Balzac y la joven costurera china (2 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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Durante largo tiempo, la familia Luo vivió en el mismo rellano que la mía, en el tercer y último piso de un edificio de ladrillo. Luo era el quinto hijo de su padre, y el único de su madre.

No es exagerado decir que fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. Nos criamos juntos y pasamos toda clase de pruebas, a veces muy duras. Nos peleábamos muy raramente.

Recordaré siempre la única vez que nos pegamos o, más bien, que me pegó: fue durante el verano de 1968. Él tenía unos quince años y yo, apenas catorce. Era por la tarde; una gran reunión política se celebraba en el hospital donde trabajaban nuestros padres, en una cancha de baloncesto al aire libre. Los dos sabíamos que el padre de Luo era el objeto de esta reunión y que le esperaba una nueva denuncia pública de sus crímenes. Hacia las cinco, nadie había regresado aún, y Luo me pidió que lo acompañara allí.

—Identificaremos a los que denuncian y pegan a mi padre —me dijo—, y nos vengaremos de ellos cuando seamos mayores.

La cancha de baloncesto, atestada, bullía de cabezas morenas. Hacía mucho calor. El altavoz aullaba. El padre de Luo estaba arrodillado en el centro de una tribuna. Un gran cartel de cemento, muy pesado, colgaba de su cuello por medio de un alambre que se hundía y casi desaparecía en su piel. En este cartel habían escrito su nombre y su crimen: REACCIONARIO.

Incluso a treinta metros de distancia, tuve la impresión de ver en el suelo, bajo la cabeza de su padre, una gran mancha negra formada por el sudor.

La voz amenazadora de un hombre gritó por el altavoz:

—¡Reconoce que te has acostado con esta enfermera!

El padre inclinó la cabeza, cada vez más abajo, tan abajo que hubiera podido creerse que el cuello había sido aplastado por el alambre del cartel de cemento. Un hombre le acercó un micrófono a la boca y se oyó un «sí» muy débil, casi tembloroso, escapando de ella.

—¿Cómo ocurrió? —aulló el inquisidor por el altavoz—. ¿La tocaste tú primero, o fue ella?

—Fui yo.

—¿Y luego?

Se hizo un silencio de algunos segundos. Después, la multitud, gritó como un solo hombre:

—¿Y luego?

Aquel grito, repetido por dos mil personas, resonó como un trueno y revoloteó por encima de nuestras cabezas.

—Seguí adelante... —dijo el criminal.

—¡Qué más! ¡Detalles!

—Pero, cuando la toqué —confesó el padre de Luo—, caí... entre nubes y niebla.

Nos marchamos mientras los gritos de aquella multitud de inquisidores fanáticos volvían a desencadenarse. Por el camino, sentí de pronto que las lágrimas corrían por mi rostro y advertí cuánto quería yo a aquel viejo vecino, el dentista.

Entonces, Luo me abofeteó sin decir palabra. El golpe fue tan sorprendente que estuvo a punto de enviarme al suelo.

En el año 1971, el hijo de un neumólogo y su compañero, hijo de un gran enemigo del pueblo que había tenido la suerte de tocar los dientes de Mao, eran sólo dos «jóvenes intelectuales» entre el centenar de muchachos y chicas enviados a aquella montaña, llamada «el Fénix del Cielo». Un nombre poético y un chusco modo de sugerir su terrible altura: los pobres gorriones y los pájaros ordinarios del llano nunca podrían elevarse hasta ella; sólo podía alcanzarla una especie vinculada con el cielo, potente, legendaria, profundamente solitaria.

Ninguna carretera accedía a ella, sólo un estrecho sendero que iba elevándose entre las enormes masas de rocas, los picos, montes y crestas de todos los tamaños y formas. Para distinguir la silueta de un coche, oír un bocinazo, signo de civilización, o para olfatear el aroma de un restaurante era preciso caminar durante dos días por la montaña. Un centenar de kilómetros más lejos, a orillas del río Ya, se extendía el pequeño burgo de Yong Jing; era la ciudad más cercana. El único occidental que había puesto los pies en ella era un misionero francés, el padre Michel, en los años cuarenta, cuando estaba buscando un nuevo paso para llegar al Tíbet.

«El distrito de Yong Jing no carece de interés, especialmente una de sus montañas, la que llaman el Fénix del Cielo —escribió ese jesuita en su cuaderno de viaje—. Una montaña conocida por su cobre amarillo, empleado en la fabricación de las antiguas monedas. Dicen que, en el siglo I, un emperador de la dinastía Han ofreció esta montaña a su amante, uno de los jefes eunucos de su palacio. Cuando posé mis ojos en sus picos, de vertiginosa altura, que se levantaban a mi alrededor, vi un estrecho sendero que ascendía por las sombrías fisuras de las rocas en desplome y parecía volatilizarse en la bruma. Algunos culíes, cargados como bestias de tiro, con grandes bultos de cobre sujetos a la espalda por correas de cuero, bajaban por aquel sendero. Pero me dijeron que la producción de este mineral estaba en declive desde hacía mucho tiempo, principalmente a causa de la falta de medios de transporte. Hoy, la particular geografía de esta montaña ha llevado a sus habitantes a cultivar opio. Por otra parte, me han aconsejado que no ponga los pies en ella: todos los que cultivan opio están armados. Tras la cosecha, pasan el tiempo asaltando a los transeúntes. Me limité, pues, a mirar de lejos aquel lugar salvaje y aislado, oscurecido por la exuberancia de gigantescos árboles, plantas trepadoras y vegetación lujuriante, que parecía el lugar ideal para que un bandido brotase de las sombras y saltara sobre los viajeros.»

El Fénix del Cielo comprendía unas veinte aldeas dispersas por los meandros del único sendero, u ocultas en los sombríos valles. Normalmente, cada aldea acogía a cinco o seis jóvenes procedentes de la ciudad, pero la nuestra, encaramada en la cima y la más pobre de todas, sólo podía encargarse de dos: Luo y yo. Nos instalaron precisamente en la casa sobre pilotes donde el jefe del poblado había inspeccionado mi violín.

El edificio, que pertenecía a la aldea, no había sido concebido como vivienda. Debajo de la casa, levantada del suelo por unas columnas de madera, estaba la pocilga donde vivía una gran cerda, también patrimonio común. La casa propiamente dicha era de madera vieja en bruto, sin pintura, y servía de almacén para el maíz, el arroz y las herramientas estropeadas; era también un lugar ideal para las citas secretas de los adúlteros.

Durante varios años, nuestra residencia de reeducación no tuvo muebles, ni siquiera una mesa o una silla, tan sólo dos camas improvisadas, colocadas contra una pared en una pequeña habitación sin ventanas.

Sin embargo, aquella casa se convirtió rápidamente en el centro de la aldea: todo el mundo acudía, incluso el jefe, con su ojo izquierdo manchado siempre por tres gotas de sangre.

Y todo ello gracias a otro «fénix», muy pequeño, casi minúsculo y más bien terrenal, cuyo dueño era mi amigo Luo.

En realidad, no era un verdadero fénix sino un gallo orgulloso con plumas de pavo real, de color verdoso estriado con rayas de azul oscuro. Bajo el cristal algo mugriento, bajaba rápidamente la cabeza, y su pico puntiagudo de ébano golpeaba un suelo invisible mientras la aguja de los segundos giraba lentamente por la esfera. Luego levantaba la cabeza, con el pico abierto, y sacudía su plumaje, visiblemente satisfecho, saciado de haber picoteado unos imaginarios granos de arroz. ¡Qué pequeño era el despertador de Luo, con su gallo moviéndose a cada segundo! Gracias a su tamaño, sin duda, había podido escapar a la inspección del jefe del poblado, cuando llegamos. Era apenas como la palma de una mano, pero con un timbre muy bonito, lleno de dulzura.

Antes de nuestra llegada, en la aldea nunca había habido un despertador, ni un reloj de pulsera, ni de pared. La gente había vivido siempre según la salida y la puesta del sol.

Nos sorprendió comprobar el poder, casi sagrado, que el despertador ejercía sobre los campesinos. Todo el mundo venía a consultarlo, como si nuestra casa sobre pilotes fuera un templo. Cada mañana el mismo ritual: el jefe iba de un lado a otro, a nuestro alrededor, fumando su pipa de bambú, larga como un viejo fusil. No apartaba los ojos de nuestro despertador. Y a las nueve en punto, daba un largo y ensordecedor silbido, para que todos los aldeanos fueran a los campos.

—¡Ya es hora! ¿Me oís? —gritaba ritualmente hacia las casas que se levantaban por todas partes—. Es la hora de ir al tajo, ¡pandilla de holgazanes! Pero ¿a qué estáis esperando?, ¡retoños de los cojones de un buey!...

Ni a Luo ni a mí nos gustaba demasiado ir a trabajar en aquella montaña de senderos abruptos y estrechos que subían y subían hasta desaparecer en las nubes, senderos por los que era imposible empujar un carrito y donde el cuerpo humano representaba el único medio de transporte.

Lo que más nos horrorizaba era llevar la mierda a la espalda, en cubos de madera semicilíndricos especialmente concebidos y fabricados para transportar toda clase de abono, humano o animal. Cada día debíamos llenar de excrementos mezclados con agua aquella especie de mochilas, cargarlas a nuestros lomos y trepar hasta campos situados, a menudo, a una altura vertiginosa. A cada paso oías cómo la mierda líquida chapoteaba en el cubo, justo junto a tus orejas; y el hediondo contenido escapaba poco a poco de la tapa y se vertía, chorreando a lo largo de tu torso. Queridos lectores, les ahorraré las escenas de caída pues, como pueden imaginar, cada paso en falso podía resultar fatal.

Cierto día, al amanecer, pensando en las «mochilas» que nos aguardaban, perdimos las ganas de levantarnos. Estábamos aún en la cama cuando oímos que se acercaban los pasos del jefe. Eran casi las nueve y el gallo picoteaba impasiblemente su comida, cuando, de pronto, Luo tuvo una idea genial: cogió la ruedecilla e hizo girar las agujas del despertador en sentido inverso, hasta retrasado una hora. Y seguimos durmiendo. Qué agradable fue dejar que se nos pegaran las sábanas, y más sabiendo que el jefe esperaba fuera, yendo de un lado a otro con su larga pipa de bambú en la boca. Aquel audaz y fabuloso hallazgo casi hizo desaparecer nuestro rencor hacia aquellos ex cultivadores de opio, reconvertidos en «campesinos pobres» bajo el régimen comunista, que se estaban encargando de nuestra reeducación.

Tras aquella histórica mañana, modificamos a menudo las horas del despertador. Todo dependía de nuestro estado físico o de nuestro humor. A veces, en vez de hacer girar las agujas hacia atrás, las avanzábamos una hora o dos, para terminar antes el trabajo de la jornada. De aquel modo, al no saber ya verdaderamente qué hora era, acabamos perdiendo toda noción del tiempo.

▪▪▪

Llovía a menudo en la montaña del Fénix del Cielo. Llovía casi dos días de cada tres. Pocas veces tempestades o diluvios, más bien lluvia fina, constante y solapada, lluvia de la que se hubiera dicho que nunca terminaría. Las formas de los picos y las rocas que había alrededor de nuestra casa desaparecían tras una espesa y siniestra niebla, y aquel paisaje blandamente irreal nos dejaba aplastados, tanto más cuanto que en el interior de la casa vivíamos en una permanente humedad, el moho lo corroía todo y nos rodeaba cada vez más. Era peor que vivir en el fondo de un sótano.

A veces, por la noche, Luo no conseguía dormir. Se levantaba, encendía la lámpara de petróleo y se deslizaba bajo la cama, a cuatro patas, en la semioscuridad, buscando las pocas colillas que había dejado caer. Cuando salía, se sentaba en la cama con las piernas cruzadas, reunía las colillas enmohecidas en un pedazo de papel (a menudo una valiosa carta de su familia) y las secaba a la llama de la lámpara de petróleo. Luego, sacudía las colillas y recogía las briznas de tabaco con una minuciosidad de relojero, sin perder ni una hebra. Una vez liado el cigarrillo, lo encendía y, luego, apagaba la lámpara. Fumaba en la oscuridad, sentado siempre, escuchando el silencio de la noche sobre el que destacaban los gruñidos de la cerda que, justo bajo nuestra habitación, hozaba en el montón de estiércol.

De vez en cuando, la lluvia duraba más que de costumbre, y la escasez de cigarrillos se prolongaba. Una vez, Luo me despertó en plena noche.

—Ya no encuentro colillas, ni debajo de la cama ni en ninguna parte.

—¿Y qué?

—Me siento deprimido —me dijo—. ¿Querrías tocar una melodía con el violín?

Me apresuré a hacerlo. Al tocar, sin estar realmente lúcido, pensé de pronto en nuestros padres, en los suyos y en los míos: si el neumólogo o el gran dentista que tantas hazañas había logrado hubieran visto aquella noche el fulgor de la lámpara de petróleo oscilando en nuestra casa sobre pilotes; si hubieran oído aquella melodía de violín, mezclándose con los gruñidos de la cerda:.. Pero no había nadie. Ni siquiera los campesinos de la aldea. El vecino más próximo estaba, por lo menos, a un centenar de metros.

Fuera, llovía. Pero esta vez no era la lluvia fina habitual sino una lluvia pesada, brutal, cuyo golpeteo en las tejas oíamos por encima de nuestras cabezas. Sin duda aquello contribuía a deprimir aún más a Luo: estábamos condenados a pasar toda nuestra vida en reeducación. Normalmente, un joven nacido en una familia normal, obrera o intelectual revolucionaria, que no hacía tonterías, tenía, según los periódicos oficiales del Partido, el cien por cien de posibilidades de concluir su reeducación en dos años, antes de volver a la ciudad y reunirse con su familia. Pero, para los hijos de las familias catalogadas como «enemigas del pueblo», la posibilidad del regreso era ínfima: tres sobre mil. Matemáticamente hablando, Luo y yo estábamos jodidos. Nos quedaba la ilusionante perspectiva de convertirnos en viejos y calvos, morir y acabar envueltos en el sudario blanco local, en la casa sobre pilotes.

Realmente había por qué sentirse deprimido, torturado, incapaz de cerrar los ojos.

Aquella noche, toqué primero. un fragmento de Mozart; luego, uno de Brahms y una sonata de Beethoven, pero ni siquiera éste consiguió levantarle la moral a mi amigo.

—Prueba con otro —me dijo.

—¿Qué quieres escuchar?

—¡Algo más alegre!

Reflexioné, busqué en mi pobre repertorio musical, pero no encontré nada.

Luo comenzó entonces a canturrear un estribillo revolucionario.

—¿Qué te parece esto? —me preguntó. —Genial.

Inmediatamente, lo acompañé al violín. Era una canción tibetana cuya letra se había modificado para convertirla en un elogio a la gloria del presidente Mao. A pesar de ello, el ritmo había conservado su alegría, su fuerza indomable. La adaptación no había llegado a destrozarla por completo. Cada vez más excitado, Luo se puso de pie en la cama y comenzó a danzar girando sobre sí mismo, mientras grandes gotas de lluvia caían en el interior de la casa por las descoyuntadas tejas del techo.

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