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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (24 page)

BOOK: Barbagrís
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Habían montado un mástil y una sábana, y les impulsaba un ligero viento. Desde la salida nocturna de la feria de Swifford, el progreso fue lento. Se vieron impulsados hacia una antigua esclusa rota; una barca se había hundido en aquel punto y bloqueaba la navegación del río, y sin duda seguiría haciéndolo hasta que las lluvias primaverales incrementaran el caudal de las aguas. Descargaron los botes, empujándolos o transportándolos junto con sus escasas posesiones hasta un punto donde pudieron embarcar nuevamente.

El paisaje era desolado e inhóspito. A Pitt le pareció ver algunos gnomos espiándoles desde los matorrales. Los cuatro creyeron ver armiños encaramados a los árboles, para llegar finalmente a la conclusión de que no eran armiños sino martas cibelinas, un animal apenas visto en aquellas partes desde la Edad Media. Aquella tarde mataron a dos de estas criaturas con arco y flechas, comiendo su carne y guardando sus finas pieles, cuando se vieron obligados a acampar en un claro del bosque. La leña era abundante, y se apretujaron entre dos hogueras, pero fue una mala noche para todos.

Al día siguiente, una vez reanudado su camino, tuvieron la suerte de ver a un buhonero pescando en la orilla. Les compró el pequeño bote de remos de Pitt, por el cual les dio dinero y dos velas, una de las cuales utilizaron aquella noche para hacerse una tienda de campaña. El buhonero les ofreció albaricoques y peras en lata, pero como éstas debían tener por lo menos doce años y eran muy caras, no las compraron. El viejecito, locuaz a causa de su prolongada soledad, les dijo que iba a unirse a la feria de Swifford, y que llevaba algunas medicinas para el doctor Bunny Jingadangelow.

Tras dejar al buhonero, desembocaron en un ancho brazo de agua, salpicado de pequeños islotes y con las orillas llenas de juncos. Bajo el grisáceo cielo, parecía extenderse hasta el infinito, y no pudieron ver su propio camino a través de él. Aquella zona era un santuario de la vida salvaje; mirlos de agua, lagópedos y gran abundancia de patos se movían sobre o por encima de su superficie. En las claras aguas que había debajo de la orza, se veían numerosos bancos de peces.

No estaban de humor para apreciar las atracciones naturales. El tiempo se había vuelto ventoso, y no sabían en qué dirección tenían que guiar su nave. La lluvia, galopando sobre el rostro del agua, les hizo buscar refugio debajo de la vela sobrante. A medida que la lluvia arreciaba y el viento cedía, Barbagrís y Charley remaban hacia uno de los islotes, donde acamparon.

Todo estaba seco bajo la vela, y el tiempo se había suavizado, pero una extraña sensación depresiva les invadió a todos mientras contemplaban las oleadas de agua y nubes abrazando el paisaje. Barbagrís encendió una pequeña fogata, que les hizo toser a todos, pues el humo no se dispersaba. Sus ánimos no se recobraron hasta que apareció Pitt, encogido, helado, empapado, pero llevando triunfalmente un par de hermosos castores sobre la espalda. Uno de ellos era un gigante, pues medía más de un metro de la cabeza a la cola. Pitt informó haber visto una colonia de ellos a cien metros escasos; los pocos que se encontraban allí no se habían asustado de él.

—Mañana cazaré otro par para el desayuno —dijo—. Si tenemos que vivir como salvajes, también podemos vivir tan bien como salvajes.

Aunque no era hombre que refunfuñara excesivamente, Pitt encontraba pocas compensaciones en su forma de vida. A pesar de su éxito como cazador de animales —el hecho de burlarlos y matarlos le proporcionaba gran satisfacción—, se veía a sí mismo como un hombre fracasado. Desde que demostrara ser incapaz de matar a Barbagrís, una docena de años atrás, había llevado una vida cada vez más solitaria; incluso su gratitud hacia Barbagrís por haberle salvado se hallaba mitigada por el pensamiento de que, de no ser por él, ahora podría estar al mando de su propio batallón de soldados, restos del de Choucher. Alimentaba este resentimiento en su interior, aunque sabía que no tenía motivos para eo. Una experiencia más temprana debería haberle convencido de que nunca podría desempeñar correctamente el papel de un soldado.

Siendo niño, Jeff Pitt solía dirigirse hacia las afueras de la gran ciudad donde vivía y adentrarse en una faja de terreno común al que se extendía detrás de las casas. Este terreno limitaba con un páramo, y era un lugar magnífico para merodear. Desde la cima del páramo, donde sólo un halcón ocasional turbaba la quietud reinante, se dominaba el laberinto de la ciudad, con sus chimeneas, los tejados de pizarra de las fábricas y los innumerables ciempiés que eran las casas. Jeff solía llevar consigo a su amigo Dicky; cuando el tiempo era bueno, acudían a aquel lugar todos los días de sus vacaciones escolares.

Jeff tenía una gran bicicleta oxidada, heredada de uno de sus hermanos mayores; Dicky tenía un perro blanco llamado «Snowy». «Snowy» disfrutaba del páramo tanto como los muchachos. Todo esto ocurría a principios de la década de los setenta, cuando llevaban pantalones cortos y el mundo estaba en paz.

A veces, Jeff y Dicky jugaban a soldados, utilizando palos a modo de rifles. A veces, trataban de cazar lagartijas con las manos; eran pequeñas lagartijas pardas que generalmente se escapaban, dejando sus ondulantes colas en las palmas de los muchachos. A veces, se peleaban.

Un día, se pelearon tan abstraídamente que rodaron hasta un bancal lleno de ortigas. Los dos se quedaron cubiertos de pinchos. Por mucho que fuera su dolor, Jeff nunca hubiese llorado delante de su amigo. Dicky lloró a lágrima viva durante todo el camino de regreso. Ni siquiera el paseo en la bicicleta de Jeff le calmó totalmente.

Los muchachos crecieron. Las fábricas engulleron al joven Pitt, tal como habían engullido a sus hermanos. Dicky obtuvo un empleo en una inmobiliaria. Descubrieron que no tenían nada en común y dejaron de buscar su mutua compañía.

Llegó la guerra. Pitt se alistó en las fuerzas aéreas, Tras algunas peligrosas aventuras en el Oriente Medio, desertó, junto con varios de sus compañeros. Esta fue la señal para otras unidades de la zona, donde la insatisfacción por la causa y el curso de la guerra era considerable. Estalló el motín. Algunos amotinados se apoderaron de un avión en el aeropuerto de Teherán y regresaron a Gran Bretaña. Pitt se hallaba en ese avión.

En Gran Bretaña, la revolución estaba tomando impulso. Al cabo de pocos meses, el gobierno sería derrocado y un gobierno popular rápidamente elegido solicitó la paz con las potencias enemigas. Pitt llegó a su ciudad de origen y se unió a los rebeldes locales. Una noche de luna, un grupo progubernamental atacó su cuartel general, que era una gran casa victoriana en los suburbios. Pitt se encontró detrás de un banco de cemento, con el corazón latiéndole apresuradamente, disparando contra el enemigo.

Uno de sus compañeros de la casa iluminó la escena con un reflector. Su amplio haz enfocó a Dicky, que llevaba la insignia gubernamental y se acercaba corriendo a la posición de Pitt. Pitt disparó.

Lamentó haberlo hecho incluso antes de que —como por arte de magia— la sangre de una herida tiñera la camisa de Dicky, que se detuvo en seco y cayó al suelo. Pitt se arrastró hasta él, pero el tiro había dado en el blanco; su amigo estaba moribundo.

Desde aquella ocasión, nunca fue capaz de matar algo mayor que un castor.

Apretados bajo la tienda, cenaron y durmieron bien aquella noche, reanudando la marcha al día siguiente. No vieron absolutamente a nadie. Los hombres habían desaparecido, y el gran mundo entrecruzado de especies vivas ya había tejido su red sobre el espacio que ellos ocuparan en otros tiempos. Avanzando sin un claro sentido de la dirección, tuvieron que pasar otras dos noches en los islotes del lago; pero como el tiempo continuaba siendo bueno y la comida abundante, apenas se quejaban, aparte de las secretas quejas que debajo de sus harapos y arrugas les recordaban que eran hombres modernos, y los hombres modernos estaban destinados a algo mejor que vagar a través de un desierto propio del pleistoceno.

El desierto se interrumpía de vez en cuando para dar lugar a monumentos de años anteriores, algunos de los cuales parecían más tristes y sombríos por estar fuera de su contexto. El esquife les llevó a una pequeña estación de ferrocarril, que un letrero seguía anunciando como el Empalme de Yarnton. Sus dos plataformas se encontraban encima de las aguas, mientras que la caja de señales, levantada sobre su torre de ladrillos, servía de atalaya para dominar la pradera.

En la destartalada y ruinosa sala de espera, encontraron un reno y un becerro. En la atalaya vivía un viejo ermitaño espantosamente deforme, que les mantuvo a raya con una bomba de fabricación casera que sostuvo por encima de su cabeza mientras hablaba con ellos. Les dijo que el lago estaba formado por la confluencia de varios ríos desbordados, entre los que se encontraban el Canal de Oxford y el Evenlode. Ansioso por librarse de ellos, el anciano les mostró la dirección que tenían que seguir, y el grupo volvió a ponerse en marcha, ayudado por una ligera y constante brisa. Hasta dos horas después Charley no se levantó y señaló hacia el frente, exclamando: «¡Ahí están!»

Los otros se pusieron en pie y miraron hacia las tranquilizadoras agujas de Oxford a través de los árboles. Las agujas seguían igual como Siempre, señalando las tradiciones de enseñanza y piedad, ahora caídas a sus pies, que les habían dado vida. El sol apareció tras una espesa nube y las iluminó. En la barca no hubo nadie que no sintiera latir su corazón más de prisa ante el espectáculo.

—Podríamos quedarnos aquí, Algy, por lo menos durante el resto del invierno —dijo Martha.

Él volvió el rostro hacia ella, y se emocionó al ver lágrimas en sus ojos.

—Mucho me temo que sea sólo una ilusión —objetó—. Oxford también debe de haber cambiado mucho. Es posible que sólo encontremos ruinas desiertas. —Ella meneó la cabeza sin hablar.

—Me pregunto si el viejo Croucher nos hará arrestar en cuanto lleguemos —dijo Pitt—. No me gustaría ser fusilado nada más saltar a la orilla.

—Croucher murió de cólera, y no dudo de que Cowley se convirtiera poco después en un campo de batalla y más tarde en un cementerio, dejando únicamente la ciudad antigua —dijo Barbagrís—. Confiemos en que los que hayan quedado nos reciban bien. Un tejado sobre nuestra cabeza durante la noche es lo único que queremos, ¿verdad?

El panorama se fue haciendo menos impresionante a medida que se aproximaban a la ciudad. Numerosas hileras de casas humildes habían sido inundadas por las aguas, y su desolación se hallaba acentuada por el reflejo del sol. Sus tejados se habían hundido; parecían los caparazones de enormes crustáceos lanzados a una playa. Empequeñecida por ellos, una anciana criatura envuelta en pieles daba de beber a un par de renos. Más adelante, las minúsculas olas que ocasionaron sobre el agua lanzaron oscilantes reflejos a los tejados de vacíos almacenes de madera. El profundo silencio fue interrumpido un poco después por el crujido de un vehículo. Dos mujeres de avanzada edad, tan anchas como altas, hacían esfuerzos inauditos para arrastrar un carro, cuyas medas quebraban los rayos del sol a medida que avanzaban por la tierra paralela a un muelle.

—Esto lo reconozco —dijo Barbagrís, con voz ronca—. Podemos amarrar aquí. Es el Folly Bridge.

Cuando saltaron a tierra, las dos mujeres se acercaron y les ofrecieron el alquiler de su carro. Como siempre que se encontraba con desconocidos, el grupo de Barbagrís se enfrentó con dificultades para comprender su acento. Pitt dijo a las viejas que no tenían nada que transportar, y las ancianas les dijeron que hallarían un refugio donde pasar la noche en Christ Church, «calle arriba». Dejando atrás a Charley con «Isaac», para guardar la barca, Martha, Barbagrís y Pitt se pusieron en marcha por el desigual sendero que conducía al otro lado del puente.

Los sólidos muros del antiguo colegio de Christ Church se alzaban por encima de uno de los accesos meridionales a la ciudad. Desde la parte alta del muro, un grupo de hombres barbudos contempló el avance de los recién llegados por el camino. Estos se aproximaron con inquietud, a la espera de algún desafío, pero no se produjo ninguno. Cuando llegaron a las grandes puertas de madera que daban entrada al colegio, se detuvieron. Abandonados, los muros del colegio estaban medio derruidos. Había varias ventanas destrozadas y otras tantas atrancadas, y los pedazos de piedra que yacían al pie de los muros hablaban de la acción del calor y el frío y los elementos. Barbagrís se encogió de hombros y traspasó el umbral.

En contraste con la ruina que habían atravesado, allí había alojamiento, el bullicio de la gente, el color de los puestos de un mercado, el olor a animales y comida. Los tres recién llegados recobraron los ánimos. Se encontraron en un gran patio cuadrangular que había albergado a muchas generaciones pasadas de estudiantes universitarios; allí se habían levantado puestos de madera, varios de los cuales formaban pequeños edificios cerrados en los que se vendía toda clase de mercancías. Otra parte del cuadrángulo estaba abandonada, y era donde se encontraban los renos, vigilando la escena bajo sus astas con su acostumbrada expresión de melancolía.

Un hombre calvo y con la nariz tan fina como una aguja salió de la vivienda que había junto a la puerta y, como extranjeros, les preguntó lo que querían. Tuvieron grandes dificultades en hacerse entender, pero al fin les condujo hasta un corpulento hombre con triple papada y tez curtida que les dijo que podían alquilar, por un módico precio, dos pequeñas habitaciones en los sótanos de Killcanon. Escribieron su nombre en un registro y mostraron el color del dinero.

Killcanon resultó ser un ala de Christ Church, y sus habitaciones una gran habitación subdividida. Pero el mensajero de la nariz afilada les dijo que podían encender fuego en la chimenea y les ofreció combustible. Principalmente a causa de la fatiga, aceptaron la oferta. El mensajero les encendió el fuego, mientras Jeff Pitt iba a recoger a Charley y el zorro y hacía los arreglos necesarios para guardar la barca.

Una vez el fuego hubo prendido, el mensajero dio muestras de querer quedarse, agachándose junto a las llamas y frotándose la nariz, mientras trataba de oír lo que Martha y Barbagrís se estaban diciendo. Barbagrís le llamó la atención tocándole con la punta del pie.

—Antes de que se vaya, amigo, dígame si este colegio sigue utilizándose para la enseñanza como antes.

—¡Qué va! Ya no hay nadie que quiera aprender —repuso el hombre—. Pero este lugar pertenece a los estudiantes, y aún se enseñan algo unos a otros. Les verá pasear de un lado a otro con los libros en los bolsillos. Los estudiantes de aquí son lo que en otros colegios se llama miembros. Por una propina, le presentaría a uno.

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