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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (7 page)

BOOK: Barbagrís
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Barbagrís cerró el cajón con violencia.

Algo había asustado a las ovejas. Estaban balando de miedo.

Se le presentó la supersticiosa imagen de los muertos andando, pero la desechó en seguida. Algún tipo de depredador sería la explicación más lógica para el alboroto. Fue a la cocina y atisbó por la ventana. El cielo estaba más claro de lo que se había imaginado. Una minúscula fracción de la luna brillaba en el firmamento, iluminando los árboles cercanos. Acercando el oído a la corriente de aire que entraba por el vidrio roto, Barbagrís oyó el trote de las ovejas en el campo. La escarcha relucía sobre las juncias que rodeaban la puerta; mientras contemplaba sus diminutos reflejos, oyó el crujido de unos pasos sobre un retazo de hierba. Levantó el rifle. Era imposible salir sin hacer ruido al abrir la puerta trasera.

Los pasos se acercaron; un hombre, todo sombras, pasó frente a la ventana.

—¡Alto o disparo! —gritó Barbagrís. Aunque el hombre ya había desaparecido de su línea de visión, el descubrimiento le hizo permanecer inmóvil.

—¿Eres tú, Barbagrís? —La voz se oyó hueca desde el exterior—. ¿Eres tú, Barbagrís? Aparta tu maldito dedo de ese gatillo.

En el mismo momento en que él reconocía la voz, Martha acudió a su lado, envuelta en un abrigo. Le tiró el rifle entre las manos.

—Aguántalo y cúbreme —susurró. En voz alta, dijo—: Acércate a la ventana con las manos en alto.

Apareció la silueta de un hombre, con los dedos tan estirados como si quisiera arañar el cielo. Lanzó una carcajada. Martha cogió el rifle para cubrirle. Barbagrís abrió la puerta de par en par e hizo señas al hombre de que se aproximara, retrocediendo para dejar pasar. El viejo cazador furtivo, Jeff Pitt, entró en la cocina y bajó los brazos.

—¿Sigues queriendo comprar esa nutria, Barbagrís? —preguntó, con su habitual sonrisa canina.

Barbagrís cogió el rifle y puso un brazo alrededor de los frágiles hombros de Martha. Cerró la puerta de una patada y contempló a Pitt sin sonreír.

—Debes de ser tú el que me robaste las provisiones del bote. ¿Por qué nos has seguido? ¿Acaso tienes una barca propia?

—¡No he venido nadando, te lo aseguro! —La mirada de Pitt recorrió inquietamente la habitación mientras hablaba—: ¡Logré esconder mi canoa mucho mejor que tú! Te estuve vigilando durante semanas enteras y vi que cargabas el bote. En Sparcot no ocurre nada que yo no sepa. Así que hoy, cuando decidiste largarte, pensé que bien valía la pena arriesgarme a encontrar a los gnomos y venir a ver qué tal estabais.

—Como puedes ver, hemos sobrevivido, y tú has estado a punto de hacerte matar. ¿Qué pretendes hacer ahora que estás aquí, Jeff?

El anciano chasqueó los dedos y se acercó al hornillo, de donde aún se escapaba algo de calor. Tal como era su costumbre, no miró a los ojos a ninguno de los dos.

—Pensé que podría ir con vosotros hasta Reading, si es que llegáis tan lejos. Y si tu señora esposa no tiene nada que oponer a mi compañía.

—Si vienes con nosotros, debes entregar todas las armas que poseas a mi marido —dijo bruscamente Martha.

Alzando una ceja para ver si les sorprendía, Pitt extrajo un viejo revólver del bolsillo de su abrigo. Hábilmente, sacó todos los casquillos y se los dio a Barbagrís.

—Puesto que los dos estáis tan contentos de verme —dijo—, os daré parte de mis conocimientos además de mi arma. Antes de instalarnos para pasar una agradable noche de descanso, seamos listos y traigamos a las ovejas aquí, fuera de todo peligro. ¿No os dais cuenta de la suerte que hemos tenido? Cada una de esas ovejas vale una fortuna. Un poco más abajo del río, en algún sitio como Reading, seríamos reyezuelos gracias a ellas… si no nos cortan el pescuezo, naturalmente.

Barbagrís se metió el revólver en un bolsillo. Miró largamente el enjuto rostro que tenía delante. Pitt le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Tú vuelve a la cama, amor mío —dijo Barbagrís a Martha—. Traeremos las ovejas. Estoy convencido de que Jeff tiene un buena idea.

Ella se dio cuenta del gran esfuerzo que le costaba reconocer el valor de una idea que, según su opinión, debía habérsele ocurrido a él. Le dirigió una cariñosa mirada y entró en la habitación contigua cuando los hombres abandonaban la casa. La grasa de cordero chisporroteó dentro de la lámpara. Cansadamente, mientras volvía a acostarse sobre el improvisado lecho —debía de ser medianoche, pero supuso que en un hipotético mundo de relojes aún no habrían dado las nueve— el rostro de Jeff Pitt reapareció ante ella.

Su rostro había sido moldeado hasta expresar una edad más que una personalidad; había sido minado por los años hasta que, con sus arrugadas mejillas y careados molares, se convirtió en un rostro cualquiera, muy parecido, por ejemplo, al de Towin Thomas y a muchos otros semblantes que habían sobrevivido a las mismas tormentas. Estos viejos, en un tiempo privados de los debidos cuidados médicos y dentales, habían adoptado un parecido facial a otras formas de vida, como lobos, monos, o la corteza de los árboles. Era como si se fundieran con el paisaje que habitaban, pensó Martha.

Resultaba difícil acordarse del Jeff Pitt menos complejo que ella había conocido cuando su grupo se estableció en Sparcot. Quizá entonces fuera menos presumido, bajo la fiebre de los acontecimientos. Sus dientes estaban en mejor estado, y llevaba su uniforme militar. Entonces era un pistolero, posiblemente inútil, pero no un cazador furtivo. Desde entonces, ¡cuánto había cambiado!

Pero quizá hubieran cambiado todos en aquel período. Habían transcurrido once años, y el mundo era muy distinto.

2. Cowley

Habían tenido mucha suerte de llegar a Sparcot. Durante los últimos días pasados en Cowley —el suburbio industrial de Oxford—, ella había perdido toda esperanza de huir. Porque aquél era el otoño del año 2018, cuando el cólera se añadió a los demás males que atormentaban a la humanidad.

Martha se sentía prisionera en el piso de Cowley donde ella y Barbagrís —en aquellos días no era más que el Algernon Timberlane, de cuarenta y tres años— habían sido instalados a la fuerza.

Salieron de Londres con dirección a Oxford, tras la muerte de la madre de Algy. Su camión fue detenido en el término de Oxfordshire; se había declarado la ley marcial, y un tal comandante Croucher se hallaba al mando de todo, habiendo establecido su cuartel general en Cowley. La Policía militar les escoltó hasta aquel piso; a pesar de que no les dieron a escoger, la vivienda era muy satisfactoria.

A pesar de todos los problemas que asolaban al país y al mundo, el principal enemigo de Martha en aquel tiempo fue el aburrimiento. Pasaba los días haciendo interminables rompecabezas de granjas en época de floración, tramperos de Canadá, playas de Acapulco, y escuchando música ligera por la radio de su bolso; así transcurrieron los sofocantes días en que estuvo aguardando el regreso de Algy.

Los vehículos que pasaban por la carretera de Iffley, donde estaba enclavado el edificio, eran escasos. Ocasionalmente se oía el fugaz ruido de un motor que a ella le parecía familiar. Se levantaba de un salto, y a menudo permanecía largo rato mirando por la ventana tras darse cuenta de su equivocación.

Martha tenía a sus pies una ciudad desconocida. Sonreía al pensar en el espíritu aventurero que les había animado durante el viaje desde Londres, en sus risas, y en lo jóvenes que se sentían, dispuestos a afrontar cualquier cosa; sin embargo, ya estaba harta de rompecabezas y preocupada por la creciente afición a la bebida que se había adueñado de Algy.

Cuando estaban en América, ya bebía mucho, pero la bebida con Jack Pilbeam, un vehemente compañero, se caracterizaba por una alegría que se había evaporado. ¡Alegría! Los últimos meses pasados en Londres estuvieron desprovistos de toda alegría. El gobierno estableció un estricto toque de queda; el padre de Martha desapareció una noche, seguramente arrestado sin juicio previo; y cuando el cólera se extendió por la ciudad, Patricia, la madre de Algy, abandonada por su tercer marido y vieja, no tardó en sucumbir.

Pasó los dedos sobre el alféizar de la ventana. Los retiró llenos de polvo y se los quedó mirando.

Lanzó una carcajada ante un recóndito pensamiento, y volvió a la mesa. Con un esfuerzo, se obligó a sí misma a continuar componiendo la radiante playa de Acapulco.

Las tiendas de Cowley sólo abrían por la tarde. Ella no podía menos que alegrarse por la distracción que ofrecían. Para salir a la calle, se afeaba deliberadamente lo más posible, poniéndose un sombrero viejo y unas medias burdas sobre sus bien torneadas piernas, a pesar del calor, pues los soldados no se caracterizaban por tratar bien a las mujeres.

Aquella tarde vio menos uniformes por las calles. Corrían rumores de que varios pelotones habían sido llevados hacia el este, para repeler un posible ataque procedente de Londres. Otro rumor afirmaba que los soldados estaban confinados en sus barracones y morían como moscas.

Mientras hacía cola junto a la pescadería embaldosada de blanco de Cowley Road, Martha descubrió que sus secretos temores aceptaban este último rumor más que el otro. El caluroso ambiente tenía cierto sabor a muerte. Se apresuró a taparse la nariz y la boca con un pañuelo tal como hicieron las demás mujeres. El rumor de la plaga se hace más convincente cuando se filtra a través de sucios cuadrados de tela.

—Le dije a mi marido que preferiría que no se alistara —explicó a Martha la mujer que estaba a su lado—, pero es imposible lograr que Bill te escuche si no quiere hacerlo. Mire, él trabajaba en un garaje, pero como dice que le despedirán más pronto o más tarde, afirma que estará mejor en el ejército. Yo se lo dije claramente: «Si tú no estás harto de guerra, yo sí.» Pero él me contestó: «Esto es muy distinto de la guerra, es un caso de supervivencia.» La verdad es que no se sabe lo que es mejor, ¿no cree?

Mientras regresaba a su piso con la ración de pescado desconocido y reseco, Martha se hizo eco de las palabras de la mujer.

Se sentó a la mesa, apoyó los brazos encima y hundió la cabeza entre ellos. En esa posición, dejó que sus pensamientos siguieran su curso, esperando el ruido de aquel precioso camión que anunciaría el regreso de Timberlane.

Cuando finalmente oyó el camión, bajó a recibir a Timberlane. En cuanto éste abrió la puerta, se abrazó a él, pero su marido la apartó.

—Estoy sucio, apesto, Martha —le dijo—. No me toques hasta que me haya lavado y quitado la chaqueta.

—¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?

El advirtió el acento sobreexcitado de su voz.

—Se están muriendo, ¿sabes? La gente se muere en todas partes.

—Ya lo sabía.

—Bueno, la situación ha empeorado. Se ha extendido desde Londres. Ahora se mueren en las calles, y nadie los recoge. El ejército hace lo que puede, pero las tropas son tan susceptibles a la infección como los demás.

—¡El ejército! ¡Querrás decir los hombres de Croucher!

—En los Midlands debe de haber otros mucho peores que Croucher. Por lo menos, él mantiene el orden. Comprende la necesidad de llevar a cabo una especie de servicio público, y ha puesto en circulación a una brigada encargada de la higiene. Nadie puede hacer más.

—Sabes que es un asesino. Algy, ¿cómo puedes hablar bien de él?

Se dirigieron al piso superior. Timberlane lanzó su chaqueta a un rincón.

Se sentó con un vaso y una botella de ginebra. Añadió un poco de agua y empezó a beber. Su rostro era grave, la expresión de su boca y sus ojos le confería un aspecto pensativo. Gotas de sudor perlaban su calva.

—No quiero hablar de ello —dijo. Su voz era fatigada e inexpresiva. Martha sintió que la suya adoptaba el mismo acento. La destartalada habitación se pobló de inquietudes. Una mosca zumbó caprichosamente sobre el cristal de la ventana.

—¿De qué quieres hablar?

—Por amor de Dios, Martha, no quiero hablar de nada. Me siento invadido por la pestilencia de la muerte y el miedo; he pasado todo el día dando vueltas con la grabadora, haciendo mi asqueroso trabajo para DOUCH (1). Lo único que quiero es beber hasta atontarme.

A pesar de que le inspiraba una gran compasión, no se lo demostró.

—Algy… tu día no ha sido peor que el mío. He pasado todo el día aquí sentada, haciendo estos rompecabezas hasta el punto de querer gritar. No he hablado con nadie aparte de una mujer en la pescadería. Durante el resto del tiempo, la puerta ha estado cerrada y atrancada tal como tú me dijiste. ¿Es que debo guardar silencio mientras tú te emborrachas?

—Por mí no lo hagas. No puedes controlar la lengua hasta ese punto.

Ella se acercó a la ventana, de espaldas a él. Pensó: «No estoy enferma; tengo pleno dominio de los sentidos; todavía puedo proporcionar a un hombre todo lo que desee; soy Martha Timberlane, de soltera Martha Broughton, de cuarenta y tres años de edad.» Oyó que el vaso se hacía añicos en un rincón.

—Martha, lo siento. Matar, emborracharse, morir, vivir; todos están reducidos al mismo nivel…

Martha no contestó. Con una revista atrasada aplastó la mosca que zumbaba sobre la ventana. Cerró los ojos para notar lo calientes que tenía los párpados. Sentado a la mesa, Timberlane siguió hablando.

—Lograré superarlo, pero ver a mi pobre madre sufriendo durante años enteros, pensando lo mucho que la quería siendo niño… Ah… Dame otro vaso, cariño… o mejor dos. Terminemos esta ginebra. ¡Enterremos todo este podrido sistema! ¿Cuánto tiempo más serán los hombres capaces de aguantarlo?

—Aguantar, ¿qué? —preguntó ella, sin volverse.

—La falta de niños. La esterilidad. La parálisis que nos domina. ¿A qué otra cosa pensabas que me refería?

—Lo siento, me duele la cabeza. —Necesitaba su comprensión, no sus discursos, pero se daba cuenta de que algo le había trastornado, de que iba a hablar sobre ello, y que la ginebra le ayudaría a hacerio. Fue a buscarle otro vaso.

—Lo que quiero decir, Martha, es que la gente está empezando a comprender que la raza humana no volverá a producir descendencia. Los pequeños y chillones envoltorios que veíamos en sus cochecitos fuera de las tiendas han desaparecido para siempre. Las niñas que jugaban con muñecas y paquetes de cereal vacíos son cosas del pasado. Los grupos de adolescentes que se reunían en las esquinas o paseaban en sus motocicletas a velocidades endiabladas se han terminado. No volverán. Tampoco volveremos a ver a ninguna otra hermosa joven de veinte años pasar junto a nosotros como una bendición, con el trasero y los senos a modo de estandarte. ¿Dónde están los jóvenes deportistas? ¿Te acuerdas de los equipos de criquet, Martha? ¿Y los de futbol? ¿Y los románticos protagonistas de la televisión y el cine? ¡Todos han desaparecido! ¿Dónde están los cantantes pop de ayer? Claro que aún quedan equipos de futbol. Los cincuentones lo hacen lo mejor que pueden…

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