—Ni idea. Quizá.
—¡A éste no se le escapa ni una! Lo ve todo, todo lo que pueda verse.
—¿Has oído algo acerca del hijo de Meskie? —pregunté, interrumpiendo las alabanzas de Adolphus.
Wren se miró los pies.
—Acércate y asegúrate de que la gélida haya terminado la investigación superficial que ha llevado a cabo.
—¿Qué significa «superficial»?
Apuré la taza de café.
—Pues que no es seria.
Subí a mi cuarto a coger el armamento y aspirar un poco de aliento de hada. Esa vez había sido un niño. ¿Qué relación había entre las víctimas? Las tres eran niños, de raza y sexo distintos, todos de la parte baja de la ciudad, lo que no me revelaba nada, excepto que resulta mucho más sencillo secuestrar a un pilluelo que a un noble.
Repasé mi entrevista de la pasada noche con Beaconfield. ¿Habría dado por terminada nuestra reunión, el muy enfermo hijo de puta, para darse la vuelta y secuestrar al primer crío que se le cruzó en el camino? ¿Estaba Avraham oculto en algún rincón de la finca de la Hoja, atado a una silla, llorando, a la espera de la tortura que se le avecinaba?
Aspiré de nuevo e intenté despejarme la cabeza. Aún no tenía nada que apuntara a la culpabilidad de la Hoja, y si forzaba la mano y me equivocaba, supuse que el Viejo no se compadecería de mí. Mejor seguir la pista antes que perder el rastro adelantándose a él.
Aspiré una última vez y devolví el frasco al interior de la bolsa. Siempre me cayó bien Meskie, a pesar de lo poco que la había tratado. No me volvía loco la perspectiva de entrometerme en su dolor, aunque fuera con el propósito de asegurarme de que fuese la última madre que lamentaba la pérdida de un hijo.
El aliento me libró de la torpeza matutina. Me sentí de nuevo despejado. Había llegado el momento de poner manos a la obra. Cogí la casaca y bajé la escalera.
Wren me esperaba al pie, tenso como un músculo.
—Está sola. La ley va y viene.
Asentí, y él me siguió al exterior.
En invierno se vive mal en la parte baja de la ciudad, aunque no tanto como en verano, cuando el ambiente se lena de hollín y todo lo que no se ha podrido se quema bajo el sol ardiente, pero se vive mal de todos modos. La mayor parte de los días, la niebla espesa de las fábricas se congela en un miasma que flota a la altura de la garganta, y entre eso y el frío, los pulmones tienen que trabajar el doble sólo para respirar.
Pero sucede de vez en cuando que una fuerte corriente del sur supera las colinas y barre la ciudad de la neblina que la amortaja. El sol irradia esa perfecta mezcla de luz que ofrece a veces en lugar de calor, e incluso te parece ver hasta el muelle, e incluso te parece que querrías hacerlo. Fui niño en días así, cuando todas y cada una de las paredes que se alzaban ante mí lo hacían para que trepara por ellas, y todos los edificios vacíos exigían de mí que los explorase.
—¿Lo conocías? —preguntó Wren.
Eso puso las cosas en su lugar. Después de todo no habíamos salido a dar un paseo matutino.
—En realidad, no. Meskie tiene un montón de críos —respondí.
—Supongo que hay muchos niños en la parte baja de la ciudad, ¿eh?
—Supongo.
—¿Por qué él?
—Eso, ¿por qué?
Había ido a casa de Meskie una o dos veces para llevarle encargos de Adeline. Siempre me había invitado a tomar una taza de café; de hecho, insistía en ello. Su casa era modesta, pero la tenía muy bien cuidada, y sus niños eran un ejemplo de educación. Quizá me crucé con él el día anterior sin darme cuenta, una ofrenda más a Quien Aguarda Tras Todas las Cosas de parte de su congregación más devota.
Si Avraham hubiera muerto, la casa estaría llena de familiares y amigos. Las mujeres llorarían y habría montañas de alimentos recién preparados. Pero como sólo había desaparecido, el vecindario no sabía cómo responder, y los habituales gestos de compasión habrían sido prematuros. Los únicos presentes, aparte de Meskie, eran las cinco hijas, que encontré de pie, muy juntas, y que me miraron aturdidas en silencio.
—Hola, chicas. ¿Está dentro vuestra madre?
La mayor cabeceó en sentido afirmativo. Su cabello negro azabache se movió al compás del gesto.
—Está en la cocina.
—Muchacho, espera aquí con las hijas de la señora Mayana. No tardo nada en volver.
Wren me pareció incómodo. Para él, cualquier niño domesticado pertenecía a una especie diferente, sus juegos habituales eran incomprensibles, y la charla que pudieran ofrecerle no se diferenciaba gran cosa de una lengua extranjera. La niñez le había dejado una marca profunda, y el
statu quo
no cuenta con un defensor más riguroso que un adolescente.
Pero tendría que soportarlo unos minutos más. Aquel asunto ya era bastante delicado como para tener a un muchacho a mi lado.
Llamé a la puerta con suavidad, pero no obtuve respuesta, así que entré. Estaba a oscuras, los candelabros de pared no estaban encendidos y habían corrido las cortinas. Un pasillo llevaba a la cocina, donde encontré a Meskie inclinada sobre una amplia mesa, en cuya superficie había extendido la carne oscura, como manchas de tinta recortadas sobre serrín. Carraspeé, pero o no me oyó, o bien optó por no responder.
—Hola, Meskie.
Inclinó un poco la cabeza.
—Me alegro de volver a verte —dijo con un tono que sugería lo contrario—. Pero me temo que hoy no estoy para lavar nada. —Había desesperación en su rostro, pero tenía la mirada clara y la voz firme.
Reuní el coraje para continuar.
—He estado atento a algunas de las cosas que han sucedido en el vecindario estas últimas semanas. —No respondió. De acuerdo. Yo era el intruso, y había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa—. Fui yo quien encontró a Tara. ¿Lo sabías?
Negó con la cabeza.
Intenté dar con una explicación que justificara el hecho de verme ahí, llamando a la puerta antes de mediodía. No era más que un extraño que hollaba la frontera de su intimidad para sonsacarle información acerca de su hijo, que probablemente había muerto.
—Tenemos que cuidar lo mejor posible de los nuestros. —Sonaba más pueril dicho así, en voz alta, de lo que lo hizo mentalmente.
Alzó poco a poco la vista para mirarme a los ojos, sin decir nada. Luego se dio la vuelta y masculló:
—Enviaron un agente. Me preguntó por Avraham. Me tomó declaración.
—La gélida hará lo que pueda. Pero no oyen lo que yo, y lo peor es que no siempre escuchan. —Eso era todo lo que tenía que decir respecto a Black House—. Intento averiguar si había un hilo común que relacionara a Avraham con las niñas, algo acerca de él que llamara la atención, algo único... —Dejé a medias la frase, no muy convencido.
—Es muy callado —respondió—. No habla mucho, no como las niñas. Hay días en que se levanta temprano y me ayuda con la labor. Le gusta amanecer antes que el resto de la ciudad, dice que lo ayuda a oír mejor las cosas. —Negó con la cabeza, y las cuentas con que se había decorado el cabello reflejaron la poca luz de la estancia—. Es mi hijo, ¿qué quieres que te diga?
Supongo que no podía ser más sincera. Sólo un insensato preguntaría a una madre qué hacía de su hijo alguien especial. En lo que a ella respectaba, hasta la última de sus pecas, pero eso no me serviría de gran cosa.
—Lo siento, he sido muy torpe. Pero necesito entender por qué Avraham... —Me costó dar con un eufemismo que introducir a esa altura de la frase—. Por qué Avraham ha desaparecido.
Quiso decir algo, pero las palabras se le atragantaron.
—Ibas a decir algo —dije con toda la delicadeza de la que fui capaz—. ¿Qué era?
—No importa. No tiene nada que ver con esto.
—A veces sabemos más de lo que pensamos. ¿Por qué no me cuentas de qué se trata?
Su cuerpo parecía expandirse y contraerse con cada respiración, como si la única cosa que la mantuviera erguida fuese el aire que le llenaba los pulmones.
—En ocasiones sabía cosas que no podía conocer, detalles acerca de su padre, y otras cosas que nunca le había contado y de las que nadie le había hablado, pero él se limitaba a sonreír con esa rara sonrisa suya y... y... —De pronto su compostura, que hasta aquel momento se había revelado firme como la roca, se quebró por completo. Hundió el rostro en las manos y rompió a llorar con toda la fuerza de su corpachón. Intenté pensar en un modo de calmarla, pero no pude. La empatía nunca ha sido mi fuerte.
—Tú lo salvarás. La guardia no puede hacer nada, pero tú me lo devolverás, ¿verdad? —Me aferró con fuerza por la muñeca—. Te daré lo que quieras.Te pagaré cualquier cosa, todo lo que tenga, por favor. ¡Encuentra a mi hijo!
Despegué sus dedos con toda la delicadeza que pude. No podía decirle a una madre que no volvería a ver a su hijo con vida, pero tampoco quería mentirle, ni hacerle una promesa que nunca podría cumplir.
—Haré lo que pueda.
Meskie no era una insensata y entendió qué quería decir. Se puso las manos en el regazo, recurriendo a la fuerza de voluntad para templar los nervios.
—Claro —dijo—. Comprendo. —En su rostro había la calma terrible que sobreviene cuando se entierra la esperanza—. Ahora está en manos de Sakra.
—Todos lo estamos —dije, aunque dudé de que sirviera más a Avraham de lo que nos servía al resto. Pensé en darle algo de dinero, pero no quise insultarla. Adeline se acercaría más tarde con comida, aunque Meskie no la necesitara. Los isleños son una comunidad muy unida y los vecinos cuidarían de ella.
Wren me esperaba fuera, entre las hijas de Meskie. Al contrario de lo que aseguraba su madre, eran muy calladas.
—Es hora de marcharse.
El muchacho se volvió hacia las niñas.
—Lo siento —dijo. Probablemente era la primera cosa que decía desde que lo dejé a solas con ellas.
La más joven rompió a llorar, y se metió corriendo en la casa.
Wren se sonrojó e hizo ademán de disculparse, pero puse la mano en su hombro y cerró la boca. Caminamos de vuelta a El Conde envueltos en nuestro silencio de costumbre, que por algún motivo se me antojó más hondo que nunca.
Dejé al joven en la taberna y fui a visitar a Yancey. Cuantas más vueltas le daba a la conversación de la pasada noche con Beaconfield, menos me gustaba. Sabía dónde dormía: en ese aspecto no había nada que pudiera hacerse. Pero si la Hoja decidía actuar, antes se encargaría del Rimador, y en cuanto a esa posibilidad sí había algo que yo podía hacer.
Llamé a la puerta. Al cabo de un instante la abrió la madre de Yancey, una isleña cincuentona, mayor pero atractiva, cuyos ojos castaños me sonrieron llenos de vitalidad.
—Buenos días, señora Dukes. Qué placer veros de nuevo, tras una ausencia tan prolongada. —Había algo en mamá Dukes que me empujaba a dispensarle el trato reservado a la nobleza.
Ella despreció el cumplido con un gesto y me abrazó. Luego me apartó un poco, al tiempo que me cogía de las muñecas con sus manos de largos dedos.
—¿Por qué no has venido a verme últimamente? ¿Te has buscado una chica?
—El trabajo me ha tenido ocupado, ya sabéis lo que es.
—Lo sé todo acerca de tu clase de trabajo. ¿Y a qué viene tanta formalidad?
—No os dispenso mayor deferencia de la que se debe a una matriarca tan reverenciada.
Rió al tiempo que tiraba de mí para llevarme al interior.
La casa de Yancey era cálida y luminosa sin tener en cuenta cuál fuera la estación. Los isleños eran tenidos por los mejores marinos de las Trece Tierras, y servían principalmente en la Armada imperial. Fiel a la tradición, su hijo mayor había aceptado el cobre de la reina y pasaba embarcado nueve meses al año, a pesar de lo cual la casa estaba atestada, llena de objetos comprados en puertos extranjeros y la colección de tambores e instrumentos curiosos que había reunido Yancey. Mamá Dukes me llevó a la cocina, donde me señaló un taburete.
—¿Has comido? —preguntó, sirviéndome un plato hondo lleno de las cosas que había preparado en la montaña de ollas, cacerolas y sartenes humeantes.
De hecho no había comido, pero no importaba. El almuerzo consistía en pescado a la plancha y verdura que comí con apetito.
Cumplido con el papel de anfitriona, mamá Dukes se acomodó en una silla frente a mí.
—Te ha gustado, ¿eh?
Murmuré algo en sentido afirmativo, pues tenía la boca llena de cebolla y pimiento.
—Es una receta nueva. Me la dio una amiga, Esti Ibrahim.
Engullí otro pedazo de bacalao. Nunca fallaba. En algún punto de los últimos años, mamá Dukes había llegado a la conclusión de que todos mis problemas derivaban de la ausencia en mi vida de una buena mujer isleña con quien compartir cama, alguien que me preparase la comida, y había tomado la decisión de compensar esa falta. Hacía que mis visitas fuesen algo agotadoras.
—Es viuda y tiene un pelo precioso. No está nada mal.
—No estoy seguro de que yo sea una apuesta estable en este momento. Recordádmela la próxima vez que nos veamos.
Ella hizo un gesto de negación con la decepción reflejada en su rostro.
—¿Has vuelto a meterte en líos? Por el Primogénito que siempre tienes que liarla. Ríe todo lo que quieras, pero ya no eres un niño. De hecho, te acercas más a mi edad que a la de Yancey, ¿me equivoco?
Esperaba que eso no fuera cierto, aunque podía muy bien serlo.
—Está en el tejado. —Me dio un golpe en el brazo con un trapo húmedo—. Dile que el almuerzo está esperando a que decida si tiene hambre. —Sus ojos se aceraron—. Ah, y procura mantenerlo al margen de cualquier asunto que te traigas entre manos. No olvides que en mi casa eres un invitado.
Le di un beso en la mejilla, y subí la escalera.
La casa de Yancey se alza sobre Beggar’s Ramparts, un cañón pronunciado que actúa como división tácita entre los isleños y los ciudadanos blancos del muelle. La grieta se llena de basura hasta el suelo, y basta con echarle un vistazo para que uno se olvide de cualquier sugerencia que apuntara a que se trata de un aportación positiva para el paisaje. Desde lo alto, ese quiebro en el perfil de la ciudad resultaba tranquilizador. Cuando llegué arriba, el Rimador encendía vid del sueño liada en una hoja de banana. Compartimos el pitillo y contemplamos el paisaje durante unos instantes de calma.
—Necesito dos favores —empecé diciendo.
Yancey tenía una de las mejores risas que jamás había oído, era rica en matices, llena. Todo su cuerpo sufría sacudidas empujado por la alegría.