Balzac y la joven costurera china (15 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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Tras la comedia llegó el juego. Como un guijarro, el llavero de Luo cayó, poco más o menos, en el lugar acostumbrado. Me zambullí de cabeza en el agua. A tientas, busqué entre las piedras y los rincones más sombríos, centímetro a centímetro. Y de pronto, en la oscuridad casi absoluta, toqué una serpiente. ¡Uf!., hacía años que no había tocado una, pero aun en el agua reconocí su piel resbaladiza y fría. Por reflejo, huí enseguida y volví a la superficie.

¿De dónde había salido? No lo sé. Tal vez la arrastró el torrente, tal vez fuera una culebra hambrienta que buscaba un nuevo reino. Minutos más tarde, a pesar de la prohibición de Luo, me zambullí de nuevo en el agua. Me negaba a que una serpiente se quedara con las llaves.

¡Pero qué miedo tenía esta vez! La serpiente me enloquecía: incluso en el agua, sentía que el sudor frío me corría por la espalda. Las piedras inmóviles que tapizaban el suelo parecieron, de pronto, comenzar a moverse, convertirse en seres vivos a mi alrededor. ¿Lo imaginas? Volví a la superficie para recuperar el aliento.

La tercera vez estuvo a punto de ser la buena. Por fin había visto el llavero. En el fondo del agua, me parecía un anillo borroso, aunque brillante aún, pero cuando estaba a punto de agarrarlo sentí un golpe en la mano derecha, una maligna dentellada, muy violenta, que me abrasó y me hizo huir abandonando el llavero.

Dentro de cincuenta años todavía podrá verse esa fea cicatriz en mi dedo. Tócala.

Luo estaría fuera un mes. Yo adoraba estar solo de vez en cuando, para hacer lo que me viniera en gana, para comer cuando lo deseara. Habría sido el feliz príncipe reinante de nuestra casa sobre pilotes si la víspera de su partida Luo no me hubiese confiado una misión delicada.

—Quisiera pedirte un favor —me había dicho bajando misteriosamente el tono—. Espero que, en mi ausencia, seas el guardia de corps de la Sastrecilla.

Según él, la deseaban muchos muchachos de la montaña, incluidos los «jóvenes reeducados». Aprovechando su mes de ausencia, los adversarios potenciales iban a correr hacia la tienda del sastre y librar un combate sin cuartel. «No olvides —me dijo— que es la belleza número uno del Fénix del Cielo.» Mi tarea consistía en asegurar una presencia diaria a su lado, como el guardián de la puerta de su corazón, para no dar a los competidores posibilidad alguna de introducirse en su vida privada, de deslizarse en un dominio que sólo pertenecía a Luo, mi comandante.

Acepté la misión sorprendido y halagado. ¡Qué ciega confianza me demostraba Luo al pedirme este favor! Era como si me hubiera confiado un tesoro fabuloso, el botín de su vida, sin sospechar que yo pudiera robárselo.

En aquel tiempo, yo tenía sólo un deseo: ser digno de su confianza. Imaginaba ser el general en jefe de un ejército derrotado, encargado de atravesar un inmenso y horrible desierto, para escoltar a la mujer de su mejor amigo, otro general. Cada noche, armado con una pistola y una metralleta, iba a montar guardia ante la tienda de aquella mujer sublime, para hacer retroceder a las atroces fieras que deseaban su carne, con los ojos ardientes de deseo brillando en las sombras como manchas fosforescentes. Un mes más tarde, saldríamos del desierto tras haber conocido las más espantosas pruebas: tormentas de arena, falta de alimento, escasez de agua, motines de mis soldados... Y cuando la mujer corriera, por fin, hacia mi amigo el general, cuando se arrojara el uno en los brazos de la otra, yo me desvanecería de fatiga y deseo, en lo alto de la última duna.

Así, a partir del día siguiente de que Luo se marchara, pues había sido llamado a la ciudad por telegrama, un policía de paisano aparecía, cada mañana, en el sendero que llevaba a la aldea de la Sastrecilla. Su rostro era serio y su andar apresurado. Un poli asiduo. Era otoño y el policía avanzaba deprisa, como un velero con el viento de popa. Pero pasada la antigua casa del Cuatrojos, el sendero giraba hacia el norte y el poli se veía obligado a caminar contra el viento, con la espalda doblada, la cabeza gacha, como un excursionista tenaz y experto. En el peligroso paso del que ya he hablado, de treinta centímetros de ancho y flanqueado por dos vertiginosos precipicios, el famoso paso obligado de la peregrinación a la belleza, aminoraba la marcha, aunque sin detenerse ni ponerse a cuatro patas. Ganaba cada día su combate contra el vértigo. Lo atravesaba caminando con ligera vacilación, mirando a los ojos saltones e indiferentes del cuervo de pico rojo, encaramado siempre en la misma roca, al otro lado.

Al menor paso en falso, nuestro poli funámbulo podía aplastarse en el fondo de un abismo, el de la izquierda o el de la derecha.

¿Hablaba con el cuervo aquel policía sin uniforme? ¿Le llevaba una migaja de comida? A mi entender, no. Estaba impresionado, sí, e incluso mucho tiempo más tarde conservó en su memoria la mirada indiferente que le echaba el pájaro. Sólo algunas divinidades muestran semejante desinterés. Pero el pájaro no consiguió quebrantar la convicción de nuestro poli, que tenía una sola cosa en la cabeza: su misión.

Subrayemos que el cuévano de bambú, que antaño llevaba Luo, estaba ahora en la espalda de nuestro policía. Una novela de Balzac, traducida por Fu Lei, seguía oculta en el fondo, bajo unas hojas, unas verduras, granos de arroz o de maíz. Algunas mañanas, cuando el cielo estaba muy encapotado, mirando de lejos, daba la impresión de que un cuévano de bambú trepaba solo por el sendero y desaparecía en una nube gris.

La Sastrecilla ignoraba que yo estaba protegiéndola, y me consideraba sólo un lector sustituto.

Sin pretensión alguna, advertí que mi lectura, o mi modo de leer, complacía un poco más a mi oyente que la de mi predecesor. Leer en voz alta una página entera me parecía insoportablemente aburrido, así que decidí hacer una lectura aproximada, es decir, leía primero dos o tres páginas, o un capítulo corto, mientras ella trabajaba en su máquina de coser. Luego, tras rumiarlo un poco, le hacía una pregunta o le pedía que adivinara lo que iba a ocurrir. Cuando había respondido, yo le contaba lo que decía el libro, casi párrafo a párrafo. De vez en cuando, no podía evitar añadir alguna cosa, aquí y allá, pequeñas pinceladas personales, digamos, para que la historia la divirtiera más. Llegaba incluso a inventar situaciones o a introducir el episodio de otra novela, cuando me parecía que el viejo Balzac estaba cansado.

Hablemos del fundador de esta dinastía de sastres, del dueño de la tienda familiar. Entre los desplazamientos profesionales a las aldeas de los alrededores, la estancia del viejo sastre en su propia casa se reducía, a menudo, a dos o tres días. Pronto se acostumbró a mis visitas cotidianas. Más aún, al expulsar al enjambre de pretendientes disfrazados de clientes, era el mejor cómplice de mi misión. No había olvidado las nueve noches que pasó en casa, escuchando El conde de Montecristo. La experiencia se repitió en su propia morada. Tal vez algo menos apasionado, aunque muy interesado aún, fue el oyente parcial de
El primo Pons
, una historia más bien negra, también de Balzac. Sin hacerlo adrede, se topó tres veces consecutivas con un episodio en el que aparecía Cibot el sastre, un personaje secundario muerto a fuego lento por Rémonencq el chatarrero.

Ningún poli del mundo habría puesto más empeño que yo en cumplir una misión. Entre capítulo y capítulo de
El primo Pons
, participaba de buena gana en los trabajos domésticos. Cada día me encargaba de traer agua del pozo común, con dos grandes cubos de madera en los hombros, para llenar el depósito familiar de la joven modista. A menudo le preparaba las comidas, y descubría humildes placeres en muchos detalles que exigían la paciencia del cocinero: limpiar y cortar las verduras o la carne, cortar leña con un hacha mellada, hacer que prendiera, mantener con astucia el fuego que podía apagarse en cualquier instante... A veces, sin vacilar y si era necesario, soplaba en las brasas, con la boca muy abierta, para atizar el fuego con el impaciente aliento de mi juventud, entre una humareda espesa, irrespirable, una polvareda asfixiante. Todo iba muy deprisa. Pronto, la cortesía y el respeto debidos a la mujer, revelados por las novelas de Balzac, me transformaron en lavandera que hacía a mano la colada, en el arroyo, incluso en aquel comienzo de invierno, cuando la Sastrecilla se sentía desbordada por los encargos.

Aquella domesticación perceptible y enternecedora me llevó a una más íntima aproximación a la feminidad. ¿Les dice algo la balsamina? Es fácil encontrarla en las floristerías y en las ventanas de las casas. Es una flor, amarilla a veces pero sangrienta a menudo, cuyo fruto se hincha, madura y estalla al menor contacto, proyectando sus semillas. Era la emperatriz emblemática de la montaña del Fénix del Cielo pues, en la forma de sus flores, es posible, según dicen, observar la cabeza, las alas, las patas e, incluso, la cola del fénix.

Cierta tarde nos encontramos los dos, cara a cara, en la cocina, al abrigo de miradas curiosas. Entonces, el policía, que reunía también los cargos de lector, narrador, cocinero y lavandera, enjuagó cuidadosamente en una jofaina de madera los dedos de la Sastrecilla; luego, suavemente, como una minuciosa esteticista, aplicó en cada una de sus uñas el espeso jugo obtenido de las flores de balsamina machacadas.

Sus dedos, que nada tenían que ver con los de las campesinas, no estaban deformados por los trabajos rudos; el dedo corazón de la mano izquierda mostraba una cicatriz rosada, sin duda producida por los colmillos de la serpiente de la poza del torrente.

—¿Dónde aprendiste este truco de muchacha? —me preguntó la Sastrecilla.

—Me lo contó mi madre. Según ella, cuando mañana te quites los pequeños pedazos de tela que cubren la punta de tus dedos, tus uñas estarán teñidas de color rojo vivo, como si te las hubieras pintado.

—¿Y durará mucho?

—Unos diez días.

Hubiera querido pedirle que me concediese el derecho de depositar un beso en sus uñas rojas, a la mañana siguiente, como recompensa por mi pequeña obra maestra, pero la cicatriz aún reciente de su dedo corazón me forzó a respetar las prohibiciones dictadas por mi estatuto y a mantener el compromiso caballeresco que había aceptado de quien me encomendó mi misión.

Aquella noche, al salir de su casa llevando
El primo Pons
en el cuévano de bambú, tomé conciencia de los celos que suscitaba en los jóvenes de la aldea. Apenas hube tomado el sendero cuando un grupo de unos quince campesinos apareció a mi espalda y me siguió en silencio.

Volví la cabeza y les lancé una mirada, pero la maligna hostilidad de sus jóvenes rostros me sorprendió. Aceleré el paso.

De pronto, tras de mí se alzó una voz que exageraba, ridículamente, el acento de la ciudad:

—¡Ah! Permítame, Sastrecilla, que haga la colada por usted.

Me ruboricé y comprendí, sin ambigüedad alguna, que estaban imitándome, parodiándome, que se burlaban de mí. Volví la cabeza para identificar al autor de aquella fea comedia: era el cojo del pueblo, el de más edad del grupo, que agitaba un tirachinas como si fuera una vara de mando.

Aparenté no haber oído nada y proseguí mi camino mientras el grupo me rodeaba, me empujaba, gritaba a coro la frase del cojo y soltaba una carcajada lúbrica, ruidosa y salvaje.

Muy pronto, la humillación se concretó todavía más en una frase asesina pronunciada por alguien que me puso el dedo bajo la nariz:

—¡Vete a lavar las bragas de la Sastrecilla!

¡Aquello fue un golpe bajo! ¡Y qué precisión por parte de mi adversario! No pude decir palabra, ni disimular mi turbación porque, en efecto, las había lavado.

En aquel instante, el cojo se adelantó, me cerró el paso, se quitó el pantalón y los calzoncillos, descubriendo su sexo encogido y enmarañado.

—Toma, quiero que laves también los míos —gritó con una risa provocadora, obscena, y un rostro deformado por la excitación.

Levantó al aire su calzoncillo amarillento, ennegrecido, remendado y mugriento, y lo agitó por encima de su cabeza.

Busqué todos los tacos que conocía, pero estaba tan lleno de cólera, había perdido de tal modo los nervios, que no conseguí «bramar» ni uno solo. Temblaba y tenía ganas de llorar.

No recuerdo muy bien lo que siguió. Pero sé que tomé un terrible impulso y, blandiendo mi cuévano, me lancé sobre el cojo. Quería golpearle en plena cara, pero consiguió esquivar el golpe y lo recibió sólo en el hombro derecho. En aquella lucha de uno contra todos, sucumbí a su número y fui dominado por dos jóvenes mocetones. Mi cuévano estalló, cayó, se volcó y vertió por el suelo su contenido, dos huevos aplastados gotearon sobre una hoja de col y mancharon la cubierta de
El primo Pons
, que yacía en el polvo.

Se hizo de pronto el silencio; mis agresores, es decir, el enjambre de dolidos pretendientes de la Sastrecilla, aunque todos analfabetos, quedaron pasmados ante la aparición de aquel extraño objeto: un libro. Se acercaron y formaron un círculo a su alrededor, a excepción de los dos que me sujetaban los brazos. El cojo sin calzoncillos se agachó, abrió la cubierta y descubrió el retrato de Balzac, en blanco y negro, con larga barba y mostachos plateados.

—¿Es Karl Marx? —preguntó uno al cojo—. Debes de saberlo, has viajado más que nosotros.

El cojo vacilaba.

—¿O tal vez sea Lenin? —dijo otro.

—O Stalin, sin uniforme.

Aprovechando la vacilación general, solté mis brazos en un último respingo y me lancé, como si me zambullera, hacia
El primo Pons
, tras haber apartado a los campesinos que lo rodeaban.

—No lo toquéis —grité, como si se tratara de una bomba a punto de estallar.

Apenas el cojo comprendió lo que ocurría cuando le arranqué el libro de las manos, partí a toda velocidad y me adentré en el sendero.

Una granizada de piedras y gritos acompañó mi fuga durante un buen rato. «¡Lavador de bragas! ¡Cobarde! ¡Vamos a reeducarte!» De pronto, un guijarro lanzado por el tirachinas me golpeó la oreja izquierda y un violento dolor me hizo perder, de inmediato, parte de la audición. Por reflejo, llevé la mano a la herida y mis dedos se mancharon de sangre. A mis espaldas, las injurias aumentaban tanto en sonoridad como en obscenidad. Las piedras que golpeaban en las paredes rocosas resonaban en la montaña, se transformaban en amenaza de linchamiento, en advertencia de una nueva emboscada. De pronto, todo se detuvo y reinó la calma.

En el camino de regreso, el poli herido decidió, muy a su pesar, abandonar la misión.

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