con el antebrazo presionándome el cuello.

—¡Serás marica! ¡Jodido marica!

Oí en la distancia que los compañeros de mi asaltante intentaban detenerlo, pero sus protestas fueron vanas. Forcejeé un poco, pero volvió a darme un golpe en la cara, lo que zanjó mis poco entusiastas esfuerzos de defenderme.

Yacía tumbado, con su codo en la garganta, mientras el mundo giraba a mi alrededor, notaba espesa la sangre en el paladar y pensaba en que eso era la muerte. Se había tomado su tiempo. Quien Aguarda Tras Todas las Cosas debía de estar muy ocupada ese año en la parte baja de la ciudad, y yo no era más que un crío. Puede perdonársele ese despiste sin importancia, sobre todo teniendo en cuenta que había acudido dispuesta a enmendar su error.

La luz empezó a apagarse.

Un ruido atropellado me llenó los sentidos, como el estruendo de una cascada.

Entonces mi mano se cerró en torno a algo firme y pesado, y golpeé con la roca a mi agresor. La presión que ejercía en mi cuello se redujo, volví a golpearlo hasta que me soltó, y entonces fui yo quien se sentó sobre él a horcajadas. El sonido que oí obedecía a sus gritos, y a los míos, y así seguí dándole hasta que fui el único que siguió gritando.

De pronto se hizo el silencio, y me vi de pie sobre el cadáver del chico, y sus amigos ya no se reían, sino que me miraban como nadie me había mirado antes, y a pesar de que eran dos y eran mayores que yo, los vi recular y caí en la cuenta de que me gustaba la expresión que veía en sus ojos, me gustó no ser yo quien mirase así a nadie.Y si eso suponía que necesitaba mancharme las manos con los sesos del muchacho, adelante, pues no era un precio elevado. No era un precio tan alto.

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