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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (9 page)

BOOK: Benjamín
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En aquella ocasión, ni Debbie ni Robert habían dicho nada mientras Ralph les explicaba tooodaaass las cosas que podría hacer con su Chevrolet C25.

Segunda ROR:
Delante de Ralph, hablar lo menos posible
.

Robert también aplicó la segunda ROR cuando su padre le pidió que lo acompañara a resolver unos asuntos de trabajo (la segunda ROR era probablemente la más utilizada de todas). En esta ocasión se limitó a responder las preguntas que él le formuló, pero ni siquiera se aventuró a preguntar hacia dónde se dirigían. Supuso que verían alguna casa que su padre estaba remodelando, pero quién sabe.

Ralph se dedicaba a la construcción. Desde siempre, según le gustaba afirmar. Solía decir que construir cosas se lleva en la sangre; no era necesario ir a la universidad para saber combinar los materiales de la manera correcta. Normalmente sus apreciaciones se extendían incluso hasta afirmar que la universidad no hacía más que alentar a los incapaces a hacer cosas para las cuales no habían nacido.

Robert había presenciado más de una vez cómo su padre sostenía entre sus dedos un puñado de arena y alzaba la vista al cielo, para luego dictaminar si era o no la adecuada. Cuando hacía valoraciones de este tipo, se le nublaban los ojos e inclinaba la cabeza como si se dispusiera a recibir un mensaje del más allá.

«Más de veinte casas, Bobby. Incluso un edificio de tres pisos. Pregunta en la escuela y luego dime si algún niño tiene un padre que haya construido veinte casas. Te aseguro que no. Eres afortunado, Bobby, no todos los niños tienen la suerte de vivir en una casa hecha por su propio padre».

Tras una media hora de viaje en dirección norte por la carretera 49, Ralph condujo su C25 por la entrada particular de una propiedad enorme delimitada por un muro de unos tres metros de altura. Robert se sintió lo suficientemente intrigado para preguntar qué era ese sitio, pero desde luego no lo hizo. Un letrero inmenso sostenido por una columna metálica de unos quince metros rezaba: EQUIPAMIENTOS DAWSON.

En el centro de la propiedad había una única construcción de dos plantas. Ralph rodeó el edificio con la furgoneta y condujo lentamente por un camino de grava hasta la parte trasera. Luego dijo algo, pero Robert no lo escuchó; estaba fascinado observando a través de su ventanilla… Alineadas en la parte de atrás había una serie de máquinas. Más tarde sabría que eran excavadoras, y aunque había visto algunas antes, nunca lo había hecho de tan cerca. Eran cuatro unidades nuevas, resplandeciendo en silencio bajo el sol de la mañana. Inmediatamente se sintió atraído por ese poderoso ejército amarillo.

—¿Me estás prestando atención, Bobby?

Robert había estado tan abstraído observando las máquinas que por un momento olvidó que su padre seguía a su lado.

—Sí —respondió asustado.

—¿Ves aquella oficina de allá?

—Sí.

—Allí está el dueño de todo esto. El bastardo que me alquila las máquinas que utilizo. ¿Sabes, Bobby?, a veces ciertos sujetos creen que porque tienen un poco de chatarra pueden hacer lo que les viene en gana. Éste en particular no es más que un borracho que pretende hacerse rico a mis expensas. ¿Te parece correcto?

(Primera ROR).

—Claro que no.

Ralph sonrió complacido. Dijo:

—El personal de atención al público está en la parte delantera, ¿sabes?, pero yo iré allí atrás y hablaré directamente con Dawson.

Te aseguro que obtendré los descuentos que me corresponden…

Dejó la frase en suspenso y nubló la vista.

(Segunda ROR).

Robert aguardó en silencio mientras su padre se recuperaba del trance.

—Si quieres lograr cosas importantes —siguió diciendo Ralph—, debes hablar directamente con los dueños, Bobby. Es la única manera de hacer las cosas. Grábatelo en la mente.

Dicho esto, se apeó de la furgoneta. Robert casi había vuelto su rostro hacia las excavadoras cuando su padre formuló las palabras mágicas:

—Puedes ir a echar un vistazo si quieres.

Luego se marchó.

Robert aguardó a que su padre recorriera los casi cien metros que los separaban de la oficina de Dawson y entrara en ella; luego se apeó y se dirigió a la parte trasera de la propiedad. El calor abrasaba, por lo que agradeció llevar puesta su gorra. Avanzaba sin quitar los ojos de las cuatro carrocerías resplandecientes. Los faros de las excavadoras lo estudiaban en silencio. Se detuvo a dos metros de una de ellas sintiéndose pequeño, y leyó la inscripción en uno de los laterales:

JOHN DEERE

El nombre le resultó poderoso. La tipografía rígida en contraste con el amarillo de las máquinas lo abrumó. Si JOHN fuera un niño, lo imaginó de mirada torva y aspecto agigantado, y Robert supo definitivamente que no querría tener nada que ver con él.

Se permitió llevar a cabo una inspección minuciosa.

La cabina de mandos era un cubículo reducido, para una persona. Estaba ubicada a unos dos metros de altura, y Robert alcanzó a ver por lo menos cuatro palancas que asomaban por el cristal. Más abajo, casi a la altura de sus ojos, el radiador se asemejaba a una boca abierta de dientes largos y rectangulares. A cada lado estaban los faros, dos ojos separados y abiertos al máximo, como los de un chiflado. Robert se obligó a apartar la vista de ellos. Se concentró en la pala frontal: una superficie cóncava rodeada de dientes de acero de alta resistencia. Se imaginó en la cabina, con su gorra en la cabeza, accionando aquellas palancas (la gorra en la cabeza era un detalle fundamental para conducir una de esas máquinas).

Era la primera vez que se encontraba lo suficientemente cerca de uno de esos vehículos como para tocarlo. Se dejó embriagar por el pensamiento de su mano haciendo contacto con la chapa tibia por el sol de la mañana. Dio un paso. Luego otro. Levantó el brazo y…

El bramido del motor asesinó la tranquilidad de la mañana y Robert estuvo a punto de cagarse encima. Supo en ese instante que la excavadora de alguna manera se había puesto en marcha y que no sería necesario que se acercara para tocarla porque de un momento a otro JOHN lo tocaría a él. Los faros se encenderían y su resplandor sería visible incluso bajo el sol abrumador. No tenía escapatoria, estaba demasiado cerca…, lo aplastaría como a un insecto, eso es lo que haría. Arremetería hasta que uno de aquellos dientes de acero reforzado se le clavara en el estómago.

¿Se había cagado de verdad?

No le importaba. Lo único que deseaba, mientras retrocedía cinco pasos en un segundo y trastabillaba para caer sentado en la grava, era saber cómo la máquina se había encendido por sí sola. Era…

Los faros seguían apagados.

El rugido del motor siguió, pero Robert comprendió de pronto que no pertenecía a la excavadora que él tenía delante. De hecho, no pertenecía a ninguna de aquellas cuatro.

Se sintió estúpido, pero por encima de todas las cosas se sintió aliviado. Se puso en pie poco a poco, notando cómo su respiración se regularizaba y comprobando con alegría que no se había cagado encima a fin de cuentas. No existía una ROR que fuera capaz de evitar la ira de Ralph si su hijo cagado apestaba su flamante furgoneta nueva.

El sonido del motor provenía de la zona de atrás de aquellas cuatro máquinas.

Aún sintiéndose un poco incómodo por su reacción frente al motor, se preguntó si sería buena idea buscar el origen de aquel estruendo. «Puedes echar un vistazo», había dicho su padre. Pero quizás eso no significaba que pudiera ir más allá de donde pudiera ser visto desde la oficina. Se dijo que, si traspasaba aquellas máquinas, tendría que regresar en poco tiempo.

Se internó entre el pasaje formado entre la segunda y la tercera excavadora.

Se encontró rápidamente en la zona que marcaba el límite de la propiedad. Era un sector amplio de tierra sin grava en el que malezas amarillentas crecían aquí y allá, y que servía de depósito de partes de máquinas viejas. Robert advirtió la existencia de una cerca de alambre en la parte trasera, pero no se detuvo demasiado en el lugar. Lo que atrajo de inmediato su atención fue una máquina similar a las que había visto, que se desplazaba con pesadez deslizándose sobre sus ruedas gigantescas.

Avanzó como hipnotizado. No podía apartar la vista de aquel robot amarillo. Cuando estuvo a unos diez metros de distancia, apenas fue consciente de que la máquina se había detenido y de que el ocupante de la cabina lo observaba con fijeza.

—Hola —escuchó que lo saludaban.

Robert no podía salir de su asombro. El conductor era un niño. Tendría dos años más que él, no más.

—Hola —respondió de forma automática.

—Mi nombre es Mike.

—Robert.

—Hola, Robert. ¿Qué haces aquí?

—Mi padre está hablando con el tuyo —respondió sin darse cuenta de que había hecho una suposición, que más tarde sabría era correcta.

Mike tenía una gorra calada hacia atrás, lo cual a Robert le pareció algo fantástico. Había abierto una portezuela pequeña y se había girado de manera que sus pies colgaban fuera de la cabina.

—¿Quieres subir?

Robert se sentía incapaz de pensar con claridad. Sus ojos recibían los destellos de la carrocería; sus oídos, el ronroneo fuerte que no alcanzaba a tapar sus voces. Mike repitió la pregunta, y esta vez Robert se obligó a contestar:

—Claro —dijo, y se acercó.

—La cabina es para una persona, pero hay espacio suficiente para los dos —explicó Mike—. Pisa ahí y agárrate de este otro lado para subir…

Robert escaló hacia la cabina del modo en que Mike le acababa de explicar y en pocos segundos se encontró compartiendo el asiento de cuero con él.

—Ésta es una retroexcavadora —explicó Mike—. Mi padre las alquila, aunque supongo que ya sabes eso. A diferencia de aquellas máquinas que están allá, ésta tiene un brazo hidráulico articulado en el medio —lo señaló a través del cristal—, que rasca la tierra hacia atrás. Son más difíciles de manejar, por todos los movimientos del brazo, que dirijo con estas palancas de aquí.

Robert asintió, extasiado.

—¿Ves aquella tierra?

—Sí.

—Voy a trasladarla a ese otro lado.

Robert siguió la dirección que Mike le indicaba con el dedo.

—Es simplemente para practicar —siguió diciendo Mike—. De hecho, esa tierra estuvo antes allí.

Robert no podía quitar los ojos de aquel niño, que no sólo le había permitido subir a
su nave espacial,
sino que además se tomaba el trabajo de explicarle con detenimiento lo que se proponía hacer con ella.

Durante los veinte minutos siguientes, Mike realizó las maniobras necesarias para transportar la primera parte de la tierra. Primero hizo que la máquina se desplazara hacia adelante, para luego accionar las palancas adecuadas y lograr que el brazo articulado mordiera el montículo de tierra. Robert siguió las operaciones con sumo cuidado, alternando la vista entre los mandos que Mike accionaba y lo que ocurría fuera de la cabina. El niño que más tarde se transformaría en su mejor amigo sonrió cuando dio por finalizada la primera etapa.

—He realizado un buen tiempo. Me has traído suerte —dijo Mike—. Aunque aún me queda mucho por aprender.

—¿Hace mucho que practicas?

—Éste es mi primer año. Antes no podía alcanzar los pedales. ¿Tu padre viene a menudo por aquí?

—Creo que sí.

—Quizás la próxima pueda enseñarte un poco.

—Me encantaría.

—¿Aquél es tu padre?

Robert se volvió. La figura de Ralph, recortada contra las excavadoras, se asemejaba a una aparición.

—Tengo que irme.

—¿Pasa algo?

—No. Mi padre me ha dicho que no me alejara, eso es todo.

Mike abrió la portezuela y Robert se apeó con presteza.

—Mañana iré al bosque con unos amigos —dijo Mike desde la cabina—, quizás podamos vernos allí.

Robert pensaba en Ralph.

—Claro. Gracias por la demostración.

—De nada.

Mike alzó la mano en señal de despedida y Robert le correspondió el saludo.

Ralph lo esperaba de pie, con el semblante de un témpano de hielo. Cuando Robert se acercó, simplemente dio media vuelta y caminó hasta la furgoneta.

De regreso a casa mantuvieron una conversación ciertamente breve:

—¿Qué has hecho con ese niño, Bobby?

—Nada. Me enseñó cómo funcionaba la retroexcavadora. Es interesante.

—Claro que lo es.

No hubo reproches ni reprimendas. Robert apenas podía dar crédito a lo que consideró de inmediato como una nueva ROR. La novena.
Ralph aprobaba todo lo que no hiciera ver a su hijo como un marica
.

Además, Ralph había obtenido su ansiado descuento.

8

Al inclinarse sobre el boquete del baño, Ben sintió otra vez cómo su espalda se quejaba.

No fue sencillo desplazar la placa de vidrio esmerilado desde arriba; pudo colocar apenas dos de sus dedos en uno de los laterales y alzarla ligeramente, para luego deslizarla con el cuidado suficiente para no romperla. Una vez que hubo espacio suficiente para que pasara su cuerpo, se detuvo y observó el baño a oscuras.

La casa estaba en silencio desde hacía un buen rato. El baño era ahora una habitación fría, que se perfilaba apenas con una serie de líneas frágiles y grises. Ben supo de inmediato que bajar sería más peligroso de lo que había supuesto. Además de las dificultades para introducirse en el boquete y dejarse caer hasta el lavabo, le preocupaba la idea de ser descubierto por alguien que entrara justo en ese momento. Llevaba puestos únicamente sus calzoncillos blancos, pero como el plan consistía en no ser visto, poco le importó.

Además estaba a punto de mearse encima.

La visión difusa del retrete no hizo más que intensificar sus deseos de orinar. Es bien sabido que nuestro organismo pierde la capacidad de control cuando una posibilidad de evacuación está próxima. Ben experimentó un intenso ardor en la entrepierna, lo cual hizo que se pusiera en movimiento.

Se sentó en el borde del boquete. De inmediato sintió el aire frío acariciándole la planta de los pies y por alguna razón se sintió reconfortado. Quizás las cosas saldrían bien después de todo. Se inclinó con cuidado para no ser hostigado por su espalda otra vez. Colocó los antebrazos a ambos lados del boquete, se alzó ligeramente con los codos y se dejó caer con lentitud.

Hasta aquí fue sencillo. Lo que debía hacer a continuación era asirse a los laterales del boquete con las manos, descender y balancearse hasta afirmarse en el lavabo. Así lo había planeado cuidadosamente en el desván. Sin embargo, una vez que inició el balanceo, sus pies no alcanzaron el lavabo… Ben sintió un dolor espantoso en los antebrazos, que de repente protestaron ante la tarea de soportar todo el peso de su cuerpo. Vio su rostro reflejado en el espejo, apenas una silueta fantasmagórica. Sus dedos cedieron un poco. La caída desde esa altura no sería mortal, ni mucho menos, pero la idea de los dedos de los pies doblándose al chocar con la superficie rígida del suelo de baldosas no le resultó precisamente agradable.

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