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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (21 page)

BOOK: Bajos fondos
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—No, no la recuerdo.

—La llaman la Zorra de Hielo.

Era la clase de bromita que supuse que habría circulado entre los cerebros de Black House, gente misógina y falta de originalidad. Guiscard se ofendió un poco al ver que no me hacía gracia, y optó por cambiar de tema.

—Por cierto, ¿cómo sucedió?

—¿El qué?

—Lo de tu expulsión.

El isleño corrió el último cerrojo y abrió la puerta, forcejeando con el pesado hierro.

—Envenené al príncipe consorte.

—El príncipe consorte está vivo.

—¿De veras? Entonces, ¿a quién coño asesiné?

Tardó un instante en caer en la cuenta.

—No tendrías que hablar tan a la ligera de la familia real. —Suspiró con fuerza, como si hubiera salido vencedor del intercambio, luego se dio la vuelta y cubrió a grandes trancos el hediondo pasadizo de piedra. Cuánto más nos adentrábamos, peor olía. Era una mezcla desagradable de moho y carne humana. Guiscard pasó frente a casi una docena de puertas antes de escoger una y abrirla.

El cuarto mostraba la obsesiva organización que sugiere una mente deshilachada, tanto como pueda hacerlo el caos más absoluto: hileras e hileras de cajas etiquetadas sobre estantes polvorientos, y un suelo tan limpio que podía comerse en él como en un plato, como si hubiera algún motivo que pudiera llevarte a cenar en el suelo. Aparte de esta pulcritud, no había nada que diera la impresión de que allí trabajaba alguien. El escritorio apoyado contra la pared posterior carecía de efectos personales, y también de los objetos habituales que caracterizan un espacio de trabajo: el lápiz, el papel, la tinta, los libros. Podría haberse dado por sentado que no se trataba más que de un espacio de almacenamiento bien cuidado de no haber sido por el cadáver que descansaba en una losa situada en mitad de la sala y la mujer inclinada sobre él.

No podría considerársela hermosa, puesto que había demasiado hueso donde habría sido menester pellizcar carne, pero podría haber pasado por atractiva sin el ceño fruncido que afeaba el conjunto. A juzgar por su altura y el color de la piel, tan blanca que era fácil distinguir el trazo azul de las venas que le recorrían el cuerpo hasta el cuello, era vaalana.Y no había nacido en la ciudad. Me pregunté qué serie de sucesos la habrían traído a ese lugar desde el gélido norte y las islas diminutas que habita su pueblo. Tomada por partes había mucho de atractivo en ella, un cuerpo agraciado, extremidades largas y finas, mechones de pelo pajizo que le caían sobre los hombros, todo ello anegado en su complexión delgada. Levantó la vista al abrirse la puerta, nos lanzó una arrebatadora mirada con unos ojos que la costumbre habría etiquetado como azules, cuando en realidad eran casi acromáticos, y luego volcó de nuevo la atención en el cadáver que descansaba sobre la mesa.

No me pareció del todo imposible discernir el origen de su apodo.

Guiscard me dio un codazo y reparé en que había recuperado la sonrisa burlona, como si compartiéramos un chiste privado, pero no me caía bien, e incluso si hubiese sido así, no tenía tiempo para bobadas. Finalmente habló:

—¿Adivina Uys?

Ella respondió con un gruñido y siguió tomando notas. Esperamos a ver si era capaz de imponer la cortesía social de la que hablan los libros a la reacción, por naturaleza desconfiada, propia de la especie humana. Cuando se hizo obvio que no lo haría, Guiscard carraspeó y prosiguió. En contraste con la adivina, no pude evitar sentirme impresionado por su elegante flema. Me pregunté cuántos años habría necesitado en la escuela para perfeccionar ese truco.

—Éste es...

—Reconozco a tu invitado, agente. —Rascó la hoja con la pluma como si se vengara de algún acto pretérito de crueldad. Después, aclarado ya que nos consideraba a ambos muy por debajo en importancia de la conclusión de su papeleo rutinario, se dignó a ofrecernos su atención—. Lo he visto honrar este edificio anteriormente. Hace unos años.

Ahí me cogió por sorpresa. Se me dan bien las caras, más que bien; es uno de los pocos requisitos que han demostrado ser constantes en los empleos que he tenido. Claro que aquellos últimos seis meses en operaciones especiales fueron... frenéticos. Bien sabe Sakra que me perdí unas cuantas cosas.

—Por tanto podemos saltarnos las presentaciones. Pero mientras estés aquí, quizá puedas aclararme qué coño está haciendo él en la Caja, porque a juzgar por la cantidad de veces que he oído cómo los miembros de tu organización arrastraban su nombre por el fango, entiendo que ya no está a buenas con Black House.

Se me escapó la risa, en parte por lo gracioso del comentario y en parte para descolocarla. Lo cierto es que pareció sorprendida por mi reacción. Por una vez, su habilidad para ofender no había alcanzado el resultado deseado.

Guiscard se acarició la pelusilla que le asomaba bajo la nariz, pensando en qué responder. Tampoco él tenía muy claro a qué se debía mi presencia allí ni quién había decidido incorporarme a la investigación, aunque, obviamente, el decoro y su inamovible prepotencia le impedían admitirlo.

—Son órdenes de arriba.

Ella entornó los ojos, presa de una furia descontrolada, dispuesta a dar rienda suelta a la cólera. De pronto se calmó, pestañeando como si se hubiera extraviado. Se cogió a la mesa. Lentamente se incorporó y se me quedó mirando con una intensidad perturbadora.

Había presenciado suficientes ataques similares para saber que había tenido una visión.

—Si has visto los números de la lotería de mañana, vamos a medias.

Siguió inmóvil, mirándome, sin reparar en el chiste.

—De acuerdo —dijo al cabo, antes de volverse hacia el cadáver que había sobre la mesa—. La niña se llamaba Caristiona Ogilvy, trece años de edad y de ascendencia tarasaighna. La secuestraron hace dos días en un callejón próximo a la tienda de su padre. Su cadáver no presenta indicios de forcejeos, ni ninguna prueba apunta a que la atasen.

—¿Drogada? —preguntó Guiscard.

No le gustaba que la interrumpieran, ni siquiera cuando la interrupción formaba parte del tira y afloja propio de toda conversación.

—Yo no he dicho eso.

—Doy por sentado que no permitiría que nadie la asesinara sin al menos protestar.

—Tal vez confiaba en quien fuera que la secuestró —aventuré—. Pero voy a suponer que tienes una teoría que no ves el momento de compartir con nosotros.

—En eso estoy. La herida de la garganta fue la causa de la muerte...

—¿Estás segura? —bromeó Guiscard, intimidado por ella e intentando quitar hierro a la situación, pero era incapaz de comprender que por condicionado que estuviera para tomarse cualquier cosa que ella dijera como un insulto personal, no era así.

El labio superior de la mujer, prieto con fuerza contra el inferior hasta dibujar una línea imperceptible, se frunció de nuevo hacia arriba hasta desnudar los caninos, y sus ojos centellearon anticipando el conflicto que se avecinaba.

Por mucho que me agradase la idea de ver cómo le apretaban una o dos tuercas a Guiscard, había sido una larga jornada, y de verdad que no tenía ni tiempo ni ganas para ello.

—¿Qué más puedes contarnos?

Ella volvió la cabeza hacia mí, y en su quebradiza palidez cadavérica y la precisión de movimientos me recordó a un cernícalo en busca de su presa, pero yo no soy Guiscard, cosa que comprendió al cabo de pocos segundos. Dedicó una mirada fugaz al agente, quien, si no había escondido la cabeza bajo el brazo, agradeció el indulto, pues ella añadió:

—Como he dicho, la muerte la causó la herida de la yugular. El cadáver no presenta otras heridas, ni indicios de abuso sexual. Se desangró antes de que se deshicieran del cadáver esta mañana.

Medité acerca de aquello.

—Eso en lo que concierne a las pruebas físicas. ¿Te ha llegado algo tras el contacto con el cadáver?

—No gran cosa. El eco del vacío es tan denso que ahoga casi todo lo demás. E incluso si lo hago a un lado no obtengo nada. El responsable de esto borró bien sus huellas.

—El kireno, el que secuestró a Tara, trabajaba en una fábrica de pegamento. Di por sentado que había frotado el cadáver con lejía, o con una sustancia química capaz de entorpecer tu labor. ¿Ha sucedido lo mismo en este caso?

—No veo cómo. Yo no tomé parte en el caso Potgieter, y no tuve ocasión de investigar la escena nada más hallarse el cuerpo. Ese truco del ácido pudo servirle con alguno de mis colegas de menor talento, pero yo habría sido capaz de encontrar el modo de salvar ese obstáculo. No obstante, visité la escena del crimen de quien la asesinó, y la... cosa que lo mató poseía la misma resonancia que capté en Caristiona.

Eso me lo había imaginado. Era prácticamente imposible que aquellas muertes no estuviesen relacionadas, aunque me alegró obtener una confirmación oficial.

—¿Intuiste alguna otra relación con Tara? —intervino Guiscard.

—No, la muestra que tenía de ella estaba muy deteriorada. —Negó de nuevo con la cabeza, muy contrariada—. Me habría ido mejor si hubierais tenido los huevos de haceros con un pedazo de ella, en lugar de permitir que se pudra bajo tierra.

No solemos airearlo, pero para un adivino lo mejor no es un mechón de pelo, sino la carne. No tiene que ser mucha, basta con un pellizco. Los buenos te insisten con ello, y cuando pertenecía a la gélida me aseguraba de proporcionárselo siempre que me era posible. Un meñique, a veces una oreja, si no contábamos con que el muerto fuese enterrado en un féretro abierto. No me cabía la menor duda de que si registraba los estantes meticulosamente etiquetados de la adivina encontraría frasco tras frasco de carne adobada, restos de fibras y tendones que flotaban en salmuera.

Este último insulto motivó una réplica por parte de Guiscard:

—¿Qué se suponía que debía hacer, Marieke? ¿Colarme antes de que se celebrara el funeral público armado con un par de tijeras de podar?

La Zorra de Hielo entornó los ojos hasta reducirlos a rendijas oscuras al tiempo que apartaba la sábana que cubría el cadáver. El sudario cayó al suelo. El cuerpo de la niña yacía rígido, tenía los ojos cerrados y el cuerpo blanco como la sal.

—Estoy segura de que apreciará tu necesidad de defender el decoro —replicó a su vez Marieke, fría en su ferocidad—. Como no me cabe duda que hará la próxima víctima.

Guiscard apartó la mirada. Costaba mantenerla firme.

—Dijiste que no tenías mucho que contarnos. —Y cuando me pareció que la pausa había durado lo suficiente, pregunté—: ¿Qué has reservado para el final?

La pregunta siguió a una afirmación inocua que, no obstante, la llevó a meditar unos instantes para asegurarse de que no había motivos para ofenderse, que no había presuntos insultos a los que fuera necesario replicar.

—Como ya he dicho, no tuve ninguna visión procedente del cadáver, y las adivinaciones que he experimentado han resultado inútiles. Pero hay algo extraño, algo que no había visto nunca hasta ahora.

Guardó silencio, y supuse que era mejor dejar que se tomara su tiempo antes que meterle prisas y arriesgarme a ser objeto de su ira.

—Hay una... —Hubo una nueva pausa, que aprovechó para ordenar sus pensamientos y traducirlos a una lengua que no había desarrollado voces que expresaran el amplio abanico que abarcaban sus sentidos—. Un aura, una especie de fulgor que anima el cuerpo. Podemos leerlo, seguirlo a veces, seguirle la pista hacia atrás desde el momento de la muerte, verlo en el entorno en que vivía el muerto, en las cosas que le importaban.

—¿Te refieres al alma? —preguntó Guiscard, escéptico.

—No soy un jodido sacerdote —replicó ella, aunque, francamente, con la de tacos que soltaba ya nos habíamos dado cuenta de ello—. No sé qué coño es, pero sí sé que no está presente ahora, y debería. El responsable de esto le arrebató algo más que la vida.

—¿Sugieres que fue sacrificada?

—No puedo afirmarlo con seguridad. Se trata de un caso peculiar, nunca había visto algo parecido. En teoría, el asesinato ritual de un individuo, especialmente un niño, genera un cúmulo de energía, la clase de energía que puede emplearse para iniciar una obra de inmenso poder.

—¿Qué clase de obra?

—No hay modo de precisarlo.Y si lo hay, yo lo ignoro. Pregunta a un practicante, quizá pueda informarte con mayor detalle que yo.

Y era lo que pensaba hacer, en cuanto tuviera ocasión. Guiscard me miró para asegurarse de que no había nada más que preguntar.Yo negué con la cabeza e inició la retirada.

—Muy agradecidos por tu ayuda, adivina, como siempre. —Guiscard era lo bastante listo para conocer el valor de mantener una relación de trabajo fluida con alguien tan competente como la Zorra de Hielo, por mucho que su idiosincrasia dejara que desear.

Marieke despreció con un gesto su muestra de gratitud.

—Voy a efectuar algunos rituales más, para ver si puedo sacar algo en claro antes de que la entierren mañana. Pero yo no esperaría gran cosa. Limpiaron bien el rastro, fueron muy concienzudos.

Me despedí con un gesto que ella ignoró, y Guiscard y yo nos dirigimos hacia la puerta. Pensaba en los próximos pasos cuando oí que ella me llamaba.

—Eh, tú, espera —ordenó, y estaba claro a quién de los dos se dirigía. Señalé a Guiscard el pasillo para que siguiera adelante.

Marieke me dedicó una larga mirada penetrante, como si intentara verme el alma a través de la caja torácica. Fuera lo que fuese que creyó ver a través de mi masa de hueso y músculo pareció bastarle, porque al cabo de un momento extendió el brazo hacia el cadáver.

—¿Sabes qué es eso? —preguntó, señalando la cara interna de los muslos de la niña y los casi imperceptibles bultos rojos que presentaba.

Intenté hablar, pero no me salieron las palabras.

—Averigua qué coño está pasando —dijo, reemplazada por el miedo su perpetua amargura—.Y hazlo rápido.

Me di la vuelta y salí caminando con paso torpe.

—¿Qué quería? —me preguntó luego Guiscard.

Pasé de largo junto a él sin responder.

Wren estaba de pie a su lado, y cuando fue a decir algo le puse la mano en el hombro y le propiné un empujón. El muchacho tuvo el sentido común necesario para echar a andar sin decir palabra.

Afortunadamente, porque en ese momento yo era tan capaz de conversar como de volar. Los pensamientos me daban tumbos en la cabeza, tan rápido que apenas podía respirar, tanto como para echar al traste lo que me quedaba de equilibrio, ya maltrecho por los sucesos de la jornada.

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