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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (3 page)

BOOK: Barbagrís
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—Ya me las arreglaré con ellos cuando aparezcan.

—Los gnomos se acercan, ¿verdad? —murmuró Pitt; las palabras de Barbagrís habían resbalado sobre él. Se volvió a mirar hacia el frío bosque, desprovisto de hojas—. Estarán aquí antes de que nos demos cuenta, para ocupar el lugar de los niños; no olvidéis mis palabras.

—No hay ningún gnomo por aquí, Jeff, o ya te habrían cogido hace tiempo —dijo Charley—. ¿Qué es lo que tienes en el palo?

Mirando a Charley para juzgar su reacción, Pitt bajó el palo que llevaba apoyado en un hombro y mostró una espléndida nutria de unos sesenta centímetros de longitud.

—¿Verdad que es una maravilla? Acabo de ver muchísimas. Se las puede localizar más fácilmente en invierno. Quizá se reproduzcan en mayor cantidad por estas regiones.

—Todo lo que aún puede multiplicarse lo hace así —replicó ásperamente Barbagrís.

—Te venderé la próxima que atrape, Barbagrís. No me he olvidado de lo que pasó antes de que viniéramos a Sparcot. Podrás quedarte con la próxima que agarre. Ya he puesto las trampas a lo largo de la orilla.

—Eres un gran cazador, Jeff —dijo Charley—. A diferencia del resto de nosotros, nunca has tenido que cambiar de trabajo.

—¿Que yo nunca he tenido que cambiar de trabajo? ¡Estás loco, Charley Samuels! He pasado la mayor parte de la vida ante una pestilente máquina de una fábrica de herramientas, antes de la revolución y todo eso. No es que no me haya gustado siempre la naturaleza…, pero nunca me habría imaginado que viviría tan cerca de ella, os lo aseguro.

—De todos modos, ahora eres un verdadero hombre de los bosques.

—¿Crees que no me doy cuenta de que te estás riendo de ml? No soy tonto, Charley, a pesar de lo que tú puedas pensar. Pero reconozco que es terrible la forma en que las personas de ciudad nos hemos convertido en unos burdos campesinos, ¿no creéis? ¿Qué nos queda en la vida? Todos nosotros hechos unos harapientos, llenos de parásitos y dolor de muelas. Lo que me gustaría saber es cómo acabará todo eso, ¿eh? ¿Cómo acabará?

Se volvió para escudriñar el bosque.

—No estamos tan mal —dijo Barbagrís. Esta era su invariable respuesta a la invariable pregunta. Charley también tenía su invariable respuesta.

—Son los designios del Señor, Jeff, y no ganas nada preocupándote. No podemos saber lo que Él quiere para nosotros.

—Después de todo lo que nos ha hecho durante los últimos cincuenta años —dijo Jeff—, me sorprende que aún os dignéis hablar con Él.

—Todo terminará según Su voluntad —insistió Charley.

Pitt frunció su rostro lleno de arrugas, escupió y reanudó la marcha con su nutria muerta.

Barbagrís también se preguntaba dónde terminaría todo aquello, excepto en la humillación y la desesperación. No formuló la pregunta en voz alta. Aunque le gustaba el optimismo de Charley, no tenía más paciencia que el viejo Pitt con las respuestas demasiado fáciles sobre la creencia que alimentaba ese optimismo.

Siguieron andando. Charley empezó a hablar acerca de los diversos relatos de la gente que afirmaba haber visto gnomos y enanitos en los bosques, en los tejados, o lamiendo las ubres de las vacas. Barbagrís contestaba automáticamente; la estéril pregunta del viejo Pitt seguía inquietándole. ¿Dónde terminaría todo aquello? La pregunta, como un cartílago en la boca, era difícil de olvidar; y se encontró reflexionando sobre ella.

Cuando hubieron dado la vuelta al perímetro, llegaron otra vez al Támesis y la frontera occidental, donde el río penetraba en sus tierras. Se detuvieron y contemplaron el agua.

Agitándose y rizándose, salvaba un incontable número de obstáculos en su curso —¡oh, sí, eso no había cambiado!— hacia el mar. Ni siquiera el tranquilizador poder del agua logró acallar los pensamientos de Barbagrís.

—¿Cuántos años tienes, Charley? —preguntó.

—Ya he dejado de contarlos. ¡No te entristezcas así! ¿Qué diablos te preocupa? Eres un hombre alegre, Barbagrís; no empieces a hacer cábalas sobre el futuro. Mira el agua… llegará a donde quiera llegar, pero no se preocupa por ello.

—No encuentro ningún consuelo en tu analogía.

—¿De verdad? Bueno, ya lo encontrarás.

Barbagrís pensó en lo pesado y monótono que era Charley, pero contestó pacientemente.

—Tú eres un hombre sensato, Charley. ¿No crees que debamos pensar en el día de mañana? Esto llegará a convertirse en un planeta de pensionistas. Tú ves las señales de peligro exactamente igual que yo. Ya no hay hombres o mujeres jóvenes. El número de nosotros capaz de mantener nuestro presente nível de vida está declinando año tras año. Nosotros…

—No podemos hacer nada para evitarlo. Grábatelo en letras de fuego en el cerebro y te sentirás mucho mejor. La idea de que el hombre sea capaz de hacer algo sobre este destino es una idea antigua… ¿sabes lo que quiero decir? Sí, un fósil. Es propio de otra época… No podemos hacer nada. Somos impulsados hacia delante, como el agua de este río.

—Lees muchas cosas en el río —dijo Barbagrís, medio riendo.

Lanzó una piedra al agua de un puntapié. Se oyó un chapoteo, como si alguna criaturita —posiblemente una rata almizclada, pues allí volvían a encontrarse en abundancia— se sumergiera para ponerse a salvo.

Guardaron silencio; Charlie estaba ligeramente encorvado. Cuando éste habló de nuevo, fue para citar una poesía.

Los bosques se pudren, los bosques se pudren y caen
,

los vapores depositan su carga en el suelo
,

llega el hombre, labra los campos y yace debajo

Entre el hombre terriblemente prosaico que recitaba a Tennyson y los bosques que se alzaban al otro lado del río existía una incongruencia. Laboriosamente, Barbagrís dijo:

—Para ser un hombre alegre, conoces poesías muy deprimentes.

—Así fue como me educó mi padre. Ya te he hablado de su anticuada tiendecita… —Una de las características de la edad era que todas las avenidas de la charla conducían hacia el pasado.

—Te dejo para que sigas vigilando —dijo Charley, pero Barbagrís le agarró por un brazo. Acababa de oír un ruido río arriba que no era el ruido del agua.

Se acercó al borde del agua y miró en torno. Un objeto se precipitaba río abajo, pero el abundante follaje impedía verlo con claridad. Echando a correr, Barbagrís se dirigió hacia el puente de piedra, seguido de cerca por Charley.

Desde la cima del puente se divisaba claramente el río. Una barca de gran peso era impulsada por la corriente a unos cincuenta metros de distancia. Por la curvada proa, adivinó inmediatamente que en otros tiempos había sido una embarcación a motor. Ahora era impulsada hacia delante por medio de remos y pértigas manejados por varios barbas blancas, mientras que una vela colgaba flácidamente del mástil. Barbagrís extrajo su silbato de saúco de uno de los bolsillos y sopló dos veces. Hizo una seña a Charley y echó a correr hacia el molino de agua donde vivía Jim Mole.

Mole ya estaba abriendo la puerta cuando llegó Barbagrís. Los años no habían conseguido atenuar su ferocidad natural. Era un hombre corpulento, de rostro cruel, con un mechón de cabello gris en ambas orejas y en la cabeza. Pareció contemplar a Barbagrís tanto con las fosas nasales como con los ojos.

—¿Qué significa este alboroto, Barbagrís? —preguntó.

Barbagrís se lo explicó. Mole salió, abrochándose su antiguo abrigo militar. Detrás de él estaba el mayor Trouter, un hombrecillo que cojeaba lamentablemente y tenía que ayudarse con un bastón. Al salir a la grisácea luz del día, empezó a dar órdenes con su penetrante voz. La gente aún no se había retirado después de la falsa alarma. Empezaron a llegar precipitadamente, aunque de forma desigual, tanto mujeres como hombres, obedeciendo a un plan de defensa establecido con anterioridad.

La población de Sparcot era una bestia de muchos pelajes. Los individuos que formaban parte de ella se habían revestido con una gran variedad de prendas y harapos que pasaban por trajes. Se velan abrigos de alfombra y faldas hechas con tela de cortina. Algunos hombres llevaban chalecos de castor, torpemente curados; algunas mujeres llevaban desgastados sobretodos militares. A pesar de esta variedad, el efecto general era incoloro, y ninguno de ellos resaltaba particularmente sobre el paisaje neutral. Una distribución homogénea de mejillas hundidas y cabellos grises se añadía a la impresión de triste uniformidad.

Más de una anciana boca tosió al aire invernal. Más de una espalda estaba encorvada, más de una pierna se arrastraba. Sparcot constituía una ciudadela para las enfermedades: artritis, lumbago, reumatismo, cataratas, neumonía, gripe, ciática, vértigo. El pecho, el hígado, la espalda o la cabeza causaban muchas quejas, y la charla vespertina solfa girar alrededor del tiempo y el dolor de muelas. Pese a todo, el pueblo respondía vivamente al sonido del silbato.

Barbagrís lo observó con aprobación, mientras pensaba en lo necesaria que era aquella rapidez; él mismo había ayudado a Trouter a organizar el sistema defensivo antes de que una creciente desavenencia entre él, Mole y Trouter le impulsara a tomar una parte menos activa en los asuntos.

Los dos largos silbidos querían decir una amenaza por el agua. Aunque en aquellos tiempos la mayoría de los viajeros eran pacíficos (y pagaban un peaje antes de pasar bajo el puente de Sparcot), pocos aldeanos habían olvidado el día en que, cinco o seis años atrás, fueron amenazados por un solitario pirata fluvial armado con un lanzallamas. Los lanzallamas eran cada vez más escasos. Como el petróleo, las ametralladoras y las municiones, eran el producto de otro siglo, las reliquias de un mundo desaparecido. Pero cualquier cosa que llegara por el agua era motivo para una alarma general.

Por consiguiente, un grupo de aldeanos fuertemente armados —muchos de ellos llevaban arcos y flechas de fabricación casera— se concentró a lo largo del río mientras la extraña barca se acercaba. Se agazaparon detrás de un muro bajo y roto, dispuestos a atacar o defenderse, sintiendo una excitación desacostumbrada en sus venas.

El bote navegaba de través al río. Estaba tripulado por un grupo de inquietos marineros de agua dulce que ni siquiera debían saber lo que era un ancla. Los remeros parecían tan preocupados por evitar que la embarcación volcara como por impulsarla hacia delante; en realidad, parecían tener escaso éxito en cualquiera de sus objetivos.

Esta falta de habilidad no se debía únicamente a la dificultad que supone dominar una barca de cincuenta años de antigüedad y nueve metros de longitud, con el casco podrido; y tampoco a la presencia a bordo de una docena de personas con sus pertenencias. En la popa de la embarcación, debatiéndose entre las garras de cuatro hombres, había un rebelde y vigoroso reno.

Aunque el animal ya había sido desmochado —era la costumbre desde que fue introducido en el país por uno de los últimos gobiernos autoritarios, unos veinte años atrás—, tenía fuerza suficiente para causar considerables daños; y los renos eran más valiosos que los hombres. Podían utilizarse para la producción de leche y carne cuando el ganado escaseaba, y eran unos buenos animales de transporte; mientras que el hombre sólo podía envejecer.

A pesar de esta distracción, uno de los navegantes, que hacía de vigía y se encontraba en la proa de la barca, avistó las fuerzas concentradas de Sparcot y dio la alarma. Era una mujer alta y morena, enjuta y dura, con el deslucido cabello recogido bajo un pañuelo. Cuando avisó a los remeros, la prontitud con que éstos dejaron de remar demostró lo mucho que se alegraban de poder hacerlo. Una persona escondida detrás de uno de los paquetes de ropa amontonados en el puente pasó una bandera blanca a la mujer morena. Ella la agitó por los aires y se dirigió a gritos a los aldeanos.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó John Meller. Era un antiguo soldado que sirvió de ordenanza a Mole, hasta que éste le despidió por inútil. Ya cerca de los noventa, Meller era tan delgado como una varilla y tan sordo como una piedra, aunque el único ojo que le quedaba seguía siendo tan penetrante como siempre.

La voz de la mujer se dejó oír nuevamente, confiada, a pesar de que solicitaba un favor.

—Dejadnos pasar en paz No deseamos haceros daño y no tenemos necesidad de detenernos. ¡Dejadnos pasar, aldeanos!

Barbagrís repitió el mensaje a gritos junto a la oreja de Meller. La blanca cabeza meneó su zarrapastroso cráneo y sonrió para demostrar que no había oído nada.

—¡Matemos a los hombres y violemos a las mujeres! Yo me hago cargo de la morena de delante.

Mole y Trouter se adelantaron, gritando órdenes. Evidentemente habían decidido que la barca no representaba una seria amenaza.

—Tenemos que detenerlos y examinarlos —dijo Mole—. Apoderaos de la pértiga. ¡Moveos, demonios! Tengamos una charla con ellos y sepamos quiénes son y qué quieren. Deben tener algo que necesitemos.

Durante esta actividad, Towin Thomas se había introducido entre Barbagrís y Charley Samuels. En sus esfuerzos para ver claramente la barca, contrajo la cara en una mueca. Golpeó a Barbagrís en las costillas con una sacudida del codo.

—Oye, Barbagrís, ese reno no nos vendría mal para el trabajo duro, ¿no crees? —dijo, chupando pensativamente el borde superior de su estaca—. Podríamos usarlo para arrastrar el arado, ¿verdad?

—No tenemos derecho a quitárselo.

—No tendrás manías religiosas en cuanto a ese reno, ¿eh? Estás dejándote influenciar por los discursos del viejo Charley.

—En mi vida he escuchado nada de lo que Charley o tú hayáis dicho —replicó Barbagrís.

Un largo poste que había servido para la conducción de hilos telefónicos, en los días que existía un sistema de teléfonos, fue deslizado por encima del agua, hasta que el extremo se apoyó entre dos piedras de la orilla opuesta. El río empezaba a estrecharse en este punto, en su descenso hacia el puente en ruinas. Este lugar había proporcionado a los aldeanos una útil fuente de ingresos desde hacía muchos años; sus recaudaciones obtenidas de este modo suplían su dificultad en hacer economías. Era la única idea inspirada del monótono y opresivo reino de Jim Mole. Para reforzar la amenaza del poste, los hombres de Sparcot salieron de sus escondites y se agruparon en la orilla. Mole echó a correr hacia el río, blandiendo una espada y gritando a los ocupantes del bote que se detuvieran.

La mujer alta de la proa les amenazó con los puños.

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