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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (6 page)

BOOK: Barbagrís
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—Eres todo un hombre —dijo Towin—. Tendrías que haber matado a Jim Mole y cogido las riendas del pueblo. La gente te habría respaldado.

Barbagrís no contestó.

El río seguía su curso describiendo numerosas curvas, bordeado por delgadas juncias en su camino hacia el este y la libertad. Al ver que un puente se alzaba en la lejanía, cesaron de remar y se dejaron arrastrar por la corriente hasta él. Era una buena estructura georgiana con un gran arco y un sólido parapeto; se acercaron a la orilla antes de pasar bajo él. Barbagrís agarró su rifle.

—Siempre hay vida cerca de un puente —dijo-Quedaos aquí mientras yo voy a dar un vistazo.

—Te acompaño —dijo Charley—. «Isaac» puede quedarse en la barca.

Entregó la correa del ansioso animal a Martha, que acarició al zorro hasta calmarlo. Los dos hombres abandonaron el bote. Treparon a la orilla y se agazaparon entre un grupo de plantas.

A su espalda, el débil sol invernal se abría camino entre los árboles. A excepción del sol, distorsionado por los troncos desnudos a través de los cuales brillaba, todo se hallaba sumido en distintas tonalidades de gris. Una niebla baja se extendía sobre el terreno. Ante ellos, más allá de la carretera que atravesaba el puente, se veía un vasto edificio. Parecía apoyarse sobre la niebla sin tocar el suelo. Bajo un embrollo de altas chimeneas, la casa daba la impresión de estar vacía; el sol se reflejaba en el cristal de una de las ventanas superiores, confiriéndole un aspecto deslustrado. Al ver que el único indicio de vida era el aleteo de unos cuantos grajos entre las ramas de los árboles, los hombres se aventuraron por la carretera, y fueron a esconderse tras un seto.

—Parece un establecimiento público —dijo Charley—. No hay rastro de vida. Yo diría que está desierto.

En aquel momento oyeron el sonido de una tos al otro lado del seto.

Se agacharon inmediatamente, escudriñando a través de los espinos para inspeccionar el lugar de donde procedía la tos. El campo se extendía hasta el río. Aunque estaba invadido por la niebla, la carencia de maleza u otra clase de vegetación indicaba la presencia de alguna vida rumiante. Su agitada respiración se estrellaba contra los matorrales mientras examinaban el lugar. La tos se dejó oír nuevamente.

Barbagrís señaló en silencio. En la esquina del campo más cercana a la casa, se levantaba un cobertizo. Junto a una de sus paredes se amontonaban varias ovejas, tres o cuatro.

—Creía que las ovejas habían dejado de existir —murmuró Charley.

—Esto significa que hay alguien en la casa.

—No nos conviene enfrentarnos con ellos. Remontemos el río. Aún nos queda una hora de luz.

—No, demos una ojeada a la casa. Viven en un lugar muy solitario; quizá se alegren de tener compañía, si logramos convencerlos de que nuestras intenciones son buenas.

Resultaba imposible desechar la sensación de que podían ser el punto de mira de uno o más rifles situados en el interior del silencioso edificio. Sin apartar los ojos de las ventanas vacías, siguieron avanzando. Delante de la casa, junto a una amplia cubierta, había un coche de destartalado aspecto. Hacía largo tiempo que había adoptado una postura de derrota al deshincharse sus neumáticos hasta el suelo. Corrieron hacia él, agazapándose detrás para observar la casa. No vieron signos de ningún movimiento. Observaron que la mayor parte de las ventanas estaban atrancadas.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Barbagrís.

No recibieron contestación.

Tal como Charley supusiera, era un establecimiento público. El antiguo letrero de la posada yacía en lamentable estado no lejos de allí, y la tablilla con el nombre se había desprendido de la puerta principal y reposaba sobre los gastados escalones. Junto a una de las ventanas inferiores se leía la palabra CERVEZA grabada en la pared. Barbagrís tomó nota mental de los detalles antes de volver a llamar. Sin embargo, tampoco esta vez recibió contestación.

—Iremos por la parte trasera —decidió, levantándose.

—¿No crees que podríamos pasar una noche en la barca?

—Más tarde hará frío. Vayamos a la parte de atrás.

En la parte trasera del edificio, un sendero unía la puerta posterior con el campo donde pastaban las ovejas. Apoyado contra la húmeda pared de ladrillos, y con el rifle a punto, Barbagrís llamó de nuevo. Nadie contestó. Barbagrís se inclinó hacia delante y miró rápidamente por la ventana más próxima. Había un hombre sentado en el interior, y ese hombre le miraba fijamente.

El corazón le dio un vuelco. Chocó con Charley en su afán por retroceder, mientras un escalofrío le subía por la columna vertebral. Cuando logró dominar sus nervios, lanzó el arma hacia delante y dio unos golpecitos en el cristal de la ventana.

—Somos amigos —gritó. Silencio—. ¡Somos amigos, maldito bastardo! —Esta vez redujo el cristal a añicos. Los vidrios cayeron, y volvió a reinar el silencio. Los dos hombres se miraron, con el rostro contraído y ceñudo.

—Debe de estar enfermo, muerto o algo así —dijo Charley. Agachándose, pasó junto a Barbagrís y por debajo de la ventana, y llegó a la puerta trasera. Se apoyó en ella con un hombro, giró el pomo y empujó con todas sus fuerzas. Barbagrís le siguió.

El rostro del hombre sentado era tan gris como la luz que contemplaba con tal fijeza. Sus labios estaban corroídos y partidos como si hubiera ingerido un poderoso veneno. Se hallaba rígidamente sentado en una silla frente al fregadero. En su regazo, todavía sin acabar, había una lata de insecticida.

Charley se persignó.

—Descanse en paz. Existen razones más que suficientes para que cualquiera se quite la vida en estos días.

Barbagrís cogió la lata de insecticida y la tiró entre los matorrales.

—¿Por qué se habrá suicidado? No puede haber sido por falta de comida, con todas las ovejas que tenía. Tendremos que registrar la casa, Charley. Es posible que haya alguien más.

La encontraron en el piso superior, en una habitación que el descolorido sol aún iluminaba. Se la veía considerablemente demacrada bajo las mantas. En un receptáculo situado junto a la cama habla un plato hondo lleno de algo que debía de ser una sopa cubierta de grumos. Había muerto de una enfermedad, eso resultaba evidente; también era evidente que había muerto con anterioridad al hombre del piso inferior, pues la habitación apestaba a muerte.

—Probablemente, cáncer —dijo Barbagrís—. Su marido no quiso seguir viviendo una vez la perdió a ella. —Tuvo que romper el silencio, a pesar de que el aire de la habitación era irrespirable. Una vez logró dominarse, dijo—: Saquémosles de aquí y escondámosles entre los matorrales. Después nos instalaremos para pasar la noche.

—Tenemos que enterrarlos, Algy.

—Se necesita demasiada energía. Instalémonos y demos gracias por haber encontrado tan fácilmente un lugar seguro.

—Quizá hayamos sido guiados hasta aquí para dar a esa gente un entierro digno.

Barbagrís lanzó una mirada de soslayo hacia el pardo objeto que se pudría sobre la almohada.

—¿Por qué les habrá reclamado el Todopoderoso junto a Sí, Charley?

—También puedes preguntarte la razón de que nos haya traído hasta aquí.

—Por Dios, es algo que no pienso hacer, Charley. Ahora no discutas; escondamos los cadáveres donde las mujeres no los vean, y quizá pensemos en enterrarlos mañana por la mañana.

Con toda la buena voluntad de que fue capaz, Charley ayudó a su amigo en la desagradable tarea. El mejor escondite resultó ser el cobertizo que había en el campo. Dejaron los cadáveres allí, con las ovejas —que eran seis— vigilándolos. Cuidaron de que los animales tuvieran agua, abrieron un par de ventanas para airear la casa, y fueron a buscar al resto del grupo. Cuando la barca estuvo firmemente amarrada se trasladaron a la casa.

En el sótano, donde en otros tiempos se guardaran los barriles de cerveza, encontraron un pedazo de carne ahumada colgada de un gancho para mantenerla fuera del alcance de las ratas, de las cuales había numerosos rastros. Encontraron una lámpara que contenía grasa de oveja y olía horriblemente mal, pero ardía bien. Y Towin descubrió cinco botellas de ginebra en una caja escondida dentro de una chimenea.

—¡justo lo que necesito para el reuma! —exclamó, abriendo una botella. Acercando la nariz al gollete, inhaló ávidamente y después bebió un trago.

Las mujeres llenaron de madera el hornillo de la cocina y prepararon la cena, disfrazando el penetrante sabor a cordero con algunas de las hierbas que encontraron en un recipiente de la despensa. El entusiasmo volvió a ellos. Algo parecido al hermano mayor de un espíritu festivo revivió entre ellos, y cuando acabaron de comer se acostaron en un optimista estado de ánimo.

Martha y Barbagrís se instalaron en un reducido gabinete de la planta baja. Puesto que era evidente que la pareja fallecida no vivía en estado de sitio, Barbagrís no creyó necesario montar guardia; bajo el régimen de Mole habían llegado a obsesionarse con tales precauciones Al fin y al cabo, a medida que transcurrían los años, los hombres debían temer cada vez menos a sus congéneres, y aquella casa parecía estar muy alejada de cualquier poblado…

De todos modos, no se quedó tranquilo. No había dicho nada a los demás, pero antes de abandonar la barca había abierto los compartimentos que había debajo de la cubierta para coger las bayonetas que allí se encontraban; deseaba armar a Towin y Charley con ellas; pero las bayonetas hablan desaparecido, junto con otras cosas que allí guardara. Esta desaparición no podía significar más que una cosa: alguien más conocía el escondite de su barca.

Cuando Martha estuvo dormida, se levantó. La lámpara seguía ardiendo, aunque había cuidado de apartarla de la ventana. Se puso en pie, dejando que su mente se convirtiera en un paisaje por el cual vagaran extraños pensamientos. Sintió que el frío y el silencio descendían sobre los alrededores de la casa, y se apresuró a cerrar nuevamente su mente. La lámpara se hallaba encima de una antigua cómoda de cajones. Abrió uno de los cajones al azar y miró lo que había dentro. Contenía baratijas familiares, un reloj roto, algunos lápices muv gastados y un tintero vacío. Con una cierta sensación de culpabilidad, se metió los dos lápices más largos en un bolsillo y abrió otro cajón. En su interior había dos álbumes de fotografías de deslucido aspecto. Encima de ellos se encontraba la fotografía enmarcada de un niño.

El niño debía de tener unos seis años, y era una alegre criatura cuya sonrisa mostraba un hueco entre los dientes. Sostenía la locomotora de un ferrocarril en miniatura y llevaba pantalones largos a cuadros. El retrato estaba un poco descolorido. Probablemente era una antigua foto del hombre que se estaba pudriendo en el cobertizo de las ovejas.

Los ojos de Barbagrís se llenaron súbitamente de lágrimas. Incluso la niñez yacía en los podridos cajones del mundo, como un recuerdo que no resistía el paso del tiempo. Desde aquel horrible accidente, crimen o desastre del siglo anterior, no habían nacido más niños. No había más niños, no había más muchachos como aquél. Tampoco quedaba, en aquellos tiempos, ningún adolescente, ningún hombre ni mujer joven de orgulloso porte, ni siquiera de mediana edad. De las siete edades del hombre, sólo quedaban algunos representantes de la última.

«Cincuenta años no es ninguna edad», se dijo Barbagrís, apretándose los hombros. Y a pesar de todas las penurias y desgracias que habían tenido lugar, había muchos sesentones activos en el mundo. Oh, se necesitarían aún algunos años para que… Pero el hecho era que él se contaba entre los hombres más jóvenes de la Tierra.

No, eso no era totalmente cierto. Persistentes rumores afirmaban que alguna pareja ocasional seguía engendrando hijos; y en el pasado había habido casos… Había habido el patético ejemplo de Eve, en los primeros días de Sparcot, que había dado un hijo al mayor Trouter y desaparecido poco después. Un mes más tarde, ella y su bebé fueron encontrados muertos por una expedición que iba a buscar leña… Pero aparte de eso, no se veía a nadie joven. El accidente fue completo. Los viejos heredaron la Tierra.

La carne mortal llevaba ahora las góticas formas de la edad. La muerte se cernía con impaciencia sobre la Tierra, esperando cobrar sus últimos caminantes.

«… Y de todo esto, yo obtengo un terrible placer —admitió Barbagrís, contemplando la inmóvil sonrisa de la fotografías—. Podrían despedazarme sin que lo confesara, pero hay algo, algo muy especial, que transforma un desastre global en un triunfo personal. Quizá sea la necia actitud que he adoptado al creer que todas las experiencias pueden ser útiles. Quizá sea la seguridad que se deriva de saber que, aunque viva cien años, nunca seré un vejestorio: siempre perteneceré a la generación más joven.»

Desechó la necia idea que se le ocurría tan a menudo. Sin embargo, no consiguió alejarla de su mente. Su vida había sido afortunada, maravillosamente afortunada, a pesar de la mala suerte de toda la humanidad.

No era la humanidad la única en sufrir. Todos los mamíferos habían sido afectados por igual. Los perros cesaron de reproducirse. El zorro estaba en vías de extinción; su costumbre de criar a los retoños en madrigueras había contribuido mucho a su restablecimiento definitivo —eso y la abundancia de comida que les proporcionó el escaso dominio del hombre sobre la Tierra—. El cerdo doméstico desapareció incluso antes que el perro, en parte porque en todos lados se lo mataba y comía imprudentemente, y en parte dejó de multiplicarse. El gato doméstico y el caballo se volvieron tan estériles como el hombre; sólo el número comparativamente grande de crías por cada alumbramiento había permitido la supervivencia del gato. Se decía que había vuelto a reproducirse en algunas regiones; los buhoneros que visitaban Sparcot hablaban de plagas de gatos salvajes.

Los miembros mayores de la tribu felina también habían sufrido. En todo el mundo, la historia de los primeros años del mil novecientos ochenta fue la misma: las criaturas que poblaban el mundo eran incapaces de reproducirse. La tierra —la naturaleza apocalíptica del suceso era tal que incluso para un agnóstico era fácil pensar en ella en términos bíblicos— dejó de producir su fruto. Sólo las criaturas inferiores que se resguardaban dentro de la tierra habían escapado indemnes a aquella época en que el hombre fue la víctima de sus propios inventos.

Oh, ya era un cuento muy viejo, y casi medio siglo separaba la sonrisa que se veía en la fotografía y la corrupta mueca que se congelaba en el cobertizo de las ovejas.

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