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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (34 page)

BOOK: Bajos fondos
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—¡Me he cansado de ser el puto chico de los recados! —me gritó—. ¡No hago más que servir en la taberna y llevar mensajes de aquí para allá! Así que fui a buscarte, ¿qué hay de malo en ello?

—¿Que qué hay de malo en ello? —Fingí darle un golpe en el estómago, pero descargué un revés en su frente.Trastabilló hacia atrás, intentando mantener el equilibrio—. Ayer por la tarde unos tipos muy peligrosos hicieron grandes esfuerzos para matarme. ¿Qué habría sucedido si llegan a insistir y caen en la cuenta de que me estabas siguiendo? ¿Crees que tu juventud les habría impedido sacarte las entrañas?

—He sobrevivido hasta ahora —dijo, todo él acero y orgullo.

Perdí la compostura. Me surgió toda la ira como un torrente. Superé su guardia y lo empujé al callejón, presionándole el esternón con el antebrazo.

—Has sobrevivido hasta ahora porque eres basura, más insignificante que una puta rata. No vales ni el esfuerzo de matarte. Pero en cuanto asomes la cabeza por la alcantarilla, verás lo rápido que van a por ti con los cuchillos afilados y más que dispuestos a rajarte la garganta.

Caí en la cuenta de que le había gritado aquellas palabras a un centímetro de la cara, y que probablemente, si no me controlaba, la lección acabaría siendo perjudicial para el joven. Aparté el brazo de su pecho y cayó al suelo, y en esa ocasión no se levantó.

—Tienes que ser más listo de lo que eres, ¿lo entiendes? Hay muchos chicos listos de la parte baja de la ciudad enterrados en tumbas sin nombre.Vas a tener que ser más listo que ellos, todo el tiempo, y no bajar la guardia ni un instante. Si fueras el hijo de un comerciante de algodón no tendría importancia, podrías permitirte el lujo de disfrutar de la juventud. Pero no es así. Eres basura del barrio más pobre, y que no se te olvide nunca, porque Sakra sabe que ellos no lo harán.

Seguía enfadado, pero al menos prestaba atención a mis palabras. Me sacudí el aguanieve del pelo, el agua se fundió en mi frente y discurrió por las mejillas. Entonces le tendí la mano y lo ayudé a levantarse.

—¿Qué has visto? —pregunté, sorprendido al ver lo pronto que se me había templado el ánimo,pero también por lo furioso que estaba hacía unos instantes.

Me pareció tan ansioso como yo de recuperar el sosegado toma y daca que habíamos llegado a perfeccionar.

—Vi a un noble matar a otro, y también que ambos os alejabais caminando. Ése es la Hoja, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Sugirió que no era probable que mi muerte se produjera mientras dormía.

Wren torció el gesto al oír eso, convencido aún de que yo era invencible.

—¿Qué le respondiste?

—Le conté que la gente hace cola para acabar conmigo, y que si no se apresura tal vez llegue tarde a la fiesta. —Sonrió, y a pesar de lo que había dicho antes, me alegró que conservara la ilusión, un poco orgulloso, quizá, al ver que me tenía en un pedestal—. ¿Dónde cree Adolphus que estás?

—Le conté que me habías dado un recado para Yancey, y que habías olvidado algo para Beaconfield.

—Procura no contarle más mentiras.

—Lo intentaré —aseguró.

La nevada empeoraba por momentos, y allí de pie, inmóvil, empecé a temblar.

—Si dejo que me acompañes un rato, ¿me prometes que volverás a El Conde cuando te lo diga?

—Lo prometo.

—¿Y puedo fiarme de tu palabra?

Entornó los ojos y asintió, enérgico, con la cabeza.

—De acuerdo, pues. —Eché a andar por la calle, y al cabo de un momento me alcanzó.

—¿Adónde vamos?

—Tengo que visitar a la adivinadora.

—¿Por qué?

—Aquí empieza esa parte de la mañana en la que caminas a mi lado con la boca bien cerrada.

Llegamos a la Caja media hora después, y cuando le dije que me esperase fuera, asintió y recostó la espalda en la pared. Por suerte, el isleño que me permitió entrar la última vez se encontraba en la puerta, y a pesar de su edad era espabilado y me reconoció.También me dejó entrar sin que nadie me escoltara.

Encontré a Marieke inclinada sobre el escritorio, leyendo un libro antiguo, encuadernado en cuero, con tal concentración que habría espantado a cualquier peso pesado del sindicato. Cuando cerré dando un portazo, volvió la cabeza, dispuesta a excoriar al desgraciado que había osado interrumpirla en su trabajo. Al reconocerme, respiró lentamente, y la ira se difuminó con cada exhalación.

—Has vuelto —dijo, asegurándose de no utilizar un tono demasiado agradable—. Guiscard estuvo aquí antes. Pensé que lo acompañarías.

—Nos hemos dado un tiempo.Yo necesitaba mi libertad, y él es mujer de un solo hombre.

—¿Crees que eso es gracioso?

—Dame unos minutos y podemos volver a intentarlo. —En la losa que había en mitad de la sala vi una mortaja que cubría un cadáver del tamaño de un niño. Bajo la mortaja yacía Avraham en reposo permanente, y pronto lo haría bajo tierra. En su honor no se celebraría un funeral espléndido, ni habría demostraciones públicas de dolor, y tal como estaba el tiempo dudé que el sumo sacerdote se decidiera a viajar desde su capilla hasta el trecho de tierra próximo al mar donde los isleños enterraban a su gente. La parte baja de la ciudad había disfrutado del patetismo otoñal, un momento de luto comunal entre la colorida vegetación, pero con el termómetro cayendo en picado nadie tenía mucha prisa por salir de casa sólo para dar el pésame a la familia de un niño negro. Además, con el ritmo al que desaparecían los niños de la parte baja de la ciudad, todo aquel asunto había perdido el encanto de la novedad.

—Doy por sentado que no has tenido mayor suerte leyendo a éste que la que tuviste con su predecesora.

Movió la cabeza en un gesto de negación.

—He intentado todos los trucos habidos y por haber, obrado todos los rituales, meditado todas las pistas existentes, pero...

—Nada. —Terminé la frase por ella, y por una vez no pareció importarle que la interrumpieran.

—¿Tú has encontrado algo sólido?

—No.

—Si sigues con semejante torrente de palabras, nunca podré meter baza.

—Claro. —Hasta el momento, nuestra conversación había estado a un tiro de piedra de considerarse cordial. Casi podía incluso engañarme pensando que la adivinadora se sentía atraída por mí.

—¿Está al corriente la Oficina de Asuntos Mágicos del talismán que llevas cosido al hombro? —preguntó.

—Por supuesto. Siempre insisto en confesarme al gobierno cuándo hago algo ilegal.

La promesa de una sonrisa se insinuó en la mueca de Marieke, pero giró el cuello antes de que llegase a madurar.

—¿Quién te lo puso ahí?

—No lo recuerdo. Me drogo a menudo.

Apoyó en el escritorio las palmas de las manos y arqueó la columna hacia atrás, un gesto desinhibido teniendo en cuenta su patológica cohibición, el equivalente a cuando un humano normal se baja los calzones y defeca en el suelo.

—Muy bien, no me lo cuentes.

Eso era precisamente lo que pensaba hacer.

—¿Encontraría bultos rojos si apartase la mortaja e inspeccionara el cadáver del muchacho? —pregunté.

Miró a su alrededor como si tomase parte en una conspiración, algo innecesario dado que nos encontrábamos en una habitación cerrada, pero igualmente comprensible.

—Sí —dijo—. Lo harías.

Tal como esperaba, aunque eso no hizo que me resultase más fácil digerir la noticia. La Hoja había secuestrado otro niño, lo había hecho en mis narices, lo había escondido en algún rincón de las catacumbas que se extendían bajo la mansión, le había absorbido la vida y abandonado boca abajo en el río. Y por si no bastara con semejantes blasfemias, había infectado al joven con la peste, debilitado las salvaguardas que protegían la ciudad de su regreso, y todo porque no podía dedicarse a un trabajo honesto, ni privarse de unos cuantos exóticos libertinajes.

—Si apartaras la mortaja y vieras el sarpullido, ¿sabrías el porqué de su presencia allí? —preguntó.

—Estoy investigando —dije, aunque de poco servirían mis esfuerzos si la ciudad se veía de nuevo afectada por la peste roja.

Sus ojos, que por lo general eran tan relucientes como un cielo despejado, se cubrieron de niebla. La incertidumbre era un disfraz que Marieke llevaba con poca frecuencia, y algo que trascendía su habitual incomodidad.

—Ahora mismo eres la única persona que está al corriente. No confío en Black House, y no quiero provocar el pánico. Pero si hay otra...

—Entiendo —asentí, y al cabo de un instante formulé la pregunta de rigor—: ¿Por qué me lo has contado?

—Tuve una visión de ti cuando nos conocimos, acerca de quién eres y adónde te diriges. Algo que me hizo comprender que debía contártelo.

Eso explicaba el ataque que sufrió cuando nos presentaron. También explicaría por qué alguien tan incapaz de comportarse con amabilidad se tomaría la molestia de hablar conmigo.

—¿Quieres saber qué vi? —preguntó—. Todo el mundo quiere saber qué le aguarda en el camino.

—La gente es estúpida. No se necesita un profeta para revelarte el futuro. Sólo tienes que pensar en lo que pasó el día anterior y mirar lo que sucede en el día de hoy. Mañana probablemente sucederá lo mismo, y pasado, para el caso.

Había llegado el momento de marcharse. Wren me esperaba fuera y hacía frío. Además, aún tenía un largo día por delante hasta poder descansar. Eché un largo vistazo a Avraham. Me prometí que sería la última víctima. De un modo u otro.

Marieke interrumpió mis pensamientos.

—¿Sobreviviste a ella la primera vez?

—No, me mató. ¿Es que no lo ves?

Se sonrojó un poco, pero insistió:

—Me refiero a si tú...

—Sé a qué te refieres —dije—.Y sí, sobreviví a ella.

—¿Cómo fue?

Me lo preguntan a menudo cuando se enteran de que me moví en la parte baja de la ciudad durante la época más dura. Me dicen: «Háblame de la peste» como quien te pregunta por algún rumor relacionado con los vecinos, o por el resultado del torneo de lucha. ¿Y qué vas a contarles? ¿Qué es lo que quieren oír?

Hablarles de los primeros días, cuando no parecía que fuese mucho peor que cualquier otro verano: uno o dos en cada manzana, los ancianos y los más débiles; cómo empezaron a aumentar las marcas en las puertas, a crecer y multiplicarse hasta que apenas quedó una chabola o una casa de vecindario que no tuviera una equis marcada a tiza en la puerta; cómo acudieron los hombres del gobierno dispuestos a quemarlas. A veces ni siquiera se aseguraban de que todos los residentes estuviesen muertos.

Hablarles de la noche siguiente a que subieran a tu padre y a tu madre al carro, cuando los vecinos saquearon tu casa. Entraron por las buenas, ni orgullosos de sí mismos ni avergonzados, marchándose con las pocas monedas de plata que mi padre había podido ahorrar, dándome un golpe en la cara cuando intenté impedírselo. Los mismos vecinos a quienes había pedido azúcar, los que entonaban canciones durante el solsticio de invierno.Y quién iba a culparlos, si ya no importaba nada de lo que hiciera nadie.

Hablarles de los cordones de seguridad que se establecieron alrededor de la parte baja de la ciudad, de los guardias de enorme papada que vivían a expensas de los sobornos, pero que no permitían salir a ningún pobre desgraciado, porque en lo que a ellos concernía éramos basura, y mejor mantenernos alejados de las personas decentes. De cómo después pasé años con los ojos abiertos, con la esperanza de equilibrar la balanza, que incluso hoy en día los tengo bien abiertos.

Hablarles de la cara de Henni cuando volví sin comida por tercer día consecutivo. No me miró enfadada, ni siquiera con tristeza, sólo resignada. Mi pobre hermana me puso la mano en el hombro y me dijo que no pasaba nada, que al día siguiente habría mejor suerte, y su voz era tan dulce y estaba tan delgada que me rompió el corazón. Me rompió el corazón.

Supongo que podría haberle contado muchas cosas.

—No fue para tanto —dije, y por una vez Marieke tuvo el sentido común necesario para mantener la bocaza cerrada.

Había llegado la hora de marcharme, de irme antes de que hiciese algo indebido, así que incliné la cabeza ante Marieke, y supongo que estaba azorado porque ella intentó disculparse, lo cual debió de costarle horrores, pero yo no hice caso y salí de allí. Una vez fuera, envié a Wren a casa con un gesto.Y aunque estaba demasiado cerca del centro para que fuese seguro hacerlo, me introduje un frasco de aliento de hada en la nariz y aspiré hasta que la cabeza se me llenó de tal modo con el zumbido que apenas quedó espacio para nada más. Me recosté en una pared hasta que recuperé el equilibrio necesario para caminar de vuelta a casa.

CAPÍTULO 34

Pasé unas horas metido en El Conde, tomando café con canela mientras la tormenta sepultaba la ciudad bajo una sólida capa blanca. Hacia el final de la tarde, lié un cigarrillo de vid del sueño y observé a Adolphus y Wren construir un castillo de nieve, sirviéndose de lo que, según mi estimación, era una escandalosa falta de principios arquitectónicos. Mis preocupaciones demostraron ser fundadas cuando se derrumbó una parte de la muralla oriental, hueco que ofrecía una decisiva vía de acceso para una fuerza invasora.

Se lo estaban pasando bien. Era yo quien tenía serios problemas para dejarme arrastrar por el espíritu del solsticio de invierno. Tal como lo veía, al menos había un grupo de personas dispuesto a asesinarme, y posiblemente tantos como tres. Aparte de eso, tenía presente la certidumbre de la fecha tope que me había dado el Viejo. No podía dejar de calcular: siete días menos tres días, cuatro días; siete días menos tres días, cuatro días. Cuatro días. Cuatro días.

En el peor de los casos, siempre podía abandonar la ciudad. Había hecho planes en caso de que se produjeran circunstancias similares, vidas que había creado en regiones remotas, papeles que asumir en caso de no poder regresar. Pero con el Viejo metido en el ajo, ya no podía tener la seguridad de que durasen demasiado. No habría agujero en Rigus lo bastante profundo para que no me sacara de él si se lo proponía.Tendría que poner toda la carne en el asador, ofrecer lo que pudiera a Nestria o las Ciudades Libres, y trasladarme a una provincia lejana. Aún sabía dónde se enterraba la mierda para serle de interés a alguien, o al menos eso esperaba. Claro que eso supondría hacer planes para Adolphus y Adeline, y ahora también para Wren. No iba a permitir que ellos pagasen mis platos rotos.

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