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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (42 page)

BOOK: Bangkok 8
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—Oficialmente, la operación del puente Dao Phrya está relacionada con el whisky. Sólo unos pocos chabolistas tienen conocimiento del negocio de
yaa baa.
El cabecilla utiliza los contactos que hicieron con el alcohol para distribuir la metanfetamina. Después de todo, si puedes metabolizar el whisky de arroz probablemente sabrás manipular el
yaa baa.
Son distribuidores importantes en Bangkok y los dirige un pez gordo de verdad.

—¿Quién?

—Un poli, por supuesto. Un coronel de policía.

—¿Te dieron el nombre?

—Vikorn.

—¿Estás seguro?

—Si la información no fuera exacta no tendrían por qué haberme dado una paliza como ésa, ¿no crees?

—Supongo que no. ¿Nadie mencionó a Suvit? Los cha— bolistas están en su distrito.

—No. El nombre que me dieron fue Vikorn. Por como lo contaron, está al cargo de una operación muy importante. Los chabolistas son sólo una parte pequeña del negocio. Quizá ese tal Suvit trabaje para él.

—¿Alguien te contó cómo asesinaron al marine? ¿Cómo lo hirieron?

—Nadie sabe cómo organizaron tan bien lo de las serpientes, pero todo el mundo sabe que fue ese
katoy,
el transexual, quien lo hizo.

—¿Por qué están tan seguros?

—Uno de los chabolistas la vio. Algunos jemeres que iban en moto se cruzaron con el Mercedes antes de que se desviara por la carretera de salida. Quizá les avisaron por el móvil. El marine casi no hablaba tailandés, así que no se habría enterado ni aunque ella hubiera dicho: «Venid a matar a este cabrón ahora mismo». La vieron marcharse con uno de ellos. De hecho, escoltaron al marine por la carretera de salida; tenían armas, así que probablemente no se atrevió a abrir la puerta aunque pudiera.

Niego en silencio.

—No tiene sentido. Si el objetivo era matarle, ¿por qué no le dispararon y punto?

Fritz, a su vez, niega con la cabeza.

—Para encontrar una respuesta a esa pregunta, sólo hay que pasar unos meses en una prisión tailandesa. La muerte es algo demasiado mediocre en la mayoría de
vendettas
; el objetivo es maximizar el terror.

Sus ojos escudriñadores vieron en una pantalla que su vuelo estaba listo para embarcar. Me extendió la mano para que se la estrechara. Nuestros ojos se encontraron. Apartó la vista.

—Eres mejor que yo. Os jodí a ti y a tu madre y tú me has salvado la vida. Yo no me habría preocupado, pero gracias. Cuando te encuentres con el Buda puedes decirle que curaste a un alemán de su complejo de superioridad racista. Desde lo más profundo de mi corazón negro, gracias. —Fueron las últimas palabras que oí pronunciar a Fritz. Le dejé que volviera a la sala de embarque.

No hay que ser exagerados, al menos dos tercios de las personas que esperaban su vuelo eran parejas normales, solteros y familias: occidentales, japoneses, chinos, indios, africanos. El otro tercio restante consistía en hombres occidentales normalmente de más de cuarenta y cinco años que iban con chicas tailandesas siempre de menos de treinta. De lo que no nos damos cuenta, nosotros los tailandeses, es de lo sencilla que es la vida en Occidente. Demasiado sencilla. La más modesta de las contribuciones (una semana laboral de cuarenta horas en las tareas mecanizadas menos exigentes) le proporciona a uno un coche, un piso, una cuenta bancaria. Otros obsequios del sistema (una esposa, un hijo o dos, una pequeña colección de amigos) llegan automáticamente y envueltos en papel de regalo con toda clase de sustentos. Todo un hemisferio, en otras palabras, se muere de hambre de acción. Debe de ser un impulso demográfico subconsciente lo que nos envía a estos hombres; cada una de las bellezas que van de sus brazos es una bomba de relojería de complicaciones demoníacas y acontecimientos explosivos. ¡Eh! ¡Un aplauso para la Chica Tailandesa, que lleva desinteresadamente su mensaje de amor, vida y lujuria a un mundo hastiado!

Para nosotros, las complicaciones son algo natural, siempre tenemos alguna, como los atascos. Como Vikorn. Ojalá uno pudiera facturarlo para su exportación.

Cuarenta y seis

Anoche, la agente del FBI me invitó a cenar al restaurante italiano situado a orillas del río del hotel Oriental. Con gran compasión/ me dijo que no me arreglara. Ella se puso unos pantalones cortos blancos de lino que no eran de marca,una camiseta de manga corta blanca y de cuello ancho, sandalias abiertas: la sencillez personificada, observé agradecido. Pedí
antipasto misto
e hígado de ternera de segundo. Ella me copió con el
antipasto
y pidió una lasaña al horno para después, Cuando el camarero se acercó con la carta de vinos, Jones me la entregó, porque le había hablado de Truffaut y de cómo éste había educado meticulosamente mi paladar. Pedí un simple Barolo y me las di de experto poniéndome la copa debajo de la nariz, sorbiendo con decoro, luego saboreando el vino en la boca con la lengua, mientras el somelier (un tailandés) me miraba fijamente, antes de picarle el ojo ostentosamente a Kimberley y beberme el vino con un trago vulgar. Después de todo, sólo era un Barolo. Los dos nos dimos cuenta de que era la primera vez que había hecho que Jones se riera a carcajadas, un momento peligroso en el ritual de la seducción. Me avergüenza admitir que no puse fin al encanto con tanta firmeza como debería haberlo hecho, y ella murmuró misteriosamente algo sobre que era demasiado guapo para expresarlo con palabras. Me estaba buscando problemas a gritos.

—Sonchai, ¿ por qué me odias?

—No te odio.

—¿Pero finges no encontrarme atractiva? Una mujer estúpida habría decidido que eras gay (muchas mujeres protegen sus egos así), pero yo no soy estúpida. No eres gay, a veces te sientes atraído, al menos en un plano físico, pero te alejas. Una vez tras otra. Como un animal salvaje que ve una trampa. Tengo curiosidad.

Pasé la vista por los otros clientes. Tres parejas de occidentales de mediana edad que probablemente se hospedaban en el hotel, y al menos cuatro mesas de jóvenes occidentales con chicas tailandesas. Qué vida tan buena debemos de ofrecerle a un joven
farang
que disponga de un poco de dinero. Una noche recorriendo los bares te asegurará esa diosa joven y hermosa de tus sueños durante el tiempo que se te antoje comprarla, y puede que pases con ella una velada romántica o dos en un restaurante caro bajo las estrellas con la certeza de que después habrá cama. Y todo sin petulancia ni mal genio, u obligaciones que se extienden en el futuro. Dale una buena propina e incluso irá al aeropuerto a despedirte. El amor a la carta debe de ser, sin duda, una mejora del menú fijo.

—No quiero sentirme como un helado.

—¿Eh?

—Míralas. —Le señalo con la mano las otras mesas—. Esas chicas no hablan inglés tan bien como yo. No navegan por Internet. Probablemente nunca han estado en el extranjero. No se dan cuenta de que son un sabor nuevo de Háa— gen-Dazs. Da igual, son profesionales.

Jones traga saliva con fuerza. Lamento haber hecho que casi llore. Pero es una mujer fuerte.

—¿Así es como me ves? ¿Otra chunga occidental, igual que los hombres
farang?

No digo nada durante un segundo o dos. Luego:

—Nadie puede escapar a su propia cultura. Estamos programados, desde que nacemos. Una sociedad de consumo es una sociedad de consumo. Puede que empiece con lavadoras y aires acondicionados, pero tarde o temprano nos consumimos los unos a los otros. A nosotros también nos está pasando. Pero, verás, el Buda enseñaba que había que estar libre de todo apetito.

—Él otra vez. —Un suspiro. Ahora está decidida a no dejarme salir del atolladero cambiando de tema, ni siquiera dejándome hablar. Le sonrío—. ¿De qué te ríes?

—La belleza del Buda. Mira con qué perfección describió la causa y el efecto. He herido tu ego, y decides no hablarme. Quizá yo te lo devuelva dejándote de hablar también. Entonces, nos convertiremos en enemigos. Si tuviéramos armas quizá nos dispararíamos, una y otra vez, una vida tras otra. ¿No ves lo inútil que es todo? —He conseguido que se sienta infeliz, más de lo que había esperado. Es como si le hubiera dado una patada en la boca del estómago, justo cuando ella me ofrecía amor. Un crimen contra la vida—. Kimberley…

—Calla.

—Kimberley, cuando mi madre tenía dieciséis años se ofreció a una mamasan que le habían presentado en Pat Pong. Nadie le obligó a hacerlo, sus padres no eran de esa clase de gente. Pero tampoco iban a detenerla, eran pobres como ratas. La mamasan la exhibió en su club todas las noches, pero pospuso su venta hasta que llegara una buena oferta. Se supone que quienes tienen la virginidad en mayor estima son los japoneses y otros asiáticos, pero la mejor oferta en el caso de mi madre llegó de un inglés de unos cuarenta y cinco años. Hay muchos hombres que entenderían el placer especial que tiene desflorar a una niña, pero yo no. Pagó cuarenta mil bahts, una suma astronómica. Mi madre insistió en que su mejor amiga la acompañara para no sentirse tan terriblemente sola. La amiga se quedó sentada en el baño mientras tenia lugar el acontecimiento. Fue amable con ella, por decirlo de alguna forma. Utilizó lubricante, intentó no hacerle demasiado daño, y rompió a llorar cuando acabó. Mi madre y su amiga se quedaron mirando absolutamente asombradas a este hombre que les doblaba la edad. Como el Tercer Mundo le dice al Primer Mundo: «Si te hace sentir tan mal ¿por qué lo haces?». Les dio pena, La sangré de las sábanas era de mi madre, pero el dolor era todo suyo. No parecía que hiera rico, así que debía de haber ahorrado. Cuarenta mil bahts era mucho dinero, incluso para un occidental. Era una ocasión muy especial para él, una especie de festín. Quizá fuera su cumpleaños. Cuando el hambre nos tiene en sus garras, sólo pensamos en comer. Luego, cuando el banquete ha terminado, vemos las pruebas de lo que somos en realidad.

Algo sucede en sus ojos. Me pregunto si he logrado que se acerque a su iluminación latente. A una tailandesa simplemente le habría dado un berrinche y se habría marchado, pero en esto interviene la Voluntad Americana, esa severidad que se resiste todo.

—¿Nunca te has acostado con una occidental? —me pregunta en voz baja.

—No.

—Si lo hicieras, ¿serías esa virgen en la cama, violada por un cerdo?

—A mi madre no la violaron. Sabía lo que hacía. Estaba orgullosa de haberse vendido por un precio tan bueno. Por supuesto, se lo dio casi todo a su familia. Así es aquí la inocencia —La edad legal en este país es dieciocho. En Estados Unidos le habrían detenido por mantener relaciones sexuales con una menor. Podrían haberle caído veinte años. —Un largo silencio durante el cual el ambiente se hiela y me doy cuenta de lo ingenuo que soy. La agente del FBI carece de iluminación latente, simplemente tiene la furia fría de una voluntad desviada, un apetito frustrado: esta noche no hay helado en la nevera: «mierda».

—¿Alguna vez has pensado que tu meditación podría no ser un activo en el arte de la investigación?

—¿Por qué no?

—Por la ingenuidad. Es un lujo que ningún policía puede permitirse, para serte sincera. La forma que tienes de ver este caso, Warren, Bradley, lo que le hicieron a Fatima, lo que le hicieron a la puta rusa… lo que planeaban hacerle a un montón de otros chicos y mujeres, es típico de Occidente, ¿verdad? —La expresión de mi cara dice: Sí, obviamente. Esa clase de crimen existencial sin sentido, sin afán de lucro, sólo puede ser una extensión de los excesos occidentales, ¿verdad? ¿Una variación del tema ése del tipo que violó a tu madre? Pidamos la cuenta, quería que cenáramos aquí esta noche por un motivo especial. Digamos que ya es hora de que los dos tengamos los pies en el suelo.

No hace ningún intento por suprimir la arrogancia del ademán cuando pide que le traigan la cuenta. Paga con una tarjeta American Express Oro y la sigo casi al trote mientras cruza la sala a grandes zancadas, rodeando la piscina entre montañas de buganvillas, hibiscos carmesí meciéndose en la brisa vespertina. Acabamos en el bar Bamboo, el local de jazz más famoso del hotel. Jones mira su reloj antes de conducirme dentro. Le pide al
máitre
una mesa discreta para dos cerca de la ventana. Los asientos con cojines lujosos son de mimbre entretejido, el aire acondicionado está muy fuerte, los margaritas están perfectos con el hielo viscoso, la sal reluciente en el borde de los vasos anchos, dosis generosas de tequila. Llegamos justo a tiempo para el primer acto. El
máitre
anuncia a «la incomparable, la espectacular, la absolutamente magnífica Orquídea Negra». Aplausos entusiastas de las manos ancianas del público, la reducida banda toca un par de compases y ella entra en el escenario.

La canción tenía que ser
Bye Bye Blackbird,
¿no creéis? Puede que sea cursi, pero es también maravillosa, y la entona con una profunda melancolía que no había escuchado nunca. No me había imaginado que incluso podía cantar como una mujer. Jones disfruta de la sorpresa que refleja mi rostro.

—No lo hace mal. No es una profesional, por supuesto, y oír jazz fuera de Estados Unidos siempre es bastante decepcionante, pero no lo hace mal.

Me doy cuenta de que Jones no tiene oído para apreciar un timbre específico de la voz de Fatima. Vamos a llamarlo corazón:
prende el fuego, enciende la luz, esta noche llegaré tarde, mirlo, adiós.

No vamos a llamarlo corazón. El sonido que emite es el sonido que producen los corazones cuando se han roto y los fragmentos se disuelven en la tristeza inconsolable del universo. Puede que la facultad de oírlo sea el único privilegio que tienen los que no poseen nada en absoluto.

—No —digo, y bebo un sorbo del margarita—, no es tan buena como una americana pero no lo hace mal.

—Ahora mira a tu izquierda, a las diez, más o menos. No muevas la cabeza, sólo los ojos.

—Ya los he visto. —Warren y (un triunfo para Jones a juzgar por la expresión de su cara) Vikorn. No sabe que el tailandés bajito y pulcro que está sentado con ellos es el doctor Surichai hasta que se lo digo. Juntos, los tres hombres forman una media luna alrededor de una gran mesa redonda. Están todos absortos en Fatima y no tienen ningunas ganas de mirar hacia atrás, pero la diva del vestido largo de seda y púrpura y el collar de perlas gruesas mira en nuestra dirección. Nuestras miradas se encuentran y el corazón le da un vuelco. No es una profesional en absoluto. Se recupera deprisa y la banda tapa su error, pero no antes de que esa oscuridad total haya aparecido en sus ojos. Pasan unos segundos y tiene una idea mejor. Ladea la cabeza ligeramente y busca mis ojos sin piedad mientras canta: No
tengo nadie que me ayude o me comprenda, oh cuánto me han hecho llorar todos…

BOOK: Bangkok 8
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