Balzac y la joven costurera china (16 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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Aquella noche fue particularmente larga. Nuestra casa sobre pilotes me parecía desierta, húmeda, más sombría que antes. Un olor a casa abandonada flotaba en el ambiente. Un olor fácilmente reconocible: frío, rancio, cargado de moho, perceptible y tenaz. Diríase que nadie vivía allí. Aquella noche, para olvidar el dolor de mi oreja izquierda, volví a leer mi novela preferida, Jean-Christophe, a la luz de dos o tres lámparas de petróleo. Pero ni siquiera su agresivo humo pudo expulsar aquel olor, que me hacía sentir cada vez más perdido.

La oreja no sangraba ya, pero estaba magullada, hinchada, seguía doliéndome y me impedía leer. La palpé suavemente y sentí, de nuevo, un fuerte dolor que me puso rabioso.

¡Qué noche! Aún hoy la recuerdo, e incluso tantos años después sigo sin conseguir explicarme mi reacción. Aquella noche, con la oreja dolorida, di vueltas y vueltas en la cama que parecía tapizada de alfileres y, en vez de imaginar cómo vengarme y cortarle las orejas al celoso cojo, me vi de nuevo asaltado por la misma pandilla. Estaba atado a un árbol, me linchaban o me infligían torturas. Los últimos rayos del sol hacían brillar un cuchillo. Éste, blandido por el cojo, no se parecía al tradicional cuchillo de carnicero; su hoja era sorprendentemente larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, el cojo acariciaba suavemente el filo; luego, levantaba el arma y, sin ruido alguno, me cortaba la oreja izquierda. Caía al suelo, rebotaba y volvía a caer, mientras mi verdugo limpiaba la larga hoja salpicada de sangre. La llegada de la Sastrecilla llorando interrumpía el salvaje linchamiento, y la banda del cojo huía.

Me veía entonces desatado por aquella muchacha con las uñas de color rojo vivo, teñidas por la balsamina. Ella dejaba que yo metiera sus dedos en mi boca y que los lamiera con la punta de la lengua, sinuosa y ardiente. ¡Ah! El jugo espeso de la balsamina, aquel emblema de nuestra montaña coagulado en sus uñas brillantes, tenía un sabor dulzón y un olor casi almizclado que me procuraban una sensación sugestivamente carnal. En contacto con mi saliva, el rojo del tinte se hacía más fuerte, más vivo, y después se ablandaba, se convertía en lava volcánica, tórrida, que se hinchaba, silbaba, giraba en mi boca hirviente, como un verdadero cráter.

Luego el chorro de lava iniciaba libremente un viaje, una búsqueda; corría a lo largo de mi torso magullado, zigzagueaba por aquella llanura continental, rodeaba mis pezones, se deslizaba hacia mi vientre, se detenía en el ombligo, penetraba en su interior empujada por su lengua, la de ella, se perdía en los meandros de mis venas y mis entrañas, y acababa encontrando el camino que la llevaba a la fuente de mi virilidad conmovida, hirviente, anárquica, llegada a la edad de la independencia y que se negaba a obedecer las obligaciones, estrictas e hipócritas, que se había fijado el policía.

La última lámpara de petróleo vaciló y se apagó por falta de aceite, dejando al policía boca abajo en la oscuridad, entregándose a una traición nocturna y manchando sus calzones.

El despertador de números fosforescentes marcaba la medianoche.

—Estoy en un aprieto —me dijo la Sastrecilla.

Era al día siguiente de ser agredido por aquel enjambre de lúbricos pretendientes. Estábamos en su casa, en la cocina, envueltos por una humareda a veces verde y a veces amarilla, y por el olor del arroz que se cocía en la cacerola. Ella cortaba verduras y yo me encargaba del fuego, mientras que su padre, que había regresado de una gira, trabajaba en la estancia principal; se escuchaban los ruidos familiares y regulares de la máquina de coser. Al parecer, ni él ni su hija estaban al corriente de mi altercado. Ante mi sorpresa, no advirtieron la magulladura de mi oreja izquierda. Estaba yo tan absorto en la búsqueda de un pretexto para presentar mi dimisión que la Sastrecilla tuvo que repetir la frase para arrancarme de mi contemplación.

—Tengo grandes problemas.

—¿Con la pandilla del cojo?

—No.

—¿Con Luo? —pregunté, con la esperanza de un rival.

—Tampoco —dijo tristemente—. Me lo reprocho, pero es demasiado tarde.

—¿De qué estás hablando?

—Tengo náuseas. Esta mañana he vuelto a vomitar.

Y entonces vi, con el corazón en un puño, que brotaban lágrimas de sus ojos, le corrían silenciosamente por el rostro y caían, gota a gota, en las hojas de las verduras y en sus manos, cuyas uñas estaban pintadas de roja.

—Mi padre matará a Luo si lo sabe —dijo llorando suavemente, sin un sollozo.

Desde hacía dos meses no tenía la regla. No se lo había dicho a Luo, quien, sin embargo, era responsable o culpable de aquella disfunción. Cuando se marchó, un mes antes, ella no se preocupaba aún.

De momento, aquellas lágrimas inesperadas e insólitas me conmovieron más que el contenido de su confesión. Hubiera querido tomarla en mis brazos para consolarla, sufría al verla sufrir, pero el pedaleo de su padre en la máquina de coser resonó como una llamada de la realidad.

Su dolor era difícil de consolar. A pesar de mi ignorancia casi total de las cosas del sexo, comprendía el significado de aquellos dos meses de retraso.

Muy pronto, contaminado por su desamparo, yo mismo derramé unas lágrimas sin que me viera, como si se tratara de mi propio hijo, como si fuera yo, y no Luo, quien había hecho el amor con ella bajo el magnífico ginkgo y en el agua límpida de la pequeña poza. Me sentía muy sentimental, muy cerca de ella. Habría dedicado mi vida a ser su protector, estaba dispuesto a morir soltero si eso hubiera podido atenuar su angustia. Me habría casado con ella, si la ley lo hubiera permitido, incluso de blanco, para que pariera legítimamente y con toda tranquilidad el hijo de mi amigo.

Lancé una ojeada a su vientre, oculto por un jersey rojo tejido a mano, pero sólo vi las convulsiones, rítmicas y dolorosas, debidas a su respiración difícil y a su llanto silencioso. Cuando una mujer comienza a llorar la ausencia de sus menstruos, es imposible detenerla. El miedo se apoderó de mí, y sentí que el temblor recorría mis piernas.

Olvidaba lo principal, es decir, preguntarle si quería ser madre a los dieciocho años. La razón del olvido era muy sencilla: la posibilidad de conservar al niño era nula, y tres veces nula. Ningún hospital, ninguna comadrona de la montaña aceptaría violar la ley trayendo al mundo al hijo de una pareja no casada. Y Luo sólo podría casarse con la Sastrecilla dentro de siete años, pues la ley prohibía el matrimonio antes de los veinticinco. Esta falta de esperanza se veía acentuada por la inexistencia de un lugar que escapara de la ley, hacia el que pudieran huir nuestros Romeo y Julieta encinta, para vivir al modo del viejo Robinson, ayudados por un ex policía reconvertido en Viernes. Cada centímetro cuadrado de este país estaba bajo el estricto control de la «dictadura del proletariado», que cubría toda China como bajo una inmensa red, de la que no faltaba ni la menor malla.

Cuando la Sastrecilla se calmó, enumeramos todas las posibilidades factibles de practicar un aborto, y las discutimos varias veces a espaldas de su padre, buscando la solución más discreta, la más tranquilizadora, la que salvara a la pareja de un castigo político y administrativo, y de un escándalo. La perspicaz legislación parecía haberlo previsto todo para atraparlos: no podían tener al niño antes de la boda, y la ley prohibía el aborto.

En aquel momento tan importante, no pude evitar admirar la previsión de mi amigo Luo. Afortunadamente, me había confiado una misión de protección, y en el desempeño de mi papel conseguí convencer a su ilegítima mujer de que no recurriera a los herbolarios de la montaña, que no sólo podían envenenarla sino también denunciarla. Luego, esbozándole el sombrío panorama de una lisiadura que la condenara a casarse con el cojo del pueblo, la convencí de que saltar desde el tejado de su casa, con la esperanza de abortar, era una pura idiotez.

A la mañana siguiente, tal como habíamos decidido la víspera, partí a explorar Yong Jing, la ciudad del distrito, para sondear las posibilidades del servicio de ginecología del hospital.

Yong Jing, sin duda lo recuerdan, es esa ciudad tan pequeña que, cuando la cantina del ayuntamiento sirve buey encebollado, toda la ciudad aspira su olor. En una colina, tras la cancha de baloncesto del instituto donde habíamos asistido a las proyecciones al aire libre, se hallaban los dos edificios del pequeño hospital. El primero, reservado a las consultas externas, estaba al pie de la colina. Decoraba la entrada un inmenso retrato del presidente Mao en uniforme militar, agitando la mano hacia el barullo de enfermos que hacían cola y niños que gritaban y lloraban. El segundo, que se levantaba en la cima de la colina, era un edificio de tres pisos, sin balcones, de ladrillos encalados; servía sólo para las hospitalizaciones.

Así pues, cierta mañana, tras dos días de camino y una noche en blanco pasada entre los piojos de una posada, me deslicé con toda la discreción de un espía en el edificio de las consultas. Para confundirme en el anonimato de la muchedumbre campesina, llevaba mi vieja chaqueta de piel de cordero. En cuanto puse los pies en aquel dominio de la medicina que me era familiar desde la infancia, me sentí incómodo y comencé a sudar. En la planta baja, al extremo de un pasillo oscuro, estrecho y húmedo, preñado de un olor subterráneo ligeramente nauseabundo, unas mujeres aguardaban sentadas en dos hileras de bancos dispuestos a lo largo de las paredes; la mayoría tenía el vientre grande, y algunas gemían suavemente de dolor. Allí encontré la palabra «ginecología», escrita con pintura roja en una tabla de madera colgada sobre la puerta de un despacho herméticamente cerrado. Unos minutos más tarde, la puerta se entreabrió para permitir que saliera una paciente muy flaca, con una receta en la mano, y le tocó a la siguiente introducirse en la consulta. Apenas divisé la silueta de un médico con bata blanca, sentado tras una mesa, cuando la puerta se había cerrado ya.

La mezquindad de aquella puerta inaccesible me obligó a esperar la próxima apertura. Necesitaba saber cómo era aquel ginecólogo. Pero, cuando volví la cabeza, ¡qué irritadas miradas me lanzaron las mujeres sentadas en los bancos! ¡Eran mujeres encolerizadas, se lo juro!

Lo que las sorprendía, me di cuenta, era mi edad. Hubiera debido disfrazarme de mujer y esconder un almohadón sobre mi vientre para simular una preñez, pues el joven de diecinueve años que yo era, con su chaqueta de piel de cordero, de pie en el pasillo de las mujeres, parecía un molesto intruso. Me observaban como a un pervertido sexual o a un mirón que intentaba espiar los secretos femeninos.

¡Qué larga fue mi espera! La puerta no se movía. Tenía calor, mi camisa estaba empapada en sudor. Para que el texto de Balzac que yo había copiado en el reverso de la piel permaneciese intacto, me quité la chaqueta. Las mujeres comenzaron a susurrar entre sí, misteriosamente. En aquel pasillo oscuro, parecían conspiradoras obesas maquinando en una luz crepuscular. Parecía que preparaban un linchamiento.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —gritó la voz agresiva de una mujer que me palmeó el hombro.

La miré. Tenía el pelo corto, llevaba una chaqueta de hombre y un pantalón, y se tocaba con una gorra militar verde decorada con un medallón rojo con la efigie dorada de Mao, signo exterior de su buena conciencia moral. Pese a su preñez, su rostro estaba casi por completo cubierto de granos, purulentos o cicatrizados. Me compadecí del niño que crecía en su vientre.

Decidí hacerme el idiota, sólo para fastidiarla un poco. Seguí mirándola hasta que repitió tontamente su pregunta; luego, poco a poco, como en una película a cámara lenta, coloqué mi mano izquierda detrás de la oreja, con el gesto de un sordomudo.

—Tiene la oreja morada e hinchada —dijo una mujer sentada.

—¡Lo de las orejas no es aquí! —rebuznó la mujer de la gorra, como si hablara con un sorderas—. ¡Vete arriba, a oftalmología!

¡Qué desorden! Y mientras ellas discutían sobre quién se encargaba de los oídos, si un oftalmólogo o un otorrino, la puerta se abrió. Esta vez tuve tiempo de grabar en mi memoria los largos cabellos canosos y el rostro anguloso y fatigado del ginecólogo, un hombre de unos cuarenta años con un cigarrillo en la boca.

Tras esta primera exploración, di un largo paseo, es decir, que anduve arriba y abajo por la única calle de la ciudad. No sé ya cuántas veces caminé hasta el extremo de la calle, atravesé la cancha de baloncesto y regresé a la entrada del hospital. No dejaba de pensar en aquel médico. Parecía más joven que mi padre. Ignoraba si se conocían. Me habían dicho que en ginecología visitaba los lunes y los jueves, y que, el resto de la semana, se encargaba sucesivamente de cirugía, urología y de enfermedades digestivas. Era posible que conociera a mi padre, al menos de nombre, pues antes de convertirse en un enemigo del pueblo había gozado de cierta reputación en nuestra provincia. Intenté imaginarme a mi padre o mi madre en su lugar, en aquel hospital de distrito, recibiendo a su hijo bienamado y a la Sastrecilla tras la puerta donde estaba escrito «ginecología». Sería, sin duda, la mayor catástrofe de su vida, ¡peor aún que la Revolución cultural! Sin ni siquiera dejarme explicar quién era el autor de la preñez, me pondrían de patitas en la calle, escandalizados, y nunca más volverían a verme. Era difícil de comprender, pero los «intelectuales burgueses», a quienes los comunistas habían infligido tantas desgracias, eran moralmente tan severos como sus perseguidores.

Aquel mediodía, comí en el restaurante. Lamenté inmediatamente aquel lujo que reducía de un modo considerable mi bolsa, pero era el único lugar en el que podía hablar con desconocidos. ¿Quién sabe? Tal vez iba a encontrarme con algún pillastre que conociera todos los trucos para abortar.

Pedí un plato de gallo salteado con guindillas frescas y un bol de arroz. Mi comida, puesto que la hice durar voluntariamente, fue más larga que la de un vejestorio desdentado. Pero, a medida que la carne disminuía en mi plato, mi esperanza se esfumó. Los pillastres de la ciudad, más pobres o más agarrados que yo, no pusieron los pies en el restaurante. Durante dos días, mi acecho ginecológico resultó infructuoso. El único hombre con el que conseguí hablar del tema fue el vigilante nocturno del hospital, un ex policía de treinta años, expulsado de su profesión un año antes por haberse acostado con dos chicas. Permanecí en su garita hasta medianoche, jugando al ajedrez y contándonos nuestras hazañas de aventureros. Me pidió que le presentara hermosas muchachas reeducadas de mi montaña, de la que yo afirmé ser un buen conocedor, pero se negó a echarle una mano a mi amiga que «tenía problemas con la regla».

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