—No lo entiendes —dijo Powell, al tiempo que trataba de arrancar el hacha del árbol y gruñía—. Tengo que hacerlo.
Chey respiró hondo y clavó la mirada en él. Aún tiraba del hacha y se preparaba para la siguiente acometida. No necesitaría mucho tiempo para recobrarse.
A Chey la habían entrenado para un momento como ése. Tal y como le habían enseñado, visualizó un punto que se encontraba diez centímetros detrás de Powell. Luego empleó todas sus fuerzas en golpear ese punto: su puño se lanzó hacia delante como si pudiera atravesar al hombre. Le golpeó en el estómago, y Powell dio un respingo de sorpresa. Chey dio un respingo también. Sus músculos abdominales parecían una pared de ladrillo. No podía haberle hecho daño de verdad, pero sí le dio la impresión de que el dolor en el diafragma le impedía respirar bien.
Le habían enseñado que el factor sorpresa podía decidir la situación. Podía representar la diferencia entre la vida y la muerte.
No tenía tiempo para pensar en ello, por supuesto. Se levantó de un salto y echó a correr, sin preocuparse de en qué dirección iba, ni de dónde acabaría. Sus piernas cumplían con su cometido. Era una máquina. Le habían hecho aprenderse esa frase como si fuera un mantra: eres una máquina y todas tus piezas tienen que cooperar. Si cooperan, serán capaces de todo. El oxígeno entraba en sus pulmones y salía transformado en dióxido de carbono. Chey era una máquina y funcionaba bien. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo. Sabía que ya no le serviría para nada. Aun cuando lograra establecer conexión, la ayuda no llegaría a tiempo. Lo único que podía salvarla era ella misma.
Una gavia de cabeza negra cantó en lo alto y se impulsó por el vacío con amplio y lento aleteo. Chey levantó la cabeza al oírla. Se imaginó que Powell también habría mirado hacia arriba. No es que pudiera ganar mucho tiempo con ello, pero aprovechó lo que tenía y giró sobre el tobillo sano. Giró sobre un ángulo de noventa grados y corrió hacia los árboles. Podía ser que Powell no cambiase de trayectoria y pasara de largo.
Oyó más adelante el borboteo del agua sobre un saliente rocoso. Eso también serviría: si lograba meterse en el agua, no dejaría un rastro de olor. Tenía motivos para pensar que Powell podía rastrear su olor. Podía seguir el curso del agua hasta unos doscientos metros más allá, salir de nuevo y desaparecer en la espesura. Era un viejo truco, un truco que los zorros emplean por instinto cuando les persiguen los sabuesos, pero Chey pensó que tal vez funcionaría...
Powell se lanzó desde atrás sobre las piernas de Chey, apoyó el hombro contra su cintura y la derribó. Chey no le había oído en absoluto, no se había dado cuenta de que lo tenía detrás. En cuanto estuvo en el suelo, trató de girar sobre sí misma, y logró tumbarse de espaldas y recoger las piernas sobre el estómago.
—Detente. Si no vuelves a pegarme, lo haré sin que te duela —le gritó Powell. Parecía que le faltara el aliento.
Eso era lo único que había conseguido Chey. Para eso le había servido todo su entrenamiento. Había dejado sin aliento a aquel desgraciado. Sin mucho aliento.
—Mira —le dijo él, mientras levantaba el hacha—. No lo entiendes. Yo sólo quiero protegerte. Protegerte a ti y también a todos los demás. Proteger a la otra gente de...
Pareció que no pudiera terminar la frase. Levantó el brazo y se frotó los labios con la manga de la camisa. Luego miró a un lado, y dijo por fin:
—Mierda.
Una palabrota sorprendentemente suave en labios de un asesino con un hacha en la mano. Pero lo dijo de tal manera que pareció la más terrible de las blasfemias.
Chey volvió los ojos hacia arriba, siguió la mirada del hombre, desesperada por saber qué podía importarle hasta el punto de distraerlo en el momento de darle muerte. Divisó el arroyo que había oído poco antes, y el sendero entre los árboles que había abierto el agua a lo largo de miles de años. Quedó a la vista un poquito de horizonte, la loma de un cerro, y un destello de luz plateada que lo adornaba. Se le ocurrió que sería la luna. La luna estaba saliendo.
El hacha resbaló de las manos de Powell y cayó estrepitosamente al suelo a los pies de Chey. No... no había sido eso. Chey la vio caer. La vio caer a través de él, como si Powell se hubiera transformado de pronto en bruma y careciese de la solidez necesaria para sostenerla. Había caído a través de su mano. Powell aún no había acabado de transformarse cuando Chey levantó de nuevo los ojos hacia él. Su piel se había vuelto traslúcida y resplandecía como iluminada por la luz de luna. Las prendas de vestir se desprendieron de su cuerpo y se deslizaron hasta el suelo. Chey le vio los huesecillos de los dedos, los huesos gemelos del antebrazo. Vio a través de ellos. Se había vuelto insustancial como un espectro.
Entonces la luz plateada se encendió detrás de los ojos de Chey y no vio nada más.
La oruga, al transformarse en mariposa, se envuelve en un capullo lo suficientemente grande como para alojar todo su cuerpo. Es un ataúd de seda, porque la oruga sabe que, en un sentido real y efectivo, va a morir.
Su cuerpo se disuelve dentro del capullo. A excepción de unas pocas células, la oruga se licua por completo. Sus ojos, sus patas, su cuerpo segmentado y cubierto de pelusa desaparecen para siempre. Luego se reconstruye a sí misma. A partir de cero. Más adelante, cuando la mariposa emerge del capullo, no se parece en nada a la oruga. No recordará nada de su vida anterior, ni siquiera en la escasa medida en que las mariposas son capaces de recordar. Tendrá capacidades y sentidos nuevos que, literalmente, no podría haber imaginado antes, pero no le resultarán extraños, porque la mariposa no tiene experiencias pasadas con las que pueda hacer comparaciones.
Sabe volar desde el mismo momento en el que sale a la luz. No se lamenta por su vida anterior, como tampoco se lamenta por el lapso de silencio y liquidez que ha transcurrido entre ésta y su condición actual.
Sucedió algo similar, pero en mucho menos tiempo, cuando el primera rayo de luna tocó desde lejos a Chey.
La luz plateada abrumó sus sentidos. No porque la cegara, sino porque la inundó de luz, una luz exuberante y fría que atravesó todas las células de su cuerpo, como si estuviera hecha de cristal totalmente transparente. Chey la veía con la piel, con el corazón y con los huesos igual que podía verla con los ojos. La veía incluso mejor. Algunos rayos de luz la sujetaron contra el suelo. Al principio, Chey forcejeó, pero sus forcejeos dieron paso a una espasmódica transformación y su cuerpo cambió de forma. Igual que cambió todo su ser.
No sucedió lo que ella había esperado.
No le brotó vello de la piel, ni tampoco se le alargó la mandíbula, ni le salieron enormes dientes. Las orejas no se le subieron hasta lo más alto de su cabeza ni se le volvieron puntiagudas. No hubo un estadio intermedio, ni una criatura híbrida, aunque fuera por un instante. Chey era una mujer, la luz plateada la atravesó y de repente...
... y de repente, era una loba.
La transformación no le dolió. De hecho, se sintió bien. Bien de verdad. Sintió una especie de orgasmo de extraordinaria intensidad que le duró tan sólo una fracción de segundo, pero luego se quedó temblorosa, en pleno éxtasis. Con la certeza de que su situación era buena. Natural.
Se sintió como si se hubiera quitado una ropa incómoda al final de un día largo y fatigoso. Se sintió como si se hubiera puesto bajo una cascada y hubiera dejado que el chorro de agua le lavara toda la mugre y el sudor del cuerpo. Sintió como si aquello hubiera sido magia.
No se sintió como si fuera una mujer que adoptara la forma de una loba. Se sintió como una loba que despertara de un sueño largo y tedioso en el que se había visto obligada a vivir dentro del cuerpo de un ser humano. El desagrado que le inspiraba esa condición, la condición de la humanidad entera, sólo podía compararse al alivio de haber recobrado su forma lobuna, de haber vuelto a lo que le parecía que era su propia piel.
Cuando todo hubo terminado, abrió los ojos y lo vio todo de otra manera. Sus propios ojos habían cambiado tanto de forma como de función. Veía colores, pero menos de los que habrían reconocido sus ojos humanos. En ese mundo no había rojo ni verde, tan sólo matices de azul y amarillo. Le costaba distinguir los contornos de las cosas que estaban lejos, mientras que las agujas de pino que se encontraban cerca de su cara se le presentaban con una nitidez sobrenatural. Pero a pesar de haber perdido visión, su olfato y su oído la compensaron con creces. Oía las martas y musarañas que cavaban sus madrigueras bajo tierra, y el sonido de un oso que arañaba un árbol al otro extremo del valle. Olió todo un paisaje de animales y plantas. Sabía a qué distancia se encontraban por la mera intensidad de su olor. Era como si tuviese dentro de la cabeza un mapa del mundo que rodeaba su cuerpo hasta varios kilómetros de distancia, un mapa que se actualizaba en todo momento y que le proporcionaba más información de la que pudiera necesitar. En comparación (aunque ella no hiciera la comparación, ni quisiera hacerla), los sentidos, la consciencia de un ser humano resultaban patéticos por su limitación. Hasta entonces, la mujer había percibido tan sólo los objetos que se hallaban a la vista, y, entre ellos, sólo los que tenía delante. Los sentidos de la loba abarcaban el entorno con la misma facilidad y el mismo detalle con que lo habrían abarcado centenares de ojos que miraran desde lo alto.
Los olores... los olores... todo tenía su olor. Todos los objetos del mundo tenían un olor exclusivo, una señal olfativa que se correspondía con alguno de los instintos o de los recuerdos que se hallaban en su cerebro. Ese olor significaba comida. Aquel otro indicaba agua. Un tercero era el de la pinaza y estaba por todas partes. Pero había muchos más: capas de olores que se superponían los unos a los otros. Esas agujas de pino habían sido pisoteadas por una colonia de hormigas. Esas otras agujas de pino olían a orina de conejo. Un olor muy excitante, desde luego. Quería olerlo todo, todo lo que había en el mundo, y descubrir sus secretos.
Sin embargo, predominaba un olor, que le impedía explorar plenamente su nuevo repertorio de sensaciones. Era como una nota solitaria que había sonado contra el telón de fondo de una grandiosa sinfonía y le había exigido atención. Olió a una criatura semejante a ella misma. Levantó la mirada y gruñó, y se encontró hocico con hocico frente a él. Los gélidos ojos verdes del macho se ablandaron al encontrar la mirada de la hembra. El lobo parecía casi ovejuno.
Había intentado matarla. La hembra no recordaba los detalles, pero tampoco importaba. Había intentado matarla.
Mediaba sangre entre ambos y había que resolverlo.
El resto de preocupaciones que tuviera en el mundo podían esperar.
La hembra gruñó desde lo más profundo de la garganta, se apostó con las patas en el suelo y enseñó los colmillos.
El macho, con el rabo entre las patas, se le acercó un poco más y le dio en el costado con el hocico. La hembra comprendió que trataba de disculparse. El pelaje que tenía entre las clavículas, una mata de pelo que recordaba a una silla de montar, se erizó, y luego volvió a relajarse. Era una señal y un ofrecimiento.
Había tratado de matarla. Volvería a intentarlo si ella no se lo impedía. Si no lo mataba primero. Sí, era razonable. La sed de sangre ardió en su interior. Una sensación totalmente nueva, pero que le pareció antigua como el propio tiempo. Le pareció como si la hubiera tenido grabada en los huesos.
«Mata, mata, mata, mátalo —pensó, al ritmo de su respiración jadeante—. Mata, mata, mata.» La idea le resonaba en la cabeza como un tambor, le jadeaba detrás de la lengua. Sus pensamientos no eran como los pensamientos humanos. Eran más simples. Más puros. No tenía necesidad de examinarlos, ni de juzgarlos. «Mata, mata, mata, mátalo, mata.»
Sus patas traseras eran como poderosos muelles. Se levantó sobre los cuartos traseros y empleó las patas delanteras contra el cuello de su enemigo; sus patas arañaron e hirieron la piel que se hallaba bajo el pelaje. Le hurgó con las zarpas entre las clavículas y abrió las fauces para morderle la garganta.
El macho encogió el cuerpo y logró zafarse de su ataque. La hembra saltó a un lado para acometer de nuevo, pero antes de que hubiera podido cobrar impulso, el macho se arrojó contra ella con la fuerza de un tren de carga. El empuje de todo su peso logró hacerle perder el equilibrio. La loba rebrincó con las patas abiertas y su lomo resbaló dolorosamente contra el suelo. No podía ver dónde estaba el macho.
Su vulnerable estómago había quedado al descubierto. A la par que crujían todas las articulaciones de su cuerpo, logró enderezarse rápidamente y sin dificultad. Logró sostenerse sobre las patas y extendió los dedos para afianzarse sobre el suelo blando. Quería estar preparada por si el macho la atacaba de nuevo. Levantó el hocico y tomó aliento hasta el fondo. Los aromas del bosque le llenaron el cerebro y reconoció sin problemas el olor del lobo. Éste se alejaba de ella, a toda velocidad por entre los árboles.
La loba se miró el tobillo, el mismo que le habían herido cuando estaba atrapada en su forma humana. Se veía fuerte y sano. Apoyó las patas traseras en el suelo, dio un salto para sortear un montón de ramas muertas y siguió al macho.
Aunque no pudiera verle, seguirle la pista era la tarea más fácil del mundo. Los ojos de la hembra, apenas a treinta centímetros del suelo, no veían casi nada, salvo maleza. Pero el macho huía asustado, con tanta prisa que no podía hacerlo en silencio, y las orejas de la hembra se movían atrás y adelante cuando le oía tropezar con los arbustos y los grupos de arbolillos jóvenes.
Ah, qué distinto era en aquellos momentos el sonido del mundo, una fabulosa melodía de suspiros, lloros, risas, exultaciones y chillidos de objetos que se movían por el tiempo. ¡Cuánto anhelaba poder sentarse y escuchar la rotación del planeta, escuchar la respiración de todos sus hijos, el latido de sus corazones, el ruidoso roce del aire sobre el pelaje de todos ellos! Pero no era el momento. Era el momento de matar.
En un esfuerzo por atraparle, se lanzó a toda velocidad por el bosque, con una rapidez que ella misma no habría creído posible. Los troncos de los árboles que se inclinaban en todas direcciones se volvieron borrosos, al tiempo que su cuerpo vibraba con su propia celeridad. Sus patas encontraban por instinto el camino correcto, sus anchas zarpas a duras penas llegaban a tocar el suelo ni a clavarse en éste antes de darse impulso una vez más. Abrió las fauces y dejó que la lengua colgase fuera, mientras la tierra se difuminaba ante sus ojos.