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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (27 page)

BOOK: Bangkok 8
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—Dile que quiero que ponga toda la hierba de la bolsa en el porro.

Los ojos de Ferral pasaron con rapidez de Ruamsantiah a mí y a la porra, que seguía gruesa y negra sobre la mesa. Ferral se quedó mirándola. Sentí que se me hacía un nudo en el estómago, aunque nada que pudiera compararse con el miedo de Ferral, que hizo aparecer un sudor frío en su rostro. Pensaba exactamente lo mismo que yo. Que te den una paliza es una cosa. Que te den una paliza si estás colocado es una experiencia muy distinta. El dolor y el terror se multiplican por cien.

—Será mejor que hagas lo que dice —le advertí.

Ferral reanudó el trabajo sin el consuelo de la ironía. Le empezaron a temblar las manos.

—Ya le has dado bastante caña —le murmuré en tailandés.

—No la suficiente. Se reirá de nosotros en cuanto se reúna con sus amiguitos en Kaoshan Road.

—Le has asustado tanto que no puede ni liarse el porro. —Además de los temblores, unas sacudidas periódicas hacían que las manos de Ferral vertieran hierba por toda la mesa.

—Muy bien, dile que prometo no hacerle daño si hace lo que le he dicho.

Estas palabras calmaron un poco al chico. Incluso volvió a albergar su primera presunción de que íbamos a divertirnos juntos, los tres, y que eso, por supuesto, sería una historia genial para contar en Internet. De todos modos, sus ojos no dejaban de lanzar miradas furtivas a la porra.

Cuando acabó de liarse el canuto, éste parecía una chimenea blanca curvada. Miró a Ruamsantiah para que le diera permiso para encenderlo y el sargento asintió con la cabeza. Ferral sólo le dio una calada antes de ofrecérselo a Ruamsantiah, que lo rehusó. Yo también rehusé, lo que dejó a Ferral con el gigantesco porro en la mano y una expresión de desconcierto absoluto en el rostro.

—Quiero que se lo fume todo —dijo Ruamsantiah, haciendo rodar la porra hacia delante y hacia atrás con la palma de la mano, cosa que generó una especie de estruendo apagado. Ferral me miró, luego miró al porro, pero el poder que emanaba de la porra negra era demasiado, así que dio un par de caladas más.

—Tiene que inhalar bien el humo y retenerlo en los pulmones.

Un ataque de tos provocado por la marihuana hizo que Ferral doblara el cuerpo, luego siguió.

Ruamsantiah sólo se ablandó cuando se hizo evidente que Ferral vomitaría si daba una calada más. Para entonces, llevaba consumidas tres cuartas partes del porro y había adquirido una fascinación por los detalles más minúsculos: una mota de polvo que flotaba en un haz de luz, la tercera espiral desde arriba del índice de la mano izquierda.

Ruamsantiah cogió el encendedor y pasó la llama por delante de los ojos del chico. Billete a billete el sargento prendió fuego a los cinco mil bahts. A un cambio de cuarenta y tres dólares americanos, ascendían a unos ciento veinte dólares. Adam Ferral no era rico. Con ese dinero podía vivir en Tailandia más de una semana, pero el asombro que reflejaban sus ojos hablaba de una angustia más profunda. Occidente domina al resto del mundo gracias al dinero; que un policía tailandés pobre queme el dinero con una expresión de indiferencia desdeñosa en el rostro era un acto mágico que desafiaba la realidad aceptada, sobre todo si eres joven y estás muy, muy colocado. Virutas de fuego se comían los billetes, emitiendo partículas ingrávidas de oro; Ferral vio
bodhisattvas
en miniatura montados en alfombras de llamas. Ruamsantiah centraba ahora toda su atención, respeto y temores. El sargento podría haberse detenido en ese punto y Ferral habría sido lo bastante listo como para aprender la lección, pero la sugerencia de que estaba utilizando a la Policía Real tailandesa como plataforma para un ejercicio literario frivolo había provocado que se apoderara de Ruamsantiah una ira fría.

—Voy a meterle en el agujero.

—¿Hace falta?

Ruamsantiah vertió toda su ira contra mí.

—¿No es lo bastante compasivo para ti? Muy bien, que elija, ocho horas en el agujero o un juicio justo y una condena de cinco años en Bang Kwan. Pregúntale.

Apenas hizo falta plantear la cuestión, pero la furia de Ruamsantiah incluso me tenía a mí asustado.

—¿El agujero? —preguntó el chico, subrayando la palabra y dejando la boca abierta al pronunciar la O mientras la siniestra palabra hacía estragos en su psique.

Ruamsantiah se levantó y rodeó la mesa para agarrar a Ferral por la nuca y hacerle salir de la habitación. Lo último que le vi hacer fue volverse para mirarme desesperadamente, yo era un vínculo inadecuado con la civilización, sin duda, pero el único que tenía por aquí. Me quedé un rato sentado en la sala de interrogatorios lamentando mis deducciones de listillo. Ojalá no hubiera mencionado la página web. Ruamsantiah ha destrozado a hombres fuertes en ese agujero suyo y Ferral no es como ellos. También iban colocados, se habían fumado la hierba de diez porros. Que Buda le ayude.

Una mirada al reloj me recordó que la agente del FBI llevaba cuarenta minutos esperándome y que probablemente estaría subiéndose por las paredes. Decidí no contarle lo de Ferral y el agujero. Ya iba a ser un viaje bastante difícil sin ese adorno.

La sonrisa en el rostro de Jones que estaba sentada en la parte de atrás del coche era un poco artificial, producto de la voluntad, pero le di un sobresaliente por esforzarse.

—Siento llegar tarde.

—No te preocupes. Tienes otros casos, ¿no?

Ligeramente sorprendido por su generosidad, le confirmo que así es. La agente estaba de un humor poco habitual. Cuando vio lo deprimido que estaba, su preocupación me emocionó. ¿Se debía a algo que ella hubiera dicho ayer? Se había dado cuenta de que podía parecer arrogante y brusca, sobre todo en una sociedad budista educada y que tiene tan en cuenta las formas como la nuestra. ¿O me había ofendido que admitiera con sinceridad que me encontraba atractivo? Eso era muy propio de los norteamericanos, ¿verdad?, ser tan franco en estos temas. La gente de la mayoría de culturas, sobre todo las mujeres, jamás soltaría algo así. ¿O me molestaba algo más?

La Policía Real tailandesa remolca coches robados, embargados, ilegales y destrozados a una explanada vallada y vigilada junto al río que está a no más de tres kilómetros del complejo de viviendas donde vivo. A lo largo de los años, pequeños negocios satélite (prensas de metal, chatarrerías, talleres de reparación de coches) han proliferado alrededor del recinto, de forma que alguien que no conozca las costumbres tailandesas puede creer que se trata de un polígono industrial bien planificado. Un forastero incluso podría quedarse impresionado por la dedicación de los agentes de policía que patrullan el perímetro con el MÍ6 en ristre, para proteger la propiedad de los ciudadanos hasta que el proceso legal correspondiente determine quién es el verdadero dueño.

La agente del FBI trae consigo su propio kit para sacar huellas y fisgonear detrás y debajo de la tapicería, que ha arrastrado hasta el interior del pequeño despacho prefabricado. Al ver una puerta que lleva a un baño, saca su mono de trabajo y desaparece y unos minutos después regresa, envuelta en luminiscencia.

El sargento Suriya lleva dirigiendo este reino a orillas del río más tiempo del que puedo recordar; es famoso por su destreza en el papeleo, la disciplina de sus hombres y la precisión de su memoria. Es sumamente popular y todo el mundo considera que es una de esas personas desinteresadas que viven sólo para ayudar a los demás. Su rostro posee una movilidad extraordinaria mientras examina y vuelve a examinar el mío.

—¿Un Mercedes Clase E de cinco puertas, dice? —Afirmo con desconsuelo—. ¿Recogido hace dos semanas?

—Más o menos.

—¿Matrícula? —Le digo el número de la matrícula con voz afectada, como el personaje de una comedia.

—¿Y quieren examinarlo esta mañana? Pero, ¿no lo ha examinado ya un equipo forense?

—Creo que sí, pero el FBI quería echarle un vistazo. Sus medios técnicos son mucho más avanzados que los nuestros, ya sabe.

—Entiendo. El caso es que el equipo forense lo cambió un poco de sitio, tendrán que buscarlo.

Se lo cuento a Jones, que se encoge de hombros mientras Suriya examina su rostro.

—Muy bien, vamos a buscarlo. No puede ser muy difícil encontrar un Mercedes nuevo en un depósito de la policía.

—Hace calor.

—Ya lo sé. Puede que tenga que quitarme el mono y ensuciarme. No pasa nada.

—¿ No prefieres que volvamos cuando no haga tanto calor? —¿Quieres decir en plena noche? Ya llevo aquí más de tres semanas y todavía no ha hecho fresco ni un solo día. Siempre hace calor. ¿Quieres quedarte aquí con el aire acondicionado? No pasa nada. Sólo llévame donde esté el coche y ya lo inspeccionaré yo sola.

Suriya no sabe inglés y está esperando a que traduzca. Ha visto la profesionalidad de Jones, su kit, su mono y su intención firme y, por lo tanto, entiende mi problema. Es un hombre sensible e inteligente y siento la intensidad de su compasión, cosa que sólo hace que me sienta más desdichado. Le miro desesperado a los ojos.

—¿No tiene ni idea de dónde puede estar, más o menos? Se muerde el labio inferior concentrándose.

—Quizá por allí —dice señalando el río—, o por ahí —dice señalando hacia el norte— o por ahí —dice señalando ahora hacia el sur—, pero ahora que lo pienso quizá esté por ahí —señala el oeste. Jones ha seguido con facilidad su mano y sonríe con indulgencia.

—¿Sabes? Creo que estoy haciendo verdaderos progresos. Hace dos semanas, hubiera perdido los nervios si alguien no hubiera hecho bien su trabajo, pero ahora te entiendo. Quiero decir, ¿qué narices importa si tenemos que pasarnos veinte minutos buscándolo? No es que la vida de alguien dependa de ello. No vivimos en un mundo perfecto y los occidentales como yo deberíamos dejar de actuar como si tuviera que serlo. ¿Qué te parece? ¿Estoy mejorando o qué? Bueno, hagamos el trabajo de este tío y encontremos el coche. —Le dedica a Suriya una gran sonrisa, que éste le devuelve. Fuera en el calor, me coge del brazo un momento—. ¿Y sabes algo? Vuestro sistema funciona mejor que el nuestro, al menos en el plano psicológico. Sé agradable con los incompetentes y ellos lo serán contigo. Sé desagradable y seguirán siendo incompetentes, así que, ¿qué ganas creándote un enemigo?

—Tienes toda la razón.

—Sí. Incluso tiene algo de budista, ¿verdad? Me siento como si me estuvieras introduciendo en una especie de proceso de aprendizaje espiritual. Así que, ¿cómo quieres que lo hagamos, intuitivamente o sistemáticamente?

—Tú decides.

—Bueno, ya que yo carezco de intuición, tengo que sugerir que sigamos un sistema. ¿Qué te parece si empezamos por el río, cerca del malecón y vamos barriendo hacia el oeste hasta que lo encontremos?

El malecón es inesperadamente robusto y moderno, con pilotes tubulares de acero de más de medio metro de diámetro, una superficie lisa de hormigón reforzado y una grúa poderosa y achaparrada al final con una eslinga resistente. No encaja con el resto del paisaje, como si lo hubieran construido unos visitantes del futuro en un arrebato y luego lo hubieran dejado allí para nuestro uso y disfrute, jones no le presta atención y le da la espalda, extiende los dos brazos para establecer la longitud y perfila el modus operandi.

Intento seguir las instrucciones de Jones al pie de la letra, caminando despacio entre los coches y camiones desguazados de los que sólo quedan los chasis desnudos y oxidados, escudriñando atentamente las hileras a derecha e izquierda para que no me pase por alto un Mercedes último modelo. Cuando hemos completado más o menos la mitad de la tarea, Jones me lanza una mirada ceñuda desde una callejuela estrecha entre los coches desguazados, pero no nos detenemos hasta que llegamos al extremo oeste del recinto. A Jones, el sudor le cae por la frente desde el nacimiento del pelo y la sal hace que parpadee. Se ha abierto la cremallera de la parte delantera del mono y se ha subido las mangas. Evita mi mirada mientras se pone en cuclillas y se apoya en la valla de alambre; yo me agacho a su lado.

—Lo siento, Kimberley —le digo.

Respira hondo.

—¿Sabes? En mi país estoy acostumbrada a pensar que soy una persona bastante inteligente. Luego, cuando llevaba aquí unos días me pregunté si había estado engañándome a mí misma y me dije que tal vez fuera bastante estúpida. Lo superé cuando me di cuenta de que sólo sufría un choque de culturas, que todo el mundo es estúpido cuando se aleja de su marco de referencia. Así que decidí aprender a tener paciencia e incluso un poco de compasión budista y, por un momento, fui lo bastante estúpida como para sentirme satisfecha de mis propios progresos. La realidad tiene su forma de darnos una patada en los huevos, ¿verdad? Sobre todo en Tailandia, o al menos eso me parece a mí.

Me siento peor que nunca y soy incapaz de responder. Así que miro al suelo.

—Al menos dime si he entendido bien por qué llevas toda la mañana de este humor de perros.

—Sí, lo has entendido.

—Dejemos de marear la perdiz. Lo que he entendido es que en el único depósito de coches de la policía de Bangkok todos los automóviles parecen haber muerto por culpa de una peste que afectó a los vehículos hace unos veinte años. Sé que el nivel de vida no es especialmente alto en tu país, pero por las calles de Bangkok circulan bastantes coches de lujo, un número bastante sorprendente de Mercedes, Toyo— tas y Lexus de gama alta, esa clase de coches. Estadísticamente, uno esperaría que estuvieran representados al menos por uno o dos modelos en el depósito de coches de la Policía Real tailandesa, ¿no crees? í
— j

—Sí.

—Y lo que es más extraño, los únicos automóviles nuevos y de último modelo que he visto son dos BMW que están aparcados cerca del malecón.

—Es cierto, Kimberley.

—Claro que es cierto, ¿verdad, Sonchai? Sonchai, le has hecho muchas cosas a mi mente desde que trabajamos juntos, pero siempre te he perdonado porque nunca te he pillado siendo deshonesto. Nunca pensé que me engañarías. ¿Por qué has dejado que emprendiéramos esta búsqueda de locos cuando ya sabías desde el principio que habrían vendido el puto coche?

—Hay culturas de la culpa y culturas de la vergüenza. La tuya es una cultura de la culpa, la mía de la vergüenza.

—¿Quieres decir que siempre esperáis a ver si la mierda os va a alcanzar?

—No es una mala forma de decirlo. El coche podría haber estado aquí.

—No lo creo. Ese sargento de ahí dentro lo vendió, ¿verdad? ¿Vendió ese Mercedes que constituía una parte importantísima de la prueba forense de nuestra investigación?

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