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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (10 page)

BOOK: Barbagrís
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—¡Así que es usted un dictador, como todos los que le han precedido!

—Tenga cuidado… ¡no resisto la terquedad! No tardará en cambiar de opinión sobre mí… ¡por su propio bien! Quiero que usted sea mi conciencia. Grabe esta idea en su mente con toda claridad. Ya ha visto que me he rodeado con la clase intelectual; por desgracia, hacen lo que digo de forma muy superficial… por lo menos, según mi opinión. ¡Su doctrina me crispa los nervios! No quiero que usted haga lo mismo; quiero que haga aquello para lo que ha sido adiestrado. Maldita sea, ¿por qué iba a molestarme con usted cuando hay tantas otras cosas que hacer? Tiene que obedecerme en todo.

—Si voy a ser independiente, debo conservar mi independencia.

—¡No se haga el intelectualoide conmigo! Tiene que obedecerme. Le he pedido que se quede a dormir esta noche, y es una orden. Reflexione sobre lo que le he dicho, hable con su esposa. He visto inmediatamente que es una mujer de carácter. Recuerde, le ofrezco la seguridad, Timberlane.

—¿En este castillo insalubre?

—Irán a buscarle por la mañana. Guardia, llévese a este hombre. Confíelo a la vigilancia del guardia Pitt.

Cuando se acercaban para llevarse a Timberlane, Croucher tosió en un pañuelo, se enjugó la frente con una mano, y dijo:

—Una última observación, Timberlane. Confío en que se establezca entre nosotros un lazo de amistad, hasta el punto en que esto sea posible. Pero si está pensando en escaparse, debo informarle que mañana entran en vigor nuevas órdenes restrictivas dentro del área de mi jurisprudencia. Acabaré con esta plaga cueste lo que cueste. Cualquiera que intente salir de Oxford será fusilado, sin hacerle ninguna pregunta. Al amanecer, la ciudad habrá sido acordonada. Muy bien, guardia, lléveselo. Mándeme un secretario y una taza de té inmediatamente.

La vivienda que les fue destinada en el cuartel consistía en una gran habitación. En ella había un lavabo, un hornillo de gas y dos camas con sus respectivas mantas. Sus pertenencias fueron llegando una tras otra desde un camión que había en el patio. Los demás objetos que pidieron llegaron de forma igualmente espasmódica, hasta que se cansaron del eco de las botas militares.

Un guardia de avanzada edad se hallaba sentado en el umbral, manoseando una ligera ametralladora y observándoles con la pétrea curiosidad del aburrimiento.

Martha se había acostado en una de las camas y tenía una toalla húmeda encima de la frente. Timberlane le había contado toda su conversación con Croucher. Permanecían en silencio, el hombre sentado en la cama, con la cabeza pesadamente apoyada en el codo, sumiéndose lentamente en una especie de letargo.

—Bueno, hemos conseguido lo que deseábamos —dijo Martha—. Estamos trabajando para Croucher. ¿Es digno de confianza?

—No creo que podamos hacernos esta pregunta. Es digno de confianza hasta donde las circunstancias lo permiten. Me dio la impresión de que no asimilaba todo lo que yo le decía… como si estuviera concentrado en otro problema. Es posible que me dejara ver una parte de ese problema al hablar de un mundo poblado por monstruos. Quizá crea que debe tener a alguien que gobernar, aunque sólo sea… una colección de anormales.

Los pensamientos de su esposa regresaron al mismo punto que alcanzaran un rato antes.

—Todo el mundo está obsesionado con el accidente, aunque no lo demuestren de una forma inmediata. Todos nos sentimos culpables. Quizá el problema de Croucher sea éste, y tenga que vivir con a visión de un mundo de criaturas lisiadas y deformes gobernado por él.

—Su dominio del presente es más fuerte de lo que eso implicaría.

—¿Hasta qué punto se puede dominar el presente?

—Reconozco que es difícil, tal como el mismo cólera nos recuerda, pero…

—Nuestra sociedad, nuestra biosfera, lleva cuarenta años de enfermedad. ¿Cómo es posible que el individuo que vive en ella se mantenga sano? Todos debemos estar más locos de lo que creemos.

Como no le gustara la entonación de su voz, Timberlane se acercó y se sentó en el borde de su cama, diciendo con fuerza:

—De todos modos, nuestro problema más inmediato se refiere a Croucher. El hecho de que cooperemos con él no afecta en absoluto al programa de DOUCH, de modo que esto es lo que haremos. Pero aún no entiendo por qué, en un momento como éste, quiere sobrecargarse conmigo.

—Sólo se me ocurre una razón. No te quiere a ti. Lo que desea es tu trabajo. Probablemente crea que has anotado algo que él pueda utilizar.

Él le apretó la mano.

—Es posible. Quizá crea que, como venimos de Londres, he recogido alguna información que puede serle útil. Y la verdad es que debo de haberlo hecho. Londres es, en este momento, su enemigo mejor organizado. Me pregunto cuánto tiempo dejarán el camión donde está ahora.

El camión de DOUCH (1) era una valiosa pieza del equipo. Cuando cayeron los gobiernos nacionales, tal como había previsto la fundación de Washington, los camiones se convirtieron en pequeños cuarteles generales de DOUCH. Contenían el equipo de grabación completo, provisiones y artículos diversos; estaban totalmente blindados; una hora de trabajo los convertía en vehículo de remolque; funcionaban por medio del sistema de baterías recientemente perfeccionado, y tenían una conducción de emergencia que funcionaba con gasolina o cualquicra de los sustitutos corrientes de la gasolina. Este conglomerado de tecnología había sido abandonado en su garaje, en los sótanos de su piso de Iffley Road.

—Aún tengo las llaves —dijo Timberlane—, y el vehículo está cerrado. Por lo menos, no me han pedido las llaves.

Los ojos de Martha se habían cerrado. Le oía, pero estaba demasiado cansada para responderle.

—Aquí estamos muy bien situados para observar la historia contemporánea —continuó él—. Lo que DOUCH no tuvo en cuenta fue que los vehículos podían ser una atracción para los que hacen la historia. Suceda lo que suceda, no podemos dejar que el camión nos sea arrebatado.

Tras un minuto de silencio, añadió:

—El vehículo debe ser nuestra principal preocupación.

Con la súbita energía que confiere un acceso de rabia, ella se sentó en la cama.

—¡Maldito sea el asqueroso vehículo! —exclamó—. ¿Qué hay de mí?

Martha durmió mal durante aquella primera noche en el cuartel. El silencio se veía continuamente interrumpido por el ruido de las botas en el patio, los gritos, las cercanas vibraciones de un mosquito o el rugido de un Windrush al regresar de una misión. Su cama retumbaba como un estómago vacío cada vez que giraba en ella.

La noche le pareció un alfiletero acolchado —le dio la impresión de tenerlo en la mano, tan semejante era su calor a la humedad de su palma— donde había un infinito número de alfileres, que representaban los efectos sonoros de la humanidad militante. Pero cada uno de los alfileres atravesaba su carne de igual modo que el acerico. Hacia la madrugada, los ruidos se hicieron menos frecuentes, pero el patio continuó siendo un centro de agitación. Después, procedente de otra habitación, se oyó el débil sonido, largo y continuado, de la alarma de un despertador. En la lejanía, cantó un gallo. Oyó un reloj de la ciudad —¿el de la Magdalena?— al dar las cinco. Los pájaros saludaban con sus gorjeos la llegada del alba. Los ruidos militares fueron reanudándose lentamente. El tintineo de los cubos y los utensilios de hierro procedente de las cocinas proclamó que la preparación del desayuno había comenzado. Al fin logró dormirse, sumiéndose en una oleada de desesperación.

Su sueño fue profundo y reparador.

Timberlane se hallaba sentado en el borde de su cama, pálido y sin afeitar, cuando ella se despertó. Un guardia les llevó el desayuno y volvió a marcharse.

—¿Cómo te encuentras, cariño?

—Mucho mejor, Algy. Sin embargo, ¡cuántos ruidos he oído durante la noche!

—Me temo que eran los camilleros —dijo él, mirando por la ventana—. Nos encontramos en uno de los mayores centros de infección. Estoy dispuesto a dar garantías de mi conducta a Croucher si nos deja salir de aquí.

Ella se acercó a él, y le cogió la barbilla en la palma de su mano.

—¿Así que has tomado una decisión?

—La tomé anoche. Nos comprometimos a ejecutar un trabajo para DOUCH (1). Lo que nos interesa es la historia, y la historia se está escribiendo aquí. Creo que debemos confiar en Croucher; así que nos quedaremos en Cowley para cooperar con él.

—Ya sabes que nunca discuto tus decisiones, Algy. Pero ¿es prudente confiar en un hombre como él?

—Digamos que un hombre como él no parece tener ninguna razón para fusilarnos así como así —repuso él.

—Quizá las mujeres veamos las cosas de distinto modo, pero lo importante es no dejar que DOUCH se anteponga a nuestra seguridad.

—Míralo de esta manera, Martha: en Washington no contrajimos ninguna obligación; adoptamos una forma de pensar que da sentido a la vida, mientras que todas las demás actividades humanas han dejado de tenerlo. Eso debe tener mucho que ver con nuestra supervivencia como pareja en Londres, donde todas las relaciones personales se iban al traste. Tenemos una misión: debemos atenderla porque, de lo contrario, ella no nos atenderá a nosotros.

—Planteas las cosas de un modo que convencen. La cuestión es no caer en la trampa de anteponer las ideas a las personas, ¿eh?

Volcaron toda su atención en el desayuno. Éste parecía la ración de un soldado; como el té escaseaba, había cerveza aguada para beber, y para comer las inevitables píldoras vitamínicas que se habían convertido en el alimento nacional desde que los animales domésticos empezaron a extinguirse, un pan granulado y algunos filetes de un pescado desconocido. Como las ballenas y las focas habían desaparecido casi completamente, y los efectos de la inesperada radiación parecían haber estimulado el crecimiento del plancton y los pequeños crustáceos, los peces se habían multiplicado. Muchos campesinos de las zonas costeras de todo el mundo se vieron obligados a buscar su sustento en el mar cuando su ganado disminuyó; así que el pescado era la principal fuente alimenticia del hombre.

Mientras comían, Martha dijo:

—Este cabo Pitt que actúa como carcelero y guardaespaldas es un hombre muy agradable. Si hemos de tener a alguien que nos vigile continuamente, no estaría mal que fuera él. Pídeselo a Croucher cuando le veas.

Estaban ingiriendo las píldoras vitamínicas con el último trago de cerveza, cuando apareció el cabo Pitt con otro guardia. Pitt llevaba, en las hombreras, la insignia de capitán.

—Por lo visto debemos felicitarle por un buen y rápido ascenso —dijo Martha.

—Haga el favor de no burlarse —repuso bruscamente Pitt—. Faltan hombres buenos en quien confiar.

—No me estaba burlando, señor Pitt, y por el continuo ir y venir de los camilleros me doy cuenta de que las bajas van en aumento.

—Es de muy mal gusto hablar a la ligera sobre la plaga.

—Mi esposa sólo trataba de ser amable —dijo Timberlane—. Mida sus palabras al responderle porque, de lo contrario, presentaré una queja contra usted.

—Si tiene alguna queja, dígamela —replicó Pitt.

Los Timberlane intercambiaron una mirada. El discreto cabo de la noche anterior había desaparecido; la voz de aquel hombre era áspera, todos sus modales altamente bruscos. Martha se acercó al espejo y tomó asiento frente a él. ¡Qué hundidas tenía las mejillas! Aquel día se sentía más fuerte, pero la perspectiva del calor y las tribulaciones que la esperaban no contribuyó a calmarla. Sintió un dolor sordo en el bajo vientre, como si sus ovarios protestaran de su propia esterilidad. Laboriosamente, recurriendo a sus frascos y tubos, se esforzó en conjurar la vitalidad y frescura que su rostro no volvería a poseer.

Mientras se arreglaba, estudió a Pitt a través del espejo. ¿Se debía aquel nerviosismo al ascenso, o tenía que atribuirse a otra razón?

—Dentro de diez minutos debo llevarles a los dos a ejecutar una misión —dijo a Timberlane—. Ya pueden arreglarse. Iremos a su piso de Iffley Road. Recogeremos su camioneta y nos dirigiremos hacia el hospital Churchill.

—¿Para qué? Tengo una entrevista con el comandante Croucher. Ayer no me dijo nada de todo esto.

—Pues a mí me ha dicho que sí se lo dijo. Usted solicitó pruebas documentales de lo que se ha estado haciendo en el hospital. Es lo que vamos a buscar.

—Comprendo. Pero mi entrevista…

—Mire, no discuta conmigo; yo tengo mis órdenes, ¿sabe?, y pienso ejecutarlas. De todos modos, aquí no tiene ninguna entrevista… sólo tenemos órdenes. El comandante está ocupado.

—Pero él me dijo que…

El capitán Pitt dio unos golpecitos en su recién adquirido revólver para acentuar sus palabras.

—Diez minutos, y nos vamos. Volveré a buscarles. Los dos vendrán conmigo para recoger su vehículo. —Giró sobre sus talones y se fue ruidosamente. El otro guardia, un tipo corpulento de barbilla huidiza, se colocó ostentosamente junto a la puerta.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Martha, aproximándose a su marido. Él le rodeó la cintura con los brazos y la miró con inquietud.

—Croucher debe de haber cambiado de opinión. Sin embargo, no creo que haya problemas. Realmente le pedí examinar los registros del Churchill, así que quizá sólo quiera demostrarnos que cooperará con nosotros.

—¡Pero Pitt está tan diferente! Anoche me hablaba de su mujer, y de cómo se había visto obligado a tomar parte en la matanza del centro de Oxford…

—Es posible que se le haya subido el ascenso a la cabeza…

—Oh, lo peor es esta incertidumbre, Algy; todo es tan… no hay nada seguro, nadie sabe lo que ocurrirá al día siguiente… Quizá anden tras el camión.

Ella siguió con la cabeza apoyada en el pecho de su marido, y él siguió rodeándola con los brazos, sin pronunciar otra palabra hasta el regreso de Pitt. Este les hizo una seña y bajaron todos a la plazoleta, guiados por el nuevo capitán, con el guardia de la barbilla huidiza cerrando la marcha.

Subieron a un Windrush. Bajo el control de Pitt, el motor se puso en funcionamiento, y atravesaron lentamente el patio central y la verja de entrada con un ademán a los centinelas.

El nuevo día no había traído ningún cambio al aspecto de Oxford. En Hollow Way, una hilera de casas colindantes estaba ardiendo de forma muy débil, como si un soplo de viento fuera suficiente para apagar las llamas; el humo procedente del incendio se elevaba sobre la zona. Cerca de la antigua fábrica de automóviles, se veía una gran actividad militar, considerablemente desorganizada. Oyeron el ruido de una detonación. En Cowley Road, la larga calle comercial que rodeaba la ciudad de Oxford, las fachadas estaban resquebrajadas. La basura se amontonaba sobre la calzada. Junto a una o dos de las tiendas, las mujeres hacían cola para comprar, silenciosas y apartadas una de otra, con bufandas alrededor del cuello a pesar del creciente calor. El polvo levantado por el Windrush cubría sus zapatos rotos. Hicieron caso omiso de ello, con la apariencia de dignidad que confiere el envilecimiento.

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