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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (29 page)

BOOK: Barbagrís
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—Tienes suerte, hija; sí, es él. Ve a recibirlos mientras yo voy a buscar a Algy. Ya tendríamos que haber salido.

Venice salió por la puerta trasera y llamó a Algy. Sus propios hijos eran mayores que los de los Timberlane y se habían librado de la mayor parte de los efectos de la enfermedad; en realidad, Gerald sólo había tenido un aparente resfriado, que era toda la evidencia externa de la enfermedad que mostraban la mayoría de los adultos.

Algy no respondió a su llamada. Mientras andaba por el descuidado césped, una niña vestida de rojo cruzó como una exhalación ante ella y desapareció detrás de un lilac. Muy divertida, Venice eché a correr tras ella; la niña se introdujo por un agujero de la valla y se quedó mirando desafiantemente a Venice.

—No voy a hacerte daño —dijo Venice. Reprimió una exclamación al ver la calvicie de la niña. No era la primera vez que presenciaba un caso así—. ¿Has estado jugando con Algy? ¿Dónde está? No le veo.

—No puedes verle porque se ha ahogado en el río —dijo la niña, llevándose las manos a la espalda—. Si no estás enfadada, vuelvo y te lo enseño.

Temblaba violentamente. Venice le alargó una mano.

—Date prisa en enseñarme lo que dices.

La niña se encontró al otro lado de la valla en un instante. Tímidamente, cogió a Venice de la mano, alzando la vista para juzgar su reacción ante tal atrevimiento.

—No me afectó a las uñas, sólo a la cabeza —dijo, y abrió la marcha hacia el embarcadero flotante que se internaba en el río al final del jardín. Allí su valor la abandonó, y rompió a llorar desconsoladamente. Durante unos momentos le fue imposible hablar, hasta que desde la barricada de los brazos de Venice señaló con un dedo hacia el oscuro río—. Allí es donde Algy se ha ahogado. Si miras, verás su cara debajo del agua.

Alarmada, Venice agarró fuertemente a la niña y escudriñó el río a través de los sauces. Pegado a una raíz, medio sumergido y moviéndose suavemente a impulsos de la corriente, se hallaba algo muy parecido a un rostro humano. Era una hoja de periódico.

Pacientemente, logró convencer a Martha para que mirara y viera su equivocación por sí misma. A pesar de todo, la niña siguió llorando, pues la forma del periódico era siniestra.

—Ahora vete corriendo a casa para tomar el té —dijo Venice—. Algy no puede estar lejos. Ya lo encontraré; es posible que haya entrado en la casa por la puerta delantera, y quizá dentro de poco puedas volver a jugar con él. ¿Te gustaría?

La niña la miró con sus inmensos ojos claros, asintió, y echó a correr hacia el agujero de la valla. Cuando Venice se levantaba y se disponía a regresar a la casa, Patricia Timberlane salió por la puerta trasera con dos hombres. Uno de ellos era su marido, Arthur, un hombre que a sus cuarenta y pico de años daba la impresión de haber olvidado completamente su juventud. Venice, que siempre se había sentido atraída hacia él —era mucho menos exigente que Patricia en sus gustos, y tendía a ser amable con cualquiera que fuera amable con ella— tuvo que admitir que Arthur tenía mala cara; era un hombre cargado de problemas que nunca se había decidido a afrontar con estoicismo o resolución.

Patricia se asía al brazo de su marido, pero al que miraba con más frecuencia era al otro hombre. Keith Barratt, el socio de Arthur Timberlane, era un hombre bien parecido con una mandíbula demasiado salida y cabello leonado que peinaba descuidadamente hacia atrás. Keith sólo tenía cinco años menos que Arthur, pero sus modales —en particular su modales con Pat, pensó maliciosamente Venice— eran más desenvueltos, y vestía con elegancia.

Mientras Venice iba hacia ellos, correspondiendo a sus saludos, sorprendió una mirada muy significativa entre Patricia y Keith. Y en ella vio —tristemente, porque el hecho le dolía— que el desastre estaba más cerca de lo que ella pensaba.

—A Venice le gusta la casa, Arthur —dijo Patricia.

—Tengo miedo de la humedad con el río tan cerca —dijo Arthur a Venice. Metió las manos en los bolsillos de los pantalones y fijó la vista en el río, como si esperara verlo crecer y engullirles a todos. Pareció realizar un tremendo esfuerzo para volver a mirarla y preguntarle—: ¿Sabes si Edgar llegará pronto esta noche? Estupendo. ¿Por qué no venís los dos a tomar una copa con nosotros? Me gustaría saber lo que opina de la situación en Australia. Veo las cosas muy mal, realmente muy mal.

—¡Eres demasiado pesimista, Art! —dijo Keith. Habló en un tono de alegre reproche que le hizo pronunciar el nombre de su socio como si fuera una carcajada—. ¡Anímate! No se puede hablar así en una tarde tan bonita como ésta. Espera a leer el informe de ese señor y verás que todo el mundo está en el mismo caso que nosotros. Cuando llegue Navidad, el comercio mejorará. —A modo de explicación, dijo a Venice—: Hemos contratado a Moxan, el especialista en mercados, para saber exactamente lo que ha afectado a nuestro negocio; mañana recibiremos su informe. —Hizo una mueca y simuló cortarse el cuello con un dedo.

—Tendríamos que haberlo recibido hoy —dijo Arthur. Continuaba con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada, mirando al cielo y a su alrededor mientras hablaba, como si estuviera cansado de la conversación—. Por la tarde ya empieza a refrescar. ¿Dónde está Algy, Pat? Ya es hora de volver a casa.

—Quiero que des una ojeada a la caldera antes de irnos, cariño —dijo Patricia.

—Ya nos ocuparemos de la caldera en otra ocasión. ¿Dónde está Algy? Este niño siempre desaparece cuando le necesitas.

—Se ha escondido en algún sitio —dijo Venice—. Ha estado jugando con la niña de la casa del lado. ¿Por qué no le buscáis vosotros? Yo tengo que irme, o no llegaré antes que Edgar. Keith, sé amable y acompáñame a casa, ¿quieres? No tendrás que desviarte mucho de tu camino.

—Encantado —repuso Keith, haciendo un esfuerzo para dar verosimilitud a sus palabras. Se despidieron y dieron la vuelta a la casa hasta el sendero de entrada. Arthur había ido con el coche de Keith desde la fábrica, ya que Patricia tenía el coche de Timberlane. Cuando Venice se instaló a su lado, Keith arrancó en silencio; aunque estaba muy lejos de ser un hombre sensitivo, perdía gran parte de su seguridad cuando se hallaba con ella, pues sabía que no aprobaba su conducta.

Entre Arthur y Patricia también se cernió el silencio, que él rompió diciendo:

—Bueno, si hemos de buscar al niño, será mejor que empecemos. Quizá esté en la glorieta. ¿Por qué le has perdido de vista?

Haciendo caso omiso de la provocación —de todos los trucos que ella utilizaba, éste era el que más le molestaba—, Patricia dijo, mientras se dirigían hacia el fondo del jardín:

—Los últimos propietarios dejaron el jardín hecho una selva. Aquí hay más trabajo del que tú puedes hacer solo; tendremos que contratar a un jardinero. Podemos dejar esa hilera de matorrales donde está y quizá arrancar esa peonia.

—Aún no hemos comprado la casa —objetó malbumoradamente Arthur. Su empeño en no desengañarla le hizo hablar con más renuencia de la que pretendía. Ella no parecía ser capaz de entender que su negocio estaba cada día más cerca del desastre.

Lo que más afectaba a Arthur era que esos problemas, en los que su firma se hundía a gran velocidad, hubieran alzado una barrera entre Pat y él. Se había dado cuenta, algún tiempo atrás, que no formaban un matrimonio muy unido; al principio casi había bendecido la crisis financiera, esperando que sirviese para unirlos, pues Patricia escuchaba comprensivamente sus infortunios antes de casarse. Sin embargo, la falta de comprensión que ella mostraba parecía casi deliberada.

Claro que el terrible asunto de los niños la había trastornado. Pero, al fin y al cabo, ella conocía Juguetes Soff y su funcionamiento. Era secretaria de la firma antes de que Arthur se casara con ella, una irresponsable joven de buena figura y ojos acariciadores. Incluso ahora, él recordaba su sorpresa cuando ella aceptó casarse con él. Se dijo a sí mismo que no era como los demás hombres: no olvidaba ni las cosas buenas ni las malas de su vida pasada.

Eran las cosas buenas las que acentuaban sus actuales desdichas.

Andando por el césped, meneó la cabeza y repitió:

—Aún no hemos comprado la casa.

Llegaron a la glorieta, y él abrió la puerta. La glorieta era una minúscula construcción semirrústica, con un alero ornamental tan bajo que obligaba a agachar la cabeza a un hombre de elevada estatura, y una ventana con vistas al río. Estaba amueblada con dos sillas plegables, apoyadas en una esquina, una especie de toldo podrido y un bidón vacío. Arthur paseó la mirada a su alrededor con desagrado, volvió a cerrar la puerta y se apoyó en ella, mirando a Patricia.

Sí, para él seguía siendo atractiva, incluso después de su enfermedad, la muerte de Frank y once años de matrimonio. Sintió que le atenazaba un inmenso complejo, y quiso decirle de una sola tirada que ella era demasiado buena para él, que él hacía todo lo que podía, que debía comprender que desde el estallido de aquellas malditas bombas, el mundo se iba a pique, que conocía sus sentimientos hacia Keith y que se alegraba por ella si aquello la hacía feliz, con tal de que no le abandonara.

—Espero que Algy no se haya caído al río y se haya ahogado —dijo ella, bajando la vista ante su mirada—. Quizá haya vuelto a la casa. Vamos a comprobarlo.

—Pat, no te inquietes por el niño. Mira, siento mucho todo esto… me refiero a lo difíciles que se han puesto las cosas y la vida últimamente. Te quiero mucho, cariño. Ya sé que no sirvo para nada, pero la época en que vivimos…

Ella ya le había oído usar esa frase de «ya sé que no sirvo para nada» a modo de disculpa en otras ocasiones, como si disculparse fuera suficiente para cambiar. Perdió el hilo de lo que estaba diciendo al recordar la Navidad de hacía dos años, cuando ella le convenció para que ofreciera una fiesta a sus amigos y conocidos de negocios. Resultó un fracaso. Arthur se dio cuenta de que lo era y, para desesperación suya, no se le ocurrió otra cosa que sacar una baraja de cartas y decir a un grupo de empleados y sus esposas, con una falsa genialidad de anfitrión: «Bueno, ya veo que la fiesta no marcha muy bien… quizá les gustaría presenciar unos cuantos trucos.»

En aquella fresca tarde de otoño, volvió a enrojecer de vergüenza, tanto por ella como por él. No había humillación mayor que la humillación social experimentada ante gente que siempre intenta sonreír. Él parecía creer que decir la verdad la alteraba de algún modo.

—¿Me escuchas, Pat? —preguntó Arthur. Seguía apoyado en la puerta, como si no quisiera dejar escapar algo que había dentro—. Desde hace tiempo, parece que no me escuches. Ya sabes que te quiero. Lo que estoy tratando de decirte es que… no podemos comprar Mayburn, por lo menos ahora. Los negocios van muy mal. Sería imprudente. Hoy he hablado con el director del Banco, y me ha dicho que no sería prudente. Ya tenemos un sobregiro. Me ha dicho que la situación empeoraría en vez de mejorar; que empeoraría mucho.

—¡Pero si ya estaba todo arreglado! ¡Me lo prometiste!

—El director del flanco me ha explicado…

—¡Al infierno con el director del Banco, y al infierno contigo! ¿Qué has hecho, enseñarle un nuevo truco de cartas? Cuando Frank murió, me prometiste que nosotros…

—Patty, querida, ya sé que te lo prometí, pero es que no puedo. Ya no somos niños. ¿No entiendes que no tenemos el dinero?

—¿Qué me dices de uno de tus seguros de vida…? —empezó ella, interrumpiéndose después. Él se había acercado a ella y detenido a poca distancia, temeroso de ser rechazado si se acercaba más. Su traje parecía viejo y necesitaba un planchado. La expresión de su rostro resultaba desconocida para ella. La cólera la abandonó—. ¿Tratas de decirme que estamos en bancarrota?

Él se humedeció los labios.

—Naturalmente, no es tan grave como eso. Ya sabes que tenemos a Moxan trabajando. Pero las cifras del mes pasado fueron muy pobres.

En este punto, ella volvió a enfadarse.

—¿En qué quedamos, Arthur? ¿Estamos mal o no lo estamos? ¿Por qué no me cuentas la verdad? Me tratas igual que a un niño.

Él la miró tristemente, con la cara hinchada, preguntándose qué argumento, entre la media docena que tenía preparados, sería mejor. ¿Que la amaba por su carácter pueril? ¿Que aunque le hubiera gustado que compartiera sus problemas, no quería herirla? ¿Que necesitaba su comprensión? ¿Que le desagradaba pelearse en aquel horrible jardín desconocido?

Como siempre, tuvo la sensación de fallar en lo que decía y las complejidades que experimentaba.

—Lo que digo, Pat, es que las cifras del mes pasado son muy malas, malísimas.

—¿Te refieres a que ya no hay nadie que compre Juguetes Soff?

—Más o menos, sí.

—¿Ni siquiera el «Oso Jock»?

—No, amor mío, ni siquiera el pequeño «Oso Jock».

Ella se colgó de su brazo, y se dirigieron en silencio hacia la casa vacía.

Cuando vieron que Algy no estaba en la casa, olvidaron temporalmente otros problemas para inquietarse acerca del niño. Le llamaron una y otra vez por las desnudas y sonoras habitaciones. No recibieron contestación alguna.

Patricia salió corriendo de la casa, sin dejar de llamarle, buscó entre los matorrales y llegó a la orilla del río, invadida por el miedo de algo que no se atrevía a mencionar. Se hallaba a la altura de la glorieta cuando una vocecita gritó «Mamá». Girando hacia ella, vio a Algy junto a la puerta entreabierta; como un minúsculo proyectil, echó a correr en dirección a ella, llorando.

Abrazándole fuertemente, Patricia le preguntó por qué no había salido de su escondite cuando habían empezado a buscarle.

Él no supo explicarlo, aunque mencionó algo de una niña y un juego del escondite.

Había sido un juego; cuando su padre abrió la puerta de la glorieta y escudriñó el interior, continuó siendo un juego. Él quería que su padre le encontrara y le abrazara. No sabía por qué se agazapó detrás de las sillas plegables, temiendo ser descubierto.

Tenía las piernas entumecidas, pero no se movió cuando la puerta volvió a cerrarse. Oyó la conversación que sostuvieron sus padres, una conversación secreta mucho más terrible por ser incomprensible para él, y que le reveló que existía un mundo tremendamente amenazador con el cual nadie —ni siquiera su padre— podía llegar a un acuerdo; y que no vivían entre cosas sólidas y seguras sino en un mundo que se derrumbaba. Sintiéndose culpable y asustado, se escondió de ellos detrás de las sillas, ansiando que le encontraran y temiéndolo al mismo tiempo.

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