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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (30 page)

BOOK: Bajos fondos
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Pero si yo tenía problemas, comprendí que a Crowley y su banda no les iba mucho mejor. En las paredes grises reverberaban los gritos airados de mis perseguidores, lo que aportaba un ímpetu innecesario a mis movimientos.

Abandoné la cobertura que me proporcionaba el laberinto de callejuelas en favor del amplio bulevar que bordea el canal. Ahí el canal alcanza su punto más amplio, justo al sur del río Andel, donde el puente de Rupert le cubre los hombros. Recorrí a la carrera el trecho que me separaba del pie de la escalera y ascendí el arco de piedra caliza. En un día cualquiera, esa zona estaría atestada de transeúntes dirigiéndose hacia sus destinos, así como visitantes disfrutando del paisaje, pero con el mal tiempo que hacía yo era el único presente. Al menos al principio.

Procedente del otro lado, con un cuchillo de hoja larga y curva apoyado en el brazo, se encontraba el tipo flacucho a quien había visto seguirme antes de topar con Crowley. Me pareció más corpulento que antes. A mi espalda, el miradno abandonaba la entrada del callejón. No pude distinguir sus facciones en la densa bruma.

Me detuve en mitad del puente de Rupert, pensando desesperadamente en cómo salir de ahí. Me debatía entre correr como alma que lleva el diablo e intentar rebasar al matón, para aumentar después la distancia que nos separaba, pero iba desarmado y probablemente me entretuviera lo suficiente para dar tiempo a que los demás se reunieran con él y me hicieran pedazos. Detrás oí a Crowley maldecir mi estampa y prometerme un castigo ejemplar. Me bastó con un rápido vistazo para localizarlo detrás del miradno, que redujo el paso para que el resto se reuniera con él antes de acortar la distancia que lo separaba de mí.

A veces el éxito depende de complejas estrategias: el sacrificio de un peón, un alfil arrinconado. Sin embargo, sucede más a menudo que todo depende de la velocidad y la sorpresa. A Crowley nadie lo confundiría con un genio, pero yo no era el primer desgraciado al que había perseguido por las calles de Rigus. Le habrían bastado unos segundos de sesuda reflexión para comprender que yo preferiría darme un baño antes que dejarme atrapar por sus matones. Pero cuando dobló la esquina aún no había procesado esa posibilidad, así que se quedó helado cuando me subí a la barandilla y me lancé de cabeza al canal.

La capa de hielo no era tan fina como me lo pareció desde el puente, y al romperla me di un buen golpe en el hombro. Sin embargo, no tuve ocasión de acusar el dolor mucho tiempo, porque el agua fría me anestesió hasta el hueso. Me las apañé para librarme de la casaca y quitarme las botas, después de desatarme los cordones con dedos entumecidos.

Crowley supondría que iba a nadar río abajo, pero nunca he sido un gran nadador y no confiaba en mis posibilidades de dejarlos atrás. En lugar de ello me sumergí más. El cauce estaba atestado con los desperdicios de la ciudad, el agua era demasiado opaca para ver a través de ella, aun en el caso de haber sido capaz de abrir los ojos, así que confié en que Crowley mordiese el anzuelo. Contuve el aliento tanto cuanto pude, luego salí a la superficie en busca de oxígeno, levantando la capa de hielo unos centímetros sobre el agua, antes de sumergirme de nuevo hasta el fondo. No podía mantener esa situación mucho más tiempo. Empezaba a sentir las extremidades flojas, pesadas, y los movimientos eran cada vez más difíciles, porque la voluntad de mi cuerpo de obedecer mis órdenes disminuía a cada segundo.

Subí a por aire dos veces más, antes de que el frío fuera insoportable, momento en que nadé en dirección a la orilla oeste y salí del agua. Permanecí unos segundos tumbado en el sucio empedrado, queriendo moverme, pero mi cuerpo malherido no atendía a mis demandas. Pensar en lo que sucedería si Crowley y sus hombres me encontraban, es decir, la amenaza de la tortura y la muerte, me proporcionó la energía necesaria para ponerme en pie.

Cualquier otra tarde mi treta habría quedado en nada, porque me hubieran visto salir del río y me habrían alcanzado, pero la bruma que se extendía por la bahía era tan densa que redujo la persecución a una labor casi imposible. Crowley se había tragado el engaño. Oí sus gritos a lo lejos. Intentaban determinar dónde me habían perdido la pista.

Supe que nunca lograría regresar a El Conde. Ni siquiera lo intenté, me limité a caminar en dirección sur por una callejuela lateral a buen paso. El viento me daba con fuerza en la cara, y sentí la peculiar sensación de que el pelo se me helara. Si no me quitaba la ropa húmeda y me sentaba en seguida ante un buen fuego, el frío haría lo que Crowley había sido incapaz de lograr. Puede que fuese menos doloroso, pero igual de permanente.

Recorrí las tortuosas y angostas calles mientras la visión se me emborronaba y me subía a la cabeza un fuerte dolor procedente del pecho. Sólo me quedaban unas manzanas por recorrer, y supuse que si lo lograba habría valido la pena.

Pasé de caminar a buen paso a simplemente caminar. El avance era cada vez más lento, y terminé cojeando.

Otro paso.

Otro.

Superé la piedra blanca con una asombrosa falta de dignidad, despellejándome las rodillas, porque incluso la muralla baja me resultaba difícil con las extremidades heladas. Caí al suelo de cabeza ante la torre. Me tanteé el pecho en busca del ojo de Crispin, pensando que me bastaría con eso para burlar las defensas del Aerie, pero los dedos no me respondieron, y de todos modos supe que nunca lograría recurrir a la concentración que exigían sus poderes. Me puse en pie y golpeé inútilmente la puerta. El viento se llevó mis ruegos de que me abrieran.

La gárgola permaneció en silencio, mudo testigo del instante en que caí de bruces en el suelo.

CAPÍTULO 30

En pleno verano, cuando tenía diecinueve años, Rigus contrajo la fiebre de la guerra. En las calles no se hablaba de otra cosa que no fuera el fracaso de la Conferencia Hemdell y las noticias de que nuestros aliados del continente, Miradin y Nestria, se habían movilizado para defender sus fronteras contra la amenaza dren. El canciller Aspith había solicitado un despliegue inicial de veinte mil hombres, que hasta entonces era el mayor contingente de soldados imperiales jamás reunido. Nadie suponía que aquel primer sacrificio resultaría no ser más que un primer haz de leña para un incendio que reduciría el continente a cenizas.

En los años transcurridos desde que terminó, había oído muchas razones distintas para explicar el porqué de aquella guerra. Cuando me enrolé, me contaron que agonizábamos debido a los compromisos adquiridos con nuestros hermanos de armas, pero se me escapaba por completo qué interés podía tener yo en asegurar la integridad territorial del vetusto Imperio miradno y su degenerado rey sacerdote, o de ayudar a los nestriannos a vengar las heridas causadas hacía quince años por la comunidad de naciones dren. No es que importara: los poderosos olvidaron el pretexto cuando nuestros eternos aliados se rindieron al cabo de dos años de iniciarse el conflicto.

Después, empecé a oír que mi presencia a cientos de kilómetros de casa era necesaria para proteger los intereses del trono en ultramar; para impedir que los dren se hiciesen con un puerto abrigado que les permitiría amenazar las dispersas joyas de nuestro Imperio. Un profesor a quien conocí, un cliente, intentó una vez explicarme que la guerra fue el fruto inevitable de lo que él denominó una vez «el papel creciente de los intereses financieros oligárquicos». Pero entonces ambos estábamos hasta las cejas de aliento de hada, y a mí me costaba horrores seguirlo. Había oído muchas explicaciones. ¡Que coño!, la mitad de la parte baja de la ciudad aún culpa de todo a los bancos isleños y a su preternatural influencia en la corte.

Pero recuerdo la fase en que se reunieron las fuerzas antes de la guerra, las filas atestadas en los centros de reclutamiento. Recuerdo las consignas: «¡Dren, esclavos! ¡Bien hondo vamos a enterraros!». Podían oírse en todos los bares de la ciudad, a cualquier hora del día o de la noche. Recuerdo la tensión del ambiente y los amantes despidiéndose en las calles, y puedo decir lo que pienso. Fuimos a la guerra porque ir a la guerra es divertido, porque hay algo que anida en el pecho humano que vibra en el aire ante el solo pensamiento de guerrear, aunque quizá no en la realidad de ver asesinados a tus compañeros. Librar la guerra no es divertido, librarla es tristísimo. Pero ¿empezarla? Vaya, empezar una guerra es mejor que una noche flotando en miel de daeva.

En lo que a mí respecta... En fin, pasar la niñez luchando con las ratas para ver quién se queda con los desperdicios no te inculca las virtudes de clase media nacionalistas y xenofóbicas que te hacen saltar a las primeras de cambio ante la oportunidad de matar gente que no conoces. Pero jugártela en el ejército supera la perspectiva de medrar otro día en el muelle, o al menos eso fue lo que pensé. El reclutador dijo que volvería al cabo de seis meses, me dio una buena armadura de cuero y un casco que no me encajaba del todo bien en el cráneo. No hubo mucho entrenamiento; de hecho, no vi una pica hasta que desembarcamos en Nestria.

Me enrolé con la primera oleada de reclutas, los Niños Perdidos —así nos llamaron cuando las bajas durante aquellos primeros meses terribles pasaron de los tres de cada cuatro a los cuatro de cada cinco—. La mayoría de los muchachos no sobrevivieron doce semanas. Buena parte de ellos murieron gritando, con un virote de ballesta o la metralla en las entrañas.

Pero eso era lo que me reservaba el futuro. Aquel verano caminé por la parte baja de la ciudad vestido con mi uniforme, y los ancianos me estrechaban la mano y peleaban por ver quién me pagaba las copas, y las chicas bonitas se sonrojaban en la calle cuando me cruzaba con ellas.

Nunca fui muy sociable, y dudo que el resto de los hombres del muelle llorasen mi ausencia, así que no tuve una despedida al uso. Pero dos días antes fui a visitar a las dos personas vivas que supuse que podían lamentar mi muerte.

Al entrar, el Crane me daba la espalda, y una corriente de aire fresco se filtraba a través de la ventana abierta. Sabía que el guardián ya lo había avisado de mi llegada, a pesar de lo cual me tomé mi tiempo antes de saludar.

—Maestro —dije.

Mostraba una sonrisa generosa, pero había tristeza en sus ojos.

—Pareces un soldado.

—De nuestro bando, espero. Confío en que no me abran en canal en el transporte que nos llevará allí.

Asintió con innecesaria seriedad. Al Crane no solía preocuparle la política, pues, como muchos de sus homólogos, tendía a interesarse por asuntos más esotéricos. A pesar de su posición de hechicero de primer rango, rara vez acudía a la corte y tenía poca influencia. Pero era un hombre de gran sabiduría, y creo que comprendió aquello que el resto de nosotros no supo ver: que lo que se avecinaba no terminaría para el solsticio de invierno, que en cuanto desencadenáramos a esa bestia llamada guerra no resultaría fácil volver a enjaularla.

No me dijo nada al respecto, por supuesto. De todos modos, yo no iba a cambiar de idea. Pero vi la preocupación en su rostro.

—Celia irá este otoño a la Academia. Tengo la sensación de que hará mucho frío en el Aerie este invierno, sin ella aquí.Y sin tus visitas, por muy infrecuentes que sean de un tiempo a esta parte.

—¿Has decidido enviarla?

—No redactaron la invitación como si de una solicitud se tratara. La Corona se ha propuesto consolidar a los practicantes de la nación en torno a su propia esfera de influencia. Nada de desperdigarse en torres aisladas por los páramos. No me entusiasma la idea, pero... poco puede hacer un hombre para enfrentarse al progreso. Es por el bien común, al menos eso me han dicho. Parece que últimamente son muchas las cosas que hay que sacrificar por ese nebuloso ideal. —Quizá, al caer en la cuenta de que la condena también podía aplicarse a mi situación, cambió el tono—. Además, le gusta la idea. Le hará bien pasar más tiempo en compañía de jóvenes de su edad, lleva años a solas con sus estudios. Hay temporadas en las que me preocupa que... —Negó con la cabeza, como quien pretende sacudirse los pensamientos—. Nunca planeé ser padre.

—Pues te has adaptado muy bien.

—No es nada fácil, ¿sabes? Creo que tal vez la traté desde el principio como si fuera un adulto, cuando comprendí que tenía talento para el Arte... A veces me pregunto si no me apresuré a adoptarla como aprendiza.Yo tenía doce años cuando me fui a vivir con Roan, el doble de su edad, por no mencionar que era varón. Aprendió cosas, se vio expuesta a ciertas... —Se encogió de hombros, resignado—. No se me ocurrió educarla de otro modo.

Nunca había oído compartir al Crane sus preocupaciones tan abiertamente. Me preocupó, y eso que ya tenía suficiente de qué preocuparme.

—No creo que tengas motivos para sentirte culpable, maestro. Se ha convertido en una joven espléndida.

—Por supuesto —respondió, asintiendo con exagerado vigor. Transcurrió un instante mientras se mordisqueaba el bigote—. ¿Te ha contado alguna vez lo que sucedió antes de que la encontraras? ¿Lo que le pasó a su familia? ¿Cómo sobrevivió en las calles?

—Nunca se lo pregunté. ¿Una niña tan pequeña? Dejé las cosas como estaban, preferí no obtener respuesta a esa pregunta, no profundizar demasiado en el asunto.

Asintió mientras daba vueltas a los mismos terribles pensamientos que yo.

—¿La visitarás antes de marcharte?

—Lo haré.

—Sé bueno con ella. Sabes que alberga sentimientos por ti.

No se trataba de una pregunta, y no repliqué.

—Me gustaría que mi Arte pudiera garantizar tu seguridad, pero no soy un mago de batalla. No creo que mi tiovivo, que gira sobre un eje inexistente, pueda serte de mucha utilidad en el frente.

—No, no lo creo.

—En tal caso, supongo que no tengo nada que ofrecerte, aparte de mi bendición. —Carecíamos de práctica, y el abrazo resultó algo torpe—. Ten cuidado —me susurró—. Por el amor de Sakra, ten cuidado.

Me fui sin responder, pues no tenía confianza en ser capaz de hablar sin emocionarme.

Bajé la escalera en dirección al cuarto de Celia, ante cuya puerta me detuve. Rasqué con los nudillos su superficie.

—Adelante —respondió una voz suave.

Estaba sentada en una esquina de la cama, una monstruosidad gigantesca que se daba de bofetadas con la modesta colección de animales disecados. Había estado llorando, pero hacía lo posible para ocultarlo.

—¿Al final lo hiciste? ¿Te alistaste?

—Era un requisito indispensable para obtener el uniforme.

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