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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (11 page)

BOOK: Barbagrís
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Durante el trayecto, el rostro de Pitt parecía hecho de quebradizo cuero. Su nariz, similar al pico de un halcón, apuntaba únicamente hacia el frente. Ninguno de los viajeros habló. Cuando llegaron al piso, aparcó el vehículo en medio de la calle. Martha se alegró de poder apearse; su Windrush olía desagradablemente a suciedad.

En el plazo de veinticuatro horas, su piso se había convertido en un lugar extraño. Ella no recordaba lo destartalado y despintado que se veía desde fuera Un soldado estaba sentado frente a lo que habla sido la ventana del salón. Mandaba una línea de fuego que se extendía hasta la puerta del garaje. En aquel momento, estaba asomado a la ventana, hablando a gritos con un harapiento anciano vestido con unos pantalones cortos y un impermeable. El anciano se hallaba en la acera con un manojo de periódicos debajo del brazo.

—¡Oxford Mall
! —chillaba el viejo. Cuando Timberlane hizo ademán de comprarle uno, Pitt pareció dispuesto a impedírselo, pero murmuro: «¿Por qué no?», y dio media vuelta. Martha fue la única en presenciar la escena.

El periódico constaba de una sola hoja cubierta de artículos. Un líder de prominentes facciones se regocijaba de poder reanudar la publicación ahora que la ley y el orden habían sido restaurados; en otro sitio se anunciaba que cualquiera que intentase traspasar los límites de la ciudad sin permiso sería fusilado; anunciaba que el Supercine haría una función diaria; y ordenaba que todos los hombres menores de sesenta y cinco años se presentaran en el plazo de cuarenta y ocho horas en cualquiera de las quince escuelas convertidas en puestos militares de emergencia. Era evidente que el periódico había caído bajo control del comandante.

—En marcha; no disponemos de todo el día —dijo el capitán Pitt.

Timberlane se metió el periódico en un bolsillo y se dirigió hacia el garaje. Lo abrió y entró. Pitt permaneció a su lado mientras él se deslizaba a lo largo del abollado camión de DOUCH (1) y abría la cerradura de combinación de la portezuela de la camioneta. Martha observó el rostro del capitán; éste no dejó de humedecerse los labios resecos.

Los dos hombres subieron al camión. Timberlane desatascó la columna de dirección y retrocedió lentamente hacia la calle. Pitt llamó al soldado de la ventana y le ordenó que cerrara el piso y devolviera su Windrush al cuartel. Martha y el guardia de barbilla huidiza fueron conminados a subir a bordo del camión. Se aposentaron en los asientos de detrás del conductor. Tanto Pitt como su subordinado se sentaron con los revólveres en la mano, que apoyaron sobre las rodillas.

—Vaya hacia el Churchill —dijo Pitt—. Tómeselo con calma. No tenemos ninguna prisa. —Se aclaró nerviosamente la garganta. El sudor perlaba su frente. Frotó el pulgar izquierdo de arriba abajo del mango de su revólver sin cesar.

Con una mirada escrutadora, Timberlane dijo:

—Usted está enfermo. Sería mejor que regresara al cuartel y se hiciera visitar por un médico.

El revólver dio una sacudida.

—Usted ocúpese de conducir. No me hable. —Tosió y se pasó una mano por la cara. Uno de sus párpados sufrió un vibración nerviosa y lanzó una ojeada a Martha por encima del hombro.

—Realmente, ¿no cree usted…?

—¡Cállese, mujer!

Con Timberlane fuertemente asido al volante, se arrastraron por una estrecha calle lateral. Dos padres de Cowley, enfundados en sendos hábitos negros, transportaban a una mujer entre ambos, avanzando con dificultad debido a su peso; su mano izquierda se deslizaba sobre el pavimento. Se detuvieron en seco al ver el camión y no reanudaron la marcha hasta que el vehículo hubo pasado junto a ellos. El inexpresivo rostro de la mujer muerta impresionó vivamente a Martha. Pitt tragó saliva con dificultad.

Como quien acaba de tomar una resolución, levantó el revólver. Cuando éste apuntó a Timberlane, Martha lanzó un grito. Su marid pisó el freno. Se balancearon de un lado a otro, el motor se caló, y se detuvieron.

Antes de que Timberlane pudiera volverse, Pitt dejó caer el arma y escondió el rostro entre las manos. Estaba llorando y desvariando, pero lo que dijo fue ininteligible.

El guardia de la barbilla huidiza exclamó:

—¡No se muevan! ¡No se muevan! ¡No vayan a escaparse! Ninguno de nosotros quiere morir.

Timberlane tenía el revólver del cabo en la mano. Apartó los brazos de Pitt de su cara. Al ver que el arma había cambiado de dueño, Pitt se serenó.

—Dispare de una vez… ¿cree que me importa? Adelante, terminemos pronto. De todos modos, el comandante Croucher me hará fusilar cuando sepa que les he dejado escapar. ¡Dispare y terminemos de una vez!

—Nunca he hecho daño a nadie… antes era cartero. ¡Déjeme ir! No me mate —dijo el guardia de la barbilla huidiza. Seguía acariciando el revólver que tenía sobre las piernas. La desintegración de su capitán le había desorientado completamente.

—¿Por qué iba a matarles? —preguntó Timberlane—. Y, de igual forma, ¿por qué iban a matarme ustedes? ¿Cuáles eran sus órdenes, Pitt?

—¡Le he salvado la vida! Usted puede salvar la mía. ¡Usted es un caballero! Aparte el arma. Devuélvamela. Ponga el seguro. —Se estaba recobrando, todavía confundido, pero arrogante y lanzando una desconfiada mirada a su alrededor. Timberlane siguió apuntándole con el revólver.

—Tengamos una explicación.

—Eran las órdenes de Croucher. Esta mañana me ha hecho comparecer ante mí… quiero decir, ante él. Me ha dicho que este vehículo debía estar en sus manos. Ha dicho que usted era un agitador, quizá un espía de Londres. Una vez usted pusiera el camión en marcha, yo tenía que matarle, así como a su esposa. Después, Studley y yo teníamos que presentarnos a él con el vehículo. Pero la verdad es que no he podido hacerlo, no estoy hecho para esta clase de cosas. Yo tenía esposa y familia… ya estoy harto de matanzas… si mi pobre Vi…

—Dejémonos de melodramas, señor Pitt, para que podamos pensar —dijo Martha. Puso un brazo sobre los hombros de su marido—. Así que, después de todo, era mejor no confiar en nuestro amigo Croucher.

—Él no podía confiar en nosotros. Los hombres que ocupan un puesto como el suyo pueden ser fundamentalmente liberales, pero tienen que suprimir todos los elementos accidentales.

—Aprendiste esta frase de mi padre. De acuerdo, Algy, así que ahora volvemos a ser elementos accidentales; ¿qué propones hacer?

Para gran sorpresa de Martha, él se volvió y le dio un beso. Se le veía contento. Era el que tenía las riendas de la situación. Arrebató el revólver al sumiso Studley y lo metió en una guantera.

—En estas circunstancias, no tenemos alternativa. Nos largamos de Oxford. Iremos hacia el Oeste, en dirección a Devon. Me parece que es lo mejor. Pitt, ¿vendrán usted y Studley con nosotros?

—Nunca logrará salir de Oxford y Cowley. Se han levantado barricadas. Las han estado poniendo durante la noche en todas las carreteras que conducen fuera de la ciudad.

—Si decide unirse a nosotros, tiene que obedecer mis órdenes. ¿Piensa acompañarnos o no? Decídase.

—Pero si le estoy diciendo que se han levantado barricadas… No podría salir de la ciudad ni aunque fuera el propio Croucher —dijo Pitt.

—Usted debe tener un pase o algo parecido para circular por las calles. ¿Qué era lo que mostró al guardia al salir del cuartel?

Pitt sacó una hoja del bolsillo de su túnica y se la entregó.

—También tendrá que darme su túnica. De ahora en adelante, será usted un civil. Lo siento, Pitt, pero no se puede decir que haya ganado el ascenso.

—No soy un asesino, si se refiere a eso. —Ya había recobrado su aplomo—. Mire, le aseguro que nos matarán a todos si intenta atravesar las barricadas. Han puesto enormes bloques de cemento por todos lados. Detienen el tráfico e impiden el paso de los vehículos.

—Quitese la túnica antes de hablar.

Los padres de Cowley llegaron a la altura del camión. Se quedaron mirándolo antes de entrar en una institución pública con su carga.

Mientras Timberlane le daba la chaqueta a Martha y se ponía la túnica de Pitt —sus podridas costuras crujieron ligeramente—, dijo:

—La comida debe seguir entrando en la ciudad, ¿verdad? La comida, las municiones y muchas otras cosas. No me diga que Croucher no es bastante inteligente para organizarlo así. En realidad, lo más probable es que esté saqueando todos los alrededores en busca de alimentos.

Inesperadamente, Studley se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en el hombro de Timberlane.

—Es verdad, señor, y está prevista la llegada de un convoy de pescado procedente de Southampton para esta mañana. Se lo oí comentar al sargento de transportes, Tucker, cuando fuimos a buscar el Windrush.

—¡Buen chico! Las barreras tendrán que bajarse para dejar pasar al convoy. Cuando el convoy esté entrando, nosotros saldremos. ¿Por qué carretera vendrá?

Mientras se dirigían hacia el sur bajo el agobiante sol, oyeron una explosión. Un poco más adelante, y por una columna de humo que se alzaba a su derecha, vieron que el puente Donnington había sido volado. Una de las salidas de la ciudad acababa de ser cortada. Nadie dijo nada. Como el cólera, la desolación en las calles era contagiosa.

En Rose Hill, los bloques de pisos que bordeaban la carretera estaban tan vacíos como un farallón. Lo único que alivió la absoluta desnudez de la vía pública fue una ambulancia que salió de una callejuela adyacente, con la luz azul girando a toda velocidad. Todas sus ventanillas estaban cubiertas. Subió al borde de hierba, atravesó la carretera a pocos metros del vehículo de DOUCH (1) y se detuvo en el borde opuesto con una sacudida final. Al pasar junto a ella, vieron que el conductor se había desplomado encima del volante…

Un poco más lejos, entre las casas particulares, el ambiente de muerte era menos acentuado. En varios jardines, algunos hombres y mujeres de avanzada edad hacían fogatas. Martha se preguntó qué superstición debía eso representar.

Cuando llegaron a una ruta tortuosa, varios soldados con rifles colgados a la espalda salieron de un puesto de control y se dirigieron hacia ellos. Timberlane sacó medio cuerpo por la ventanilla y agitó el pase sin detenerse. Los soldados le hicieron una seña de conformidad.

—¿Cuánto falta? —preguntó Timberlane.

—Casi hemos llegado. La barricada que buscamos está en el puente férreo de Littlemore. Más allá sólo hay campo —contestó Pitt.

—Croucher tiene una larga frontera que defender.

—Por eso quiere más hombres. El bloqueo de las carreteras fue una de sus ideas brillantes. Contribuye a que no entre nadie de fuera, ni salga nadie de dentro. No le conviene que se escapen los desertores y organicen la oposición, ¿lo entiende? La carretera gira hacia la derecha en dirección al puente, y en seguida después viene un cruce. ¡Ah, allí está la taberna, el Marlborough… ya hemos llegado!

—De acuerdo, hagan lo que yo les diga. Acuérdense de la ambulancia que acabamos de ver. ¿Estás bien, Martha, amor mío? ¡Allá vamos!

Mientras doblaban la curva, Timberlane se dejó caer encima del volante, sacando una mano inerte por la ventanilla. Pitt se desplomó junto a él, y los otros dos se tendieron en los asientos. Con extremo cuidado, Timberlane condujo el vehículo hacia el establecimiento público que Pitt había mencionado, describiendo una serie de bruscas eses. Dejó que subiera a la acera, torció el volante y soltó el embrague sin quitar la marcha. El camión dio una violenta sacudida y se detuvo. Se hallaban frente al puente de Littlemore, a unos cien metros de distancia.

—Muy bien, no se muevan —dijo Timberlane—. Esperemos que el convoy de Southampton llegue a tiempo. ¿De cuántos vehículos suele componerse, Studley?

—De cuatro, cinco o seis. Es difícil de decir. Varía.

—Entonces tendríamos que pasar después del segundo camión.

Mientras hablaba, Timberlane miraba escrutadoramente al frente. La línea férrea quedaba oculta por un terraplén. La carretera se estrechaba en dos carriles al llegar al puente. Se hallaba oculta por una elevación del terreno al otro lado del puente, pero, afortunadamente, la barricada había sido colocada en este lado del puente, y era visible desde donde ellos aguardaban. Consistía en una serie de bloques de hormigón, dos viejas camionetas y varios postes de madera. Un pequeño edificio cercano había sido ocupado por los militares; por las apariencias debía albergar una ametralladora. Sólo se veía un soldado, apoyado junto a la puerta del edificio y resguardándose la vista del sol para mirar hacia donde ellos estaban.

Había un camión cerca de la barrera. El hombre que se hallaba dentro tiraba los ladrillos de su cargamento a otro hombre que estaba abajo. Parecían estar reforzando las defensas, y a juzgar por sus torpes movimientos no estaban acostumbrados a ese trabajo.

Los minutos transcurrían. Toda la escena era indescriptible; aquella monótona extensión de carretera no podía considerarse ciudad ni campo. El sol la privaba de todas sus pretensiones; seguramente nunca había sido vigilada tan a fondo como Timberlane la estaba vigilando en aquel momento. Los indolentes movimientos de los hombres que trasladaban los ladrillos adquirieron una especie de persistencia irreal. Las moscas entraban en el camión de DOUCH (1), recorriendo infructuosamente el interior. Su zumbido recordó a Martha los largos días veraniegos de su adolescencia, cuando algo parecido a una maldición se introdujo en su felicidad, para convertirse en una parte inseparable de ella y cernirse sobre ella, sus padres, y sus amigos… así como el resto del mundo. Ella había visto extenderse los efectos de la maldición, como la arena en una tormenta que asola el desierto. Con los ojos desorbitados, miró fijamente la encorvada espalda de su marido, entregándose a la horrorosa fantasía de imaginarlo muerto, realmente muerto a causa del cólera. Al final logró asustarse.

—Algy…

—¡Ahí vienen! ¡Tengan cuidado! Acuéstate, Martha; no dejarán de disparar cuando pasemos.

Todos rodaron hacia delante, al descender nuevamente a la calzada. Un primer camión, un gran camión de mudanzas cubierto de polvo, hizo su aparición en el puente. Un soldado se acercó a él; retiró parte de la barricada de madera para dejarle pasar. El vehículo atravesó la estrecha abertura. Mientras ganaba velocidad hacia el vehículo de DOUCH (1), un segundo camión —esta vez un camión del ejército con una lona rasgada— apareció sobre el puente.

Su cálculo de la distancia fue bueno. Rodando a considerable velocidad, el camión de DOUCH (1) tenía que cruzarse con el segundo vehículo de transporte lo más cerca del puente que fuera posible. Timberlane apretó el acelerador con más fuerza. Los olmos junto a la carretera, deslucidos por el polvo, reflejaban una luz rojiza y blanca que le cegó momentáneamente. Se cruzaron con el primer camión. El conductor le interpeló a gritos. Se dirigieron hacia el camión militar. En aquel momento estaba atravesando los bloques de hormigón. El conductor vio a Timberlane, gesticuló, aceleró, y torció el volante hacia un lado. El centinela echó a correr en dirección a ellos, mientras levantaba el rifle. Sus labios se movieron. Sus palabras fueron ahogadas por el ruido de los motores. Timberlane se dirigió en línea recta hacia él.

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