Trepó por el tronco del árbol para intentar llegar a una rama más alta, pero no lo consiguió. Sentía palpitaciones en la pierna, y gimoteaba de puro dolor, pero sabía muy bien que si no lograba subir por el árbol, la bestia le daría alcance. Así de simple. Irguió el cuerpo, agarró una rama que a duras penas parecía capaz de sostener su cuerpo, y tiró de sí misma hacia arriba, mientras el sudor le empapaba el cuerpo y las pupilas se le llenaban de estrellas.
La bestia saltó por tercera vez, pero Chey había subido demasiado arriba. Trató de no mirar hacia abajo, pero le fue imposible.
La bestia cayó al pie del árbol sobre sus cuartos traseros y miró fijamente a Chey. El aliento entraba y salía de sus pulmones en densos vahos. Quería que Chey se cayera, que se soltase y cayera. Chey percibía su deseo. Su necesidad.
Entonces ocurrió lo imposible. Apartó los ojos de ella, aunque sólo por un instante. Miró por entre los árboles a la luna que empezaba a desaparecer tras el horizonte. Cuando se volvió para mirar de nuevo a Chey, su palpable odio se vio templado por un amargo resentimiento. Durante un rato la miró con ojos ardientes, pero luego se volvió bruscamente y desapareció en el oscuro bosque con la misma velocidad y el mismo sigilo con los que había llegado.
Chey pensó que debía de tratarse de una añagaza. Pero no: el lobo se había marchado.
¡Aquellos ojos!
El gran lobo no regresó.
Durante varias horas, Chey aguardó a que apareciera de nuevo, rezando por que no lo hiciera, y trató de pensar qué haría ella si al final regresaba. La adrenalina la hizo sudar y temblar durante largo rato. Pero al fin se agotó, y el cuerpo empezó a dolerle, y el cerebro a darle vueltas. El más mínimo sonido la sobresaltaba. Cada vez que creía distinguir algún movimiento, pegaba un salto y estaba a punto de caerse. La luna había descendido, situándose tras el horizonte, y cuando finalmente se extinguieron sus últimos destellos y no quedó otra luz que la de las frías y menudas estrellas, Chey, que seguía en vela, escrutó el terreno a su alrededor, una y otra vez, hasta que hubo memorizado sus detalles más nimios, la ubicación de todas las ramitas y hojas muertas. La fatiga y el frío se habían adueñado de su cuerpo y le impedían moverse.
Al amanecer se decidió a bajar del árbol.
Fue más difícil de lo que había pensado. Tenía el cuerpo rígido y rezongón, sus nervios y músculos se rebelaban y desobedecían sus órdenes. El tobillo que el lobo le había arañado se había hinchado de un modo alarmante. Una costra de sangre seca le había pegado a la piel el calcetín de excursionista. Cada vez que movía el tobillo, la pierna le temblaba sin control.
Había tardado meros segundos en trepar por el árbol. Presa del pánico y del instinto de supervivencia, se había remitido a sus antepasados simios y lo había hecho sin más. Pero para bajar de nuevo tuvo que pensar y planear. Primero tuvo que conseguir que las manos se soltaran de la rama. Luego se dio cuenta de que no existía una manera fácil de bajar: no encontró asideros fáciles, y las ramitas por las que había subido le parecieron mucho menos atractivas cuando las agarró para descargar su peso en ellas. Finalmente, después de largos minutos de ajustar y reajustar su posición, de pasar de una rama a otra y de bambolearse, siempre con el riesgo de una mala caída, se colgó de ambos brazos y se dejó caer sobre el pie sano. El impacto contra el suelo le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica. Pero se sintió muy bien al pisar suelo firme. Al no sufrir constantemente por el miedo a caerse. El cansancio le afloró a los huesos. Cayó de rodillas, con el imposible deseo de seguir cayendo, de dejarse caer del todo, de tenderse en el suelo y echarse a dormir.
Pero no podía hacerlo mientras el lobo siguiera por allí. No tenía ni idea de por qué la había dejado en paz, ni sabía cuándo regresaría. No pensaba dormir hasta que estuviera segura de hallarse a salvo.
Se metió en los bolsillos sus manos débiles y mugrientas, y repasó el pequeño número de objetos que aún conservaba. Por absurdo que pareciese, en medio de la oscuridad había pensado varias veces que se le podían haber caído sus cosas de los bolsillos mientras trepaba por el árbol. Pero no, aún lo tenía todo. Le quedaba un último cuarto de barrita energética y se lo metió en la boca. Se guardó el envoltorio de plástico en el bolsillo; por mala que fuera su situación, Chey no pensaba tirarlo al suelo. Conservaba el teléfono, con la batería casi descargada. Al ver que los botones se iluminaban con luz azul, estuvo a punto de echarse a llorar de pura gratitud. Al menos había algo que funcionaba como tenía que funcionar.
No pensó que pudiera decir lo mismo de la pequeña brújula adosada a la cremallera de su anorak.
Apuntaba al norte, como siempre. Chey la había seguido como a un cable de salvamento, la había sostenido con delicadeza entre sus dedos como una joya. Era el objeto que iba a salvarla, una conexión con el mundo civilizado de mapas y coordenadas en el que todo estaba en su lugar. Había creído en ella con una fe mucho mayor de la que jamás hubiera depositado en Dios. Pero en aquel momento tuvo que admitir que tal vez su fe hubiera resultado errónea. O la brújula o el mapa estaban totalmente equivocados. Chey ya habría tenido que llegar a la ciudad de Echo Bay, que se encontraba al norte, casi en línea recta desde su punto de partida. Pero, hasta el momento, no había visto nada, salvo el interminable bosque de árboles que se ladeaban absurdamente en todas direcciones.
Quizá la ciudad no existiera. Quizá se hubieran equivocado al imprimir el mapa.
Quizá lo único que la esperara fuese una caminata de varias semanas, siempre hacia el norte, como una buena montañera, hasta que llegara por fin al océano Ártico. O quizá, mucho antes de que llegara —sí, casi seguro que sería antes de que llegara—, el lobo la encontraría en un lugar donde no hubiese árboles altos y la mataría.
Cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Estaba tan asustada que le dolía la espalda. El miedo pugnaba por doblegarla, por derribarla al suelo, por obligarla a acurrucarse y a desear la muerte.
—Estoy bien —suspiró para sí—. Estoy bien.
El sonido de esas palabras humanas rompió el hechizo. Le bastó con oír una voz —aunque fuera la suya propia— para no sentirse tan sola e indefensa. Se adecentó como pudo el anorak, que se le había quedado cubierto de trocitos de corteza de abedul y de otros materiales menos agradables, y se puso en pie. Al dar el primer paso con el tobillo herido, la rodilla se le dobló, y tuvo que detenerse un segundo y esperar a que el fragor que oía dentro de sus oídos se apaciguara. El paso siguiente le dolió menos.
—Estoy bien —dijo. En voz más alta. Más confiada. La propia dureza de la «t» la ayudaba—. Estás bien, niña idiota. Todo está bien.
Desapareció entre los árboles sin decir nada más. Su paso lento le facilitó, de hecho, la tarea de moverse por aquel abrupto paraje. Le dejaba mucho tiempo para observar y fijarse en dónde tenía que poner cada uno de sus pies, para evitar los hoyos y las nudosas raíces de los árboles. Le dejaba tiempo para escuchar el murmullo de la pinaza que crujía bajo sus pies, el quejido de la nieve antigua cuando sus plantas se hundían en ella. Tiempo para oler el bosque, oler su brea, su madera podrida y su húmeda fragancia.
Según el reloj del móvil, caminó durante una hora. Luego se detuvo para descansar. Se sentó sobre una roca que estaba seca, se acercó las rodillas al pecho y volvió la vista hacia el lugar por donde había venido. No había ningún camino, ningún sendero. Se sintió realmente orgullosa por haber recorrido un trecho tan largo. Luego levantó la mirada y contempló el abedul en el que se había refugiado la noche anterior.
Se encontraba a no más de cien metros. Esa era la distancia que había logrado recorrer en una hora.
Sintió que la garganta se le llenaba de lágrimas. Chey se las tragó y tomó aliento hasta el fondo.
—No —dijo, aunque no supiese muy bien qué era lo que estaba rechazando—. ¡No!
Estaba perdida.
Estaba sola.
Estaba herida.
Sabía muy bien cómo sumar esos elementos. Sabía muy bien cuál sería el resultado. Aquellas tres variables marcaban la diferencia entre una joven alegre y sana, y un cadáver que nadie iba a encontrar. Su cuerpo le fallaría, su vida se extinguiría por el frío, o por la lluvia, o por la pérdida de sangre, o... o... por culpa del gran lobo. La bestia regresaría y terminaría su trabajo, y quizá devoraría una parte de su cuerpo. Tan pronto como se marchara, otros animales más pequeños corroerían la carne que hubiese quedado y dejarían lo que, a su vez, no les gustara. Con el tiempo, sus huesos quedarían blancos y seguirían pudriéndose, y nadie, ni su familia, ni sus amigos, ni sus antiguos amores sabrían jamás adonde se había marchado. Pensó que tal vez un millón de años más tarde se transformaría en fósil y que un futuro paleontólogo la desenterraría y se preguntaría qué había ido a hacer allí, tan lejos de los territorios habitados por seres humanos.
—¡Maldita sea! ¡No! —chilló—. ¡No me detendré aquí! Y menos cuando he llegado tan lejos. ¡Aquí no!
Su grito resonó entre los árboles. Unas pocas agujas cayeron de un abeto que había crecido en un ángulo de treinta grados con respecto al suelo.
—No quiero —sentenció, como si decirlo en voz alta fuera suficiente para que se cumpliera.
A lo lejos, un ave le respondió con un tono agudo, como una campanilla, que Chey no reconoció. Parecía casi mecánico: no tanto la llamada de un animal como un sonido artificial. Tal vez no se tratara de un ave. Parecía más bien el sonido de un tenedor que chocaba contra un plato de metal.
Consultó la brújula. Estaba mirando al norte, lo cual significaba que el sonido venía del suroeste. Cerró los ojos para concentrarse y oyó una vez más el tintineo. Si se concentraba, si se concentraba de verdad, oía también —estaba segura de ello— otra cosa: el crepitar y los chisporroteos de la carne cuando se fríe.
Chey avanzó tambaleándose entre los árboles, atraída por el olor de la fritura. Todo había terminado. La pesadilla de andar perdida por el bosque había acabado. Por fin vería a otro ser humano, a alguien que podría socorrerla. Los animales no fríen la carne. Los lobos, más concretamente, no fríen la carne. Sentía un dolor de mil diablos en el tobillo y una luz brillante destellaba detrás de sus pupilas cada vez que apoyaba en el suelo ese pie, pero no le importaba. Había alguien cerca de allí, un humano. Alguien que podría ayudarla, alguien que podría salvarla.
Su pie malo consiguió llegar hasta el borde de un claro y entonces se rindió, dejando que Chey se desplomara sobre el musgo y la nieve. Ésta logró erguir la cabeza con la ayuda de ambos brazos y miró alrededor.
El claro no mediría más de diez metros de un extremo a otro y descendía hasta un riachuelo que serpenteaba entre los árboles. En el lugar más elevado había una hoguera de acampada y una pequeña sartén de hierro negro que humeaba sobre los carbones, con lonchas que parecían de tocino en su interior. Fue suficiente para que se le hiciera la boca agua.
Un hombre vestido con un abrigo de pieles estaba sentado junto al fuego. No, mejor no exagerar con su atuendo. Éste parecía, más bien, un montón de pieles raídas de color pardusco y gris, en sintonía con el color del propio bosque. Era un hombre de poca estatura, quizá más bajo que Chey, aunque no se podía decir con exactitud porque estaba sentado. En aquel momento le daba la espalda y estaba encorvado sobre la sartén, ordenando meticulosamente su contenido.
—Hola —farfulló Chey, y se quitó las hojas muertas de la cara.
El otro no reaccionó. Chey se dio cuenta de que su voz era tan débil que el hombre debía de haberla confundido con el crujido del follaje de los árboles. Levantó todavía más la cabeza con la ayuda de ambos brazos y se aclaró la garganta, e hizo acopio de fuerzas para decir:
—¡Eh! ¡Oiga! ¡Usted!
El hombre se dio la vuelta, y Chey ahogó un chillido. Al principio le pareció ver un rostro sin rasgos, descarnado. Entonces se dio cuenta de que se trataba de una máscara. Estaba pintada de color blanco y tenía rajas en el lugar donde debían de hallarse los ojos y la boca. Unos trazos de pintura marrón subían en línea recta desde los ojos.
El hombre levantó el brazo y se subió la máscara, hasta ponérsela encima de la cabeza. Quedó al descubierto una cara ancha, redonda, y muy sorprendida. Probablemente, no se le había ocurrido que pudiera encontrar a otro ser humano en aquel bosque, y mucho menos una mujer sucia y herida que se arrastraba por el suelo con los brazos. Se levantó del lugar donde estaba sentado, junto al riachuelo, y se acercó a ella. Al caminar, las pieles que lo cubrían aletearon en el aire.
—Dzo —dijo.
—Lo siento —le respondió Chey—. No hablo inuit.
—Yo tampoco —le respondió el hombre en inglés—. Los esquimales más cercanos están en Nunavut, en la siguiente provincia. Por aquí vive la nación Sahtu Dene. Eso es lo que te diría si quisiera entrar en detalles, que no es mi costumbre, y si de verdad alguno de ellos viviera por aquí, digamos a menos de cien kilómetros, que tampoco es el caso. Dzo.
—Dzo —repitió Chey, pensando que se trataba de un saludo tradicional.
—Sí, ése soy yo.
Chey entrecerró los ojos frustrada. Entonces, Dzo debía de ser su nombre. Aunque recordaba a «Joe», era lo suficientemente distinto como para que le costase pronunciarlo.
—Yo me llamo Chey —dijo—. Es el diminutivo de Cheyenne.
El hombre sonrió por unos instantes y asintió con gesto amistoso. Luego, sin tenderle la mano siquiera para ayudarla a levantarse, regresó junto a la hoguera y se sentó. Distribuyó cuidadosamente la comida en la sartén, sin dignarse a mirar a Chey.
Ésta trató de pensar alguna frase con la que pudiera expresar su indignación, pero sin ofenderle hasta el punto de que no quisiera ayudarla. Como no se le ocurrió nada apropiado, se puso en pie a pesar del dolor y cojeó hasta el sitio donde se sentaba el hombre. Aguardó un poco más para ver si la invitaba. Pero al ver que no le decía nada, desistió, y se sentó sobre un leño podrido que estaba junto al fuego. El calor que devolvió la flexibilidad a sus articulaciones congeladas le causó cierto dolor, pero aun así le pareció agradable.
Se quedó sentada durante un buen rato, abrazándose las rodillas, feliz por no tener que caminar. No parecía que a Dzo le molestara su presencia, pero tampoco le ofreció comida ni le preguntó si se encontraba bien. Chey tenía frío y hambre, y se sentía más cercana a la muerte que en ningún otro momento de su vida. Sin embargo, incluso en su precaria situación, se preguntaba cuál sería el problema de aquel hombre. ¿Acaso no veía que necesitaba ayuda desesperadamente?