Bar del Infierno (2 page)

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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Bar del Infierno
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Años después, pasó por el pueblo Li T'ieh-kuai, o sea Li, el de la muleta de hierro, uno de los ocho inmortales. Los lugareños le dieron limosna y él se detuvo junto a un cedro, donde curó a unos ancianos enfermos con drogas mágicas. Al anochecer, encendió un fuego azul e hizo hervir allí un caldo cuyos ingredientes secretos lanzaban vahos inspiradores. Los dioses hacían a Li T'ieh-kuai unas oportunas revelaciones cuando el inmortal miraba el fondo del caldero. Un joven le preguntó qué era la vida. Li T'ieh-kuai hizo beber un poco de caldo a un gato negro. El gato murió y Li T'ieh-kuai dijo al joven:

—La vida consiste en no saber qué es la vida.

Alentada por un entusiasmo creciente, la mujer de Li se fue acercando al maestro y finalmente se atrevió a preguntar.

—Un hombre regresó a mi casa. ¿Es el mismo que se fue?

Li T'ieh-kuai miró el caldero y vio entre los vapores a Li, el verdadero marido de aquella mujer, muerto en la guerra un mes después de haber partido. También vio al hombre que ahora dormía con ella, tal como era en su juventud, recién casado con otra muchacha, en una casa parecida, en una calle que iba muriendo hacia el río.

Comprendió entonces la equivocación del que había regresado. Comparó los destinos posibles, las penas intercambiadas y vio el final de todos los caminos. Entonces dio a otro gato un poco de caldo. El gato murió.

—Todos los hombres que regresan es porque se han ido.

La mujer volvió a su casa y vivió largos años junto a Li. Después, todos se fueron muriendo. Hoy nadie los recuerda en aquel pueblo. Y a decir verdad, nadie sabe cuál era aquel pueblo.

EL JUEGO DE PELOTA
EN RAMTAPUR

Informes del profesor Richard Bancroft, corresponsal

de la
Enciclopedia Británica.

INFORME 1

Más allá de los confines del Nepal, no lejos de Katmandú, la ciudad que fue un lago, fuera de los circuitos de las caravanas, al sur o quizás al este del río que se llama Arum, se alzan las pardas murallas de Ramtapur.

Allí, desde hace siglos, se practica un juego colectivo de pelota. Sus orígenes son imposibles de rastrear. Probablemente se trate de una costumbre muy anterior a los tiempos de Amshurvarma, el rey más célebre de la dinastía de los Takuris.

Los complicados reglamentos carecen de interés a los efectos de esta monografía. Basta decir que dos bandos de siete hombres cada uno se enfrentan para disputar la posesión de una pequeña bola de cuero o madera, la que finalmente debe ser depositada en un lugar predeterminado.

Los juegos se realizan en la Shanga, un antiguo estadio de piedra, cuyas amplias terrazas permiten la asistencia de casi todos los habitantes de la ciudad.

Los atletas que practican el juego de pelota son hombres admirados por su destreza y vigor. Se les rinden toda clase de homenajes y les está permitido permanecer sentados aún ante la presencia del Khan de Ramtapur.

Los equipos se distinguen por el color de su kaupina, un breve taparrabos que los cubre durante la contienda. Los principales son cuatro: el verde, el naranja, el azul y el azul oscuro.

Los habitantes de Ramtapur han venido desarrollando unas predilecciones personales que los conducen a asociar sensaciones de orgullo y plenitud con el triunfo de uno solo de los equipos y la derrota del resto. La orientación de estas preferencias no responde a razones previsibles, ni sus límites coinciden con los de las castas, las razas o los distritos.

Durante los primeros siglos de su práctica, el juego de pelota era solamente una diversión de los príncipes ociosos. Pero a partir de las Nuevas Reglas de la época de Prithvinarayan Shah, la población se fue interesando cada vez más en los resultados del juego hasta convertirlo en el punto central de la actividad de la región.

El viajero que llega a Ramtapur advierte inmediatamente que todas las personas se visten o se adornan con los colores de aquel equipo al que han hecho objeto de sus deseos de triunfo.

Las imágenes de los cultos de Narayana y Rudra son perturbadas muchas veces por pañuelos y banderas. Los hinduistas murmuran el nombre de sus atletas en interminables
japas
, cuyo propósito es, tal vez, lograr que los dioses influyan sobre el juego.

Los menos creyentes procuran ayudar ellos mismos al triunfo de su equipo concurriendo a la Shanga y adoptando una actitud de constante amenaza hacia quienes se les oponen. Para su mejor intelección, tales amenazas se profieren bajo la forma de cantos rítmicos cuyas normas de versificación todos conocen. Con gran dificultad he traducido algunos:

«Más fácil le será

al ínfimo intocable

ser dueño de un palacio

que a vosotros, atletas verdes,

salir hoy de la Shanga

vivos y triunfadores.»

«Un deseo hallará su tumba

en estas piedras.

Es el deseo verde:

el viento llevará noticias

de su menoscabada virilidad

hasta las chozas indignas

en las que moran.»

«Observen, observen, observen

esa muchedumbre de hombres ineptos

muy pronto, al egresar de este recinto,

invadiremos sus cuerpos

del modo más humillante.»

«Verde, verde, verde

intolerancia, intolerancia, intolerancia.»

INFORME 2

Me permito recordar en esta página que en Bizancio las carreras de carros entusiasmaban a las multitudes con la misma desmesura. Los azules eran los carros de los partidarios del emperador. Los verdes pertenecían a la oposición. Se decía que eran, además, monofisitas, es decir que negaban la naturaleza humana del Cristo. El emperador Justiniano protegía a los azules, pero la emperatriz Teodora era verde. En enero del 532, después de grandes disturbios y saqueos, verdes y azules se unieron en una revuelta que hizo temblar al imperio.

En Ramtapur, los asuntos políticos no tienen suficiente dimensión como para vincularse con el juego.

La población consiente la injusticia y soporta la pobreza, siempre que no se perturben sus peculiares anhelos de gloria.

La idea del honor entre los habitantes de Ramtapur es absolutamente desaforada. Toda ofensa es irreparable y casi cualquier cosa es una ofensa. Podría decirse que las cuestiones de honor están relacionadas con la idea que un hombre tiene de sí mismo. En Ramtapur, todos son capaces de admitir su condición limitada, salvo cuando consideran su simpatía por uno de los equipos del Juego. En ese caso, sus personas son de un valor infinito y las agravios que se les infieren, mortales.

Tomar en vano el nombre de un atleta es arriesgarse a ser asesinado por sus partidarios. Los objetos relacionados con cada equipo son sagrados y su profanación se paga con la vida.

Estas cuestiones dividen a las familias y colocan muchas veces al hijo contra el padre, al hermano contra el hermano y al amigo contra el amigo.

Casi todas las noches aparecen cadáveres de personas que han ofendido la dignidad de algún color. Esta clase de muerte ocupa el segundo lugar entre las más frecuentes de Ramtapur, después del aplastamiento por aludes de nieve. Las autoridades locales casi nunca intervienen y las instancias superiores son imperceptibles a causa de las distancias y las dudas jurisdiccionales.

Los artistas han abandonado para siempre los temas tradicionales. Los talladores de maderas ya no se demoran en las arduas escenas de la lucha entre los Pandava y los Káurava. Los modeladores de arcilla dejaron de amasar las pintorescas estatuas del dios mono Hánumat. Todos ellos prefieren las figuras de los atletas, casi siempre como avatares heréticos de Visnu.

Los pintores budistas de la ciudad se complacen en representar a los jugadores de pelota con centenares de brazos y numerosas cabezas y ojos, a la manera de Avalokitésvara. Los narradores de historias desprecian a los demonios, las princesas y los dragones de las literaturas clásicas para referir las hazañas de Bahadur Mukerji o de El gran Birendra, aunque tengo para mí que el mejor de todos ha sido Narasimha, el mago de los azules.

INFORME 3

He sabido que algunos mercaderes acostumbran a instalar su pira funeraria en el mismo estadio de la Shanga para que sus cenizas se desparramen en ese foro y transmitan a los atletas amados fuerza, coraje y determinación. Para evitar que estos despojos vengan a beneficiar a la facción equivocada, cada equipo reserva para sus ceremonias fúnebres un sector del terreno, que los atletas pisan descalzos antes de cada justa.

Los filósofos, los mandarines y los hombres santos, especialmente los verdes, los naranjas y los del azul oscuro, se han alejado de la vidya y de los senderos de salvación y se han esforzado en construir unas falsas noblezas, hijas de la sacralización de los gestos más vulgares de la plebe.

La comprensión del universo, la conquista de la sabiduría, el dominio de nuestros impulsos indignos, son vistos en todas partes como desórdenes mentales. El amor ha sido reemplazado por una modesta lujuria en los días de victoria. Toda energía debe ser consagrada al deseo. Y el único deseo es la victoria en el juego.

Adivino el estupor de los doctores al advertir en Ramtapur pasiones tan occidentales. En Oriente, uno no es su deseo y la idea agonal del triunfo desinteresado es siempre un despropósito. Conjeturo que el juego y sus tribulaciones fueron introducidos por alguna caravana de viajeros occidentales.

Azules: el triunfo es nuestro glorioso pasado, nuestro inevitable futuro y nuestro ilusorio presente.

INFORME 4

El maleficio de la civilización occidental llegó a estas remotas alturas de un modo tardío e imperfecto, pero también inexorable. La radio y la televisión de Ramtapur son hospitalarias con las bagatelas internacionales. Sin embargo, casi todas las trasmisiones están destinadas al juego de pelota y sus asuntos anexos. A lo largo de los años, los nombres de los ganadores, las fechas de sus victorias y aun las mínimas incidencias del juego han ido formando un gigantesco y superfluo corpus de nociones en cuyo dominio se ejercitan todos los gandules de Ramtapur.

Gentes piadosas que antaño memorizaban los interminables versos del
Rig-Veda
se afanan ahora en repetir el nombre de los autores de las más remotas anotaciones. Alrededor de esta vana erudición cunde la controversia. El homicidio no es el argumento menos común.

Escribo estas líneas sentado en el café Thákur. De pronto, irrumpe una pandilla con la divisa naranja. Llevan la barba recortada según la última moda, hacen sonar unas grandes matracas y se abren paso a empujones. Cuando ven mi pañuelo azul, me escupen y tumban mi mesa.

Estos grupos salen a la calle a celebrar las victorias o lamentar las derrotas cometiendo robos, violaciones, saqueos y asesinatos. Todos los crímenes se cometen al son de unos instrumentos, mientras se cantan canciones como las que hemos glosado en el informe número uno.

Estos procedimientos dejan la ilusión de un rito, lo cual, para los habitantes de Ramtapur, es garantía de impunidad. Las fechorías rítmicas no son castigadas por la ley. Muchos sospechan que aprovechando este exotismo jurídico, las bandas de delincuentes se hacen pasar por fanáticos, pero yo no creo eso.

INFORME 5

Recién ahora comprendo la naturaleza de la fuerza principal que empuja a los adictos al juego de pelota. Es el odio. Un odio perfecto, no contaminado por los intereses, por el afán de lucro, por la lujuria negada o por la propiedad usurpada.

Este encono artificial, construido a lo largo de generaciones, es más intenso que cualquier otro. No necesita explicación. No admite reconciliaciones. Las gentes de Ramtapur, los ricos y los menesterosos, los brahamanes y los parias, van al estadio de la Shanga a odiar. Los pobres de espíritu, incapaces de cualquier energía pasional, sienten correr por su sangre una ira más grande que ellos mismos, un furor que los posee con majestad foránea.

Reducido a su simple apariencia, a su mera caligrafía burguesa, el juego es inocente y anodino. Sólo quienes lo comprenden de verdad pueden captar su magnitud heroica. Y para comprenderlo hay que odiar. Compadezco al mero inglés que se contenta con las emociones del crocket. El que ha oído el alarido sanguinario de la Shanga ya no puede regresar. Anoche, en el defectuoso lupanar de Ramtapur, un mercader, tal vez narcotizado con hierbas de las alturas, denigró a los azules con gritos de la mayor obscenidad. Abandoné unos brazos que me acariciaban en vano para constituirme ante el ofensor.

—El caballero puede arrastrarme por el cieno, si es su deseo, ya que no soy nadie. Pero la mínima afrenta a la divisa azul se lava sólo con sangre.

Lo maté con mis manos, lentamente.

Gloria al pabellón azul,

inmundicia de perro

sobre las otras banderas.

MÁSCARAS

S
egún cuentan algunos, el corso de la avenida La Plata, en Santos Lugares, era utilizado frecuentemente por ángeles y demonios cuando tenían que cumplir alguna misión terrestre. Solía decirse también que entre todas las máscaras del corso, una era el diablo. Los hechiceros de Lourdes y Villa Lynch aprovechaban aquellas jornadas para suscribir convenios de toda clase con los poderes de las tinieblas. Tras las caretas espeluznantes se ocultaba el verdadero horror de las caras del mal.

Los hombres sensibles de Flores solían pasearse por allí tratando de reconocer el sello de las Legiones, o bien gritando frases ingeniosas en el oído de las muchachas. Cada vez que sospechaban el carácter sobrenatural de algún enmascarado, comenzaban a acosarlo tratando de provocar alguna reacción reveladora.

Nunca tuvieron suerte. Las mascaritas eran muy diestras en la ocultación de investiduras infernales o eran, lisa y llanamente, sifoneros o ferroviarios disfrazados de Mandinga.

Una noche, un mozo alto, vestido de Arlequín, les pareció el finado Antúnez, un pintor de la calle Morón que llevaba diez años muerto.

Indagada a fondo, aquella máscara negó terminantemente la identidad que se le atribuía. El ruso Salzman, a quien Antúnez le debía sesenta pesos, exigió al hombre la exhibición plena de su rostro y la devolución de la suma precitada. El finado Antúnez huyó a la carrera y se perdió entre los vagones de los talleres del ferrocarril.

En la última jornada de aquellos mismos carnavales, una figura cubierta con una capa negra se acercó a Manuel Mandeb, que había llegado solo hasta el extremo del corso.

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