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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (28 page)

BOOK: Bajos fondos
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—Si quieres que me mejore el humor, podrías pedir a Adeline que me fría unos huevos. —Lo detuve a medio camino de la cocina—. ¿Cómo te has enterado? —pregunté. No era una pregunta tan obvia, después de pasar la noche intentando que mi cerebro dejase de trabajar.

—Un agente pasó por aquí mientras dormías. Dijo que volvería más tarde.

—¿Han venido de parte de la Corona y no me han despertado?

—No era una visita oficial. Dijo que se trataba de una visita de cortesía.

Lo que suponía un grado de consideración inverosímil en las mejores circunstancias.

—¿Se presentó?

—No me dijo su nombre, y yo no se lo pregunté. Un tipo joven, con el pelo rubio platino, algo estirado.

¿Qué mosca le había picado a Guiscard? ¿Venganza? No se me pasó por la cabeza que Crispin hubiese sido tan insensato como para compartir con él la pesquisa ilegal que había llevado a cabo en mi beneficio.

Adolphus reanudó su viaje a la cocina.

—Y mientras estéis ahí, preparadme un poco de café —grité cuando la puerta se estaba cerrando.

Pensé en mis circunstancias, que poco me ayudaron a librarme del dolor de cabeza. El gigante regresó con el desayuno al cabo de pocos minutos.

—¿Lo ha preparado Adeline? —pregunté mientras masticaba una tira de panceta ahumada.

Negó con la cabeza.

—Ha llevado a Wren al mercado. Eso es cosa mía.

Escupí un pedazo de cáscara de huevo.

—Asombroso.

—Si no te gustan ahí tienes la cocina, donde puedes prepararte lo que te apetezca.

—Diría que nuestro amigo no es un gran chef —dijo una voz a mi espalda.

—Cierra la puerta —ordené.

Guiscard obedeció. El aullido del viento cesó. Adolphus observó al recién llegado con una expresión de franca antipatía.

El agente tomó asiento en el taburete situado a mi lado. Lo vi cansado, ojeroso, y llevaba muy revuelto el pelo casi blanco. Tenía incluso una mancha en la solapa derecha, pruebas todas de la agitación en que lo había sumido la muerte de su antiguo compañero. Me saludó circunspecto con la cabeza, y se volvió hacia Adolphus.

—Café solo, gracias.

—No está abierto —replicó Adolphus, que dejó el trapo en la barra y se retiró a la parte trasera del local.

Disfruté en silencio de mi taza de café.

—No le caigo muy bien, ¿verdad? —quiso saber Guiscard.

De hecho, Adolphus tenía un corazón blando, y una política de admisiones en el local aún más laxa, hasta el punto de que habría sido capaz de servir al mismísimo gobernador de la República Dren si su eminencia hubiese decidido ese día visitar su negocio. Sospecho que los maltratos que la Corona le había dispensado la última vez que visitó el local lo habían llevado a reconsiderar su afinidad con las fuerzas de la ley.

—Estoy seguro de que me recibirían de un modo similar en tu abrevadero favorito.

—Probablemente. ¿Te dio, al menos, mi mensaje?

—Me he enterado de la noticia.

—Lo siento.

De pronto todo el mundo se sentía contrito.

—No te disculpes conmigo, llevo casi media década sin hablar con él.Tú eras su compañero.

—Un lamentable compañero, y sólo durante seis meses. Creo que ni siquiera le caía bien.

—Yo tampoco le caía bien, a pesar de lo cual siento mucho que haya muerto. ¿Ha obtenido Black House alguna pista?

—Nada en toda la zona. Asignamos a la Zorra de Hielo el registro de la escena del crimen. Algunos de los hombres quisieron interrogarte, pero los mandos nos presionaron para dejarte en paz. Supongo que aún conservas amigos en las plantas superiores.

El Viejo no era amigo mío, por muy amplia que fuese la definición del término, pero no debía de querer que nadie interrumpiera mis pesquisas.

—¿Y tú qué me dices? ¿Tienes alguna idea? —preguntó Guiscard.

Miré mi bebida, el líquido denso y oscuro.

—Tengo mis sospechas.

—Supongo que no querrás compartirlas conmigo.

—Supón lo que quieras.

Por primera vez en la conversación atisbé al hombre que había conocido de pie junto al cadáver de la Pequeña Tara. La sonrisa torcida desapareció, y hay que decir en su favor que cuando habló lo hizo sin desprecio en la voz.

—Me gustaría hablar, si puede ser.

—Me pareció oírte decir que no congeniabais.

—Dije que yo no le caía bien. Siempre me gustó, pero no se trata de eso. Era mi compañero, y en estas cosas hay unos mínimos. Si Black House no es capaz de encontrar al asesino, entonces supongo que tendré que arrimar el hombro y echarte una mano.

Aquel último comentario sonó demasiado a sentimentalismo juvenil para mi gusto. Me rasqué la barbilla y me pregunté si me estaría mintiendo, y si acaso una mentira más o menos importaba.

—¿Por qué tendría que confiar en ti?

—No pensé que dispusieras de tantos recursos como para permitirte el lujo de rechazar una oferta de ayuda.

—De acuerdo —dije, tendiéndole el listado que guardaba en el bolsillo—. Éste es el motivo de que asesinaran a Crispin. Lo recuperé del cadáver antes de que apareciesen los tuyos. Se trata de una información importante sobre un crimen por resolver. Al no entregarlo de inmediato al agente responsable de la investigación, faltarás a tu juramento de ejercer de árbitro imparcial de la justicia de la Corona, y al no entregarme a Black House ayudas a alguien implicado en un crimen capital. Por lo primero te degradarían, por lo segundo te expulsarían del servicio y ya no podrías vestir el guardapolvo gris.

—¿Por qué me lo muestras?

—Hay un nombre en esa lista con cuyo propietario me gustaría hablar, un hombre que quizá pueda arrojar luz sobre el final de Crispin. No puedo localizarlo, pero tú sí podrías. Y si lo logras, y yo me entero del resultado de tus pesquisas... Me sería muy útil. Siempre y cuando nadie me meta en el calabozo por no mantener intacta la escena de un crimen.

Nos miramos a los ojos, porque la costumbre dictaba una última ronda de desafío. Después inclinó la cabeza.

—No tendrás que preocuparte por eso.

—Es el miradno, antepenúltimo nombre de la lista.

Se levantó del taburete.

—Ya te informaré de lo que averigüe.

—Agente. Olvidas algo.

—¿Qué? —preguntó con una expresión que pudo atribuirse a una confusión sincera.

—Te has quedado con la lista.

—Ah, es verdad. Lo siento —dijo, sacándola del bolsillo y devolviéndomela antes de salir por la puerta.

Tal vez Guiscard no fuera tan lerdo como yo pensaba.Tomé un sorbo de café y planifiqué el resto de la jornada.

Adolphus regresó al salón.

—¿Se ha marchado el sangre azul?

—Yo no lo veo escondido debajo de las mesas.

Adolphus resopló al tiempo que hundía la mano en el bolsillo y me tendía una hoja de pergamino, doblada y sellada con lacre.

—Esto llegó antes de que despertaras.

Lo puse en alto a contraluz tras reparar en el sello, un escudo dividido en cuarteles con un león rampante y tres diamantes.

—En el futuro, puedes informarme de cualquier cosa que me haya perdido en cuanto me veas. No tienes que dármelo con cuentagotas como si fueras un viejo meando.

—Que yo sepa no soy tu cartero.

—No eres cocinero, no eres cartero... ¿Se puede saber qué coño pintas aquí?

Adolphus puso los ojos en blanco y empezó a limpiar las mesas del fondo. No tardarían en presentarse los beodos de la tarde, a quienes no afectaba el mal tiempo. Rompí el lacre con el pulgar y leí la misiva:

Creo que el material que me trajiste la noche que nos conocimos no cubrirá mis necesidades. Tal vez tengas un rato para acercarte a Seton Gardens mañana a eso de las nueve con una cantidad similar, y podamos charlar después de que concluya otro asunto.

Tu amigo de confianza,

Lord Beaconfield.

En general, mis amigos de confianza no plantean exigencias disfrazadas de peticiones, pero hay que dar cierto margen a las costumbres de la clase alta. Doblé la nota y la guardé en la bolsa.

—¿Está abierto? —preguntó con voz neutra a mi espalda un cliente.

Me pareció un momento tan bueno como cualquier otro, y ya iba siendo hora de comprobar hasta qué punto podía arrojar luz sobre mi situación la puta más cara de Rigus. Subí a recoger la casaca y salí a la tormenta.

CAPÍTULO 28

Estaba a la entrada de una casa de ladrillo rojo situada al norte del centro, cerca de Kor’s Heights y las fincas palaciegas de la nobleza. Modesta y sin pretensiones, aparte de la información de Yancey había poco allí que confirmase que me encontraba ante uno de los prostíbulos más caros de la ciudad. Las putas de la parte baja de la ciudad ejercen el oficio abiertamente, mostrando los pechos entre las cortinas rojas, ofreciéndose sin recato a través de las ventanas abiertas. Aquí era diferente. Junto a la puerta de color ceniza había una placa de bronce grabada con la inscripción L
A
J
AULA DE
T
ERCIOPELO
.

Llamé con decisión, y tras una breve pausa la puerta se abrió para revelar a una mujer de piel clara que llevaba un vestido azul tan atractivo como sencillo.Tenía el pelo negro y los ojos azules, relucientes, y había en sus labios una sonrisa encantadora, muy propia de la honesta mercenaria que era.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó con voz clara y dulce.

—Vengo a ver a Mairi —respondí.

Frunció los labios, decepcionada. Me impresionó su habilidad para destilar al mismo tiempo y en igual medida calidez y condescendencia.

—Me temo que Mairi no recibe a mucha gente. Dedica largo rato a quienes recibe. De hecho, en este momento nadie en la casa está interesado en hacer nuevas amistades.

Intervine antes de que me cerrase la puerta en las narices.

—¿Tendrías la amabilidad de decir a tu señora que el amigo de Yancey ha venido a verla? Me espera.

Su sonrisa me pareció algo más natural después de mencionar al Rimador.

—Veré si está disponible.

Me dispuse a liar un cigarrillo, pero pensé que mostraría falta de clase. En vez de ello, me froté las manos en un esfuerzo inútil por mantener el calor del cuerpo. Cuando volvieron a abrir la puerta al cabo de unos minutos, la joven de pelo negro había mudado el desprecio afable de antes por una cálida bienvenida.

—Mairi dispone de un rato para charlar. Entra, por favor.

Entré en un recibidor elegante con suelo de mármol que conducía a una escalera cubierta por una moqueta de terciopelo rojo y flanqueada por balaustres de ébano. Un tipo enorme con aspecto de ser poco espabilado, vestido con un traje de buen corte, me escoltó con discreción desde la entrada; iba desarmado, exceptuando sus puños como jamones. No me cupo la menor duda de lo que eran capaces.

La atractiva portera se volvió al pie de la escalera, las manos cogidas a la espalda.

—Si me sigues, por favor, te llevaré a donde está la señora.

Intenté, sin éxito, evitar mirarle el trasero mientras subía la escalera delante de mí. Me pregunté cuántos años tendría, y cómo había acabado dedicándose a eso. Supuse que había formas peores de ganarse la vida, como pasarse diez horas diarias en una cadena humana en el molino o sirviendo mesas en algún tugurio de la parte baja de la ciudad. Con todo y eso, abrirse de piernas es abrirse de piernas, por mucho que las sábanas sean de seda.

Una vez arriba, giramos a la derecha y seguimos caminando por un pasillo estrecho bordeado de puertas que terminaba ante una de roble, con una capa sobredorada que la distinguía del resto. La joven llamó con suavidad. Una voz gutural procedente del interior nos invitó a entrar, y mi guía abrió la puerta y me cedió el paso.

Quizá no fue una sorpresa encontrar una suntuosa cama con dosel y cortinas de encaje blanco dominando la estancia. Todo en el interior apuntaba a dinero y gusto refinado, más propio del dormitorio de una duquesa que del camarín de una prostituta. Sentada al tocador, en un rincón, había una mujer que di por sentado que se trataba de Mairi la Ojosnegros.

Dada la imagen mental alumbrada por la descripción de Yancey, debo admitir que me sentí decepcionado. Era una tarasaihgna de pelo oscuro, a un paso de la mediana edad. Era bastante atractiva, a pesar del par de kilos de más de la tripa, pero no era hermosa, y mucho menos preciosa. Entre ambas me habría quedado con la portera, más joven, más firme.

Pero entonces Mairi se volvió hacia mí y le vi los ojos, oscuros estanques negro azabache que retuvieron mi atención más allá de lo que dictaba la etiqueta, y de pronto no pude entender qué se había apoderado de mí para comparar a la mujer que tenía enfrente con la joven que me había conducido hasta allí. Sentí la boca seca e intenté no humedecerme los labios.

Mairi se levantó del trono con elegancia y cubrió la distancia que nos separaba, tendiéndome la mano con aire distraído.

—Gracias, Rajel, eso es todo —dijo Mairi en un nestrianno átono.

Rajel se inclinó ante ella antes de abandonar la estancia, y cerró la puerta al salir. Mairi guardó silencio mientras yo inspeccionaba el género.

—¿Hablas nestrianno? —preguntó.

—Nunca he tenido oído para las lenguas.

—¿De veras? —Me miró a los ojos y rompió a reír—. Creo que me estás mintiendo.

No se equivocaba. Hablaba nestrianno, no como si fuera mi lengua materna, pero sí lo bastante bien para que nadie me timara de camino a la
Cathédrale
de los Daevas de Maletus. En el primer año y medio de guerra, mi sector de las trincheras pisó las líneas nestriannas. Eran una pandilla de tipos bastante decentes, para tratarse de campesinos zarrapastrosos. Su capitán perdió los papeles y se puso a llorar cuando se supo que sus generales habían firmado un armisticio por separado, claro que el odio y la incompetencia por parte de la plana mayor fue algo común a todos los bandos durante nuestro desdichado conflicto.

Mairi pestañeó con una sonrisa en los labios.

—Deberías ser consciente de haber revelado más mintiéndome que respondiendo con sinceridad.

—¿Y qué es eso que he revelado?

—Que el engaño te resulta más natural que la honestidad.

—Puede que únicamente pretenda encajar en todo lo que me rodea, ¿o acaso fueron auténticos todos los gemidos que reverberaron entre estas paredes?

—Todos. Hasta el último de ellos. —Pronunció muy lentamente estas palabras. Había un mueble en un rincón, tomó la jarra que descansaba en él y sirvió dos copas de un humeante combinado, una de las cuales me tendió—. ¿Por qué brindamos? —preguntó con un tono que distaba un paso de la lascivia.

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