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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (11 page)

BOOK: Benjamín
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De pie en el centro de la cocina, ahora con la bolsa del supermercado en una de sus manos, se dijo que sería necesario hacer una cosa más antes de regresar al desván. Con lo que había ocurrido hasta ese momento, en especial su visita al estudio de Danna, tendría suficiente para poblar los sueños de aquella noche. Mejor estar preparado. Se dirigió al pasillo en L que conducía al garaje de la casa. Cuando se asomó al pasillo, vio el morro del Toyota de Robert, semejante a la punta curva de una pezuña inmensa.

Ben avanzó hasta la mitad del pasillo, pasando junto a dos puertas cerradas. La primera de ellas conducía a la habitación de Rosalía.

La segunda, a un pequeño baño. Se detuvo un instante entre las dos puertas y luego avanzó hacia el garaje. En ese instante se apoderó de él la sensación de que algo malo ocurriría de un momento a otro.

Comprobó con alivio que el Toyota gris de Robert seguía ocupando el espacio de siempre y que ninguna pezuña de dinosaurio lo esperaba para hacerle daño. Más allá vio el coche de Danna y, detrás, las estanterías con objetos en su mayoría inservibles. Comenzó a sentirse más tranquilo. Avanzó por la zona libre del garaje, con los vehículos a la derecha y el banco de herramientas que había pertenecido a Ralph Green y ahora era de Robert, a la izquierda. El suelo de cemento frío y rugoso le proporcionó por alguna razón la serenidad que le hacía falta para pensar.

En uno de los estantes encontró una linterna de bolsillo. La cogió y presionó el botón lateral para probarla. Un círculo luminoso se dibujó inmediatamente en los estantes, y allí vio un bloc y un lápiz negro con la punta roma. Apagó la linterna y la introdujo en la bolsa de supermercado; luego hizo lo mismo con el bloc y el lápiz.

La sensación de que corría peligro fue desapareciendo poco a poco. Cuando se internó en el pasillo para emprender el regreso, comenzó a sentirse relajado por primera vez. Se detuvo junto a la puerta que conducía a la habitación de Rosalía. Luego se volvió… Sus brazos comenzaron a estremecerse. La bolsa del supermercado amenazó con caer…

¿Qué le ocurría?

Formuló la pregunta para sí casi al mismo tiempo que la respuesta se alzaba dentro de su cabeza.

Experimentó la misma sensación que lo había asaltado junto a la pecera. Sólo que esta vez fue más fuerte. Escuchó ruidos provenientes del interior de la habitación de Rosalía y comprendió con horror que la mujer saldría de un momento a otro, pero Ben no pudo moverse. Esperaba algo. Cerró los ojos como un niño que se prepara para recibir un pinchazo en una habitación de hospital…

Los ruidos se hicieron más fuertes.

La puerta se abrió.

Rosalía clavó la mirada en su inesperado visitante, de pie en el pasillo. Se llevó las manos a la boca y contuvo un grito.

Ben finalmente recibió lo que había estado esperando.

11

—¿Cómo es posible que no recuerde haberme marchado de casa? —preguntó Robert.

—No lo sé —respondió Mike—. Mi padre me relató el incidente poco después de una visita a Maggie Mae. Por aquel entonces solíamos ir todos juntos a la casa del lago, pero por alguna razón esa vez mi padre decidió quedarse en Carnival Falls. Supongo que tendría que atender algún negocio.

—¿Recuerdas la fecha exacta?

—Déjame ver… Creo que fue al verano siguiente de conocernos. El día de la retroexcavadora.

—Es extraño.

—¿Qué cosa?

—Pensaba en eso hace un momento.

—Pocos días después del incidente —dijo Mike—, intenté hablarlo contigo, y me contaste lo ocurrido, sólo que parcialmente. Me dijiste que habías decidido reparar tu bicicleta y que utilizaste una herramienta de tu padre, que desapareció misteriosamente.

—Espera, sí recuerdo eso… ¡Era una llave inglesa! Si mi padre se enteraba de que había estado usando una de sus herramientas, las cosas no habrían sido sencillas para mí…

—Ésa es la cuestión. Deduje en ese momento que por eso te marchaste de la casa durante casi un día.

—Yo no me marché de la casa. La llave inglesa apareció.

—Sé que la llave finalmente apareció. Unos días después vine de visita y decidí averiguarlo yo mismo. En efecto, no faltaba ninguna herramienta. Tu padre tenía las siluetas marcadas en el sitio correspondiente a cada una.

—Sí. A veces pienso que era para advertir más rápidamente si alguien utilizaba una sin su permiso…

—¿Realmente no recuerdas haberte marchado?

—En absoluto.

—Siempre que insinué el tema me ha dado esa sensación…, es extraño.

—Sumamente extraño. Tal vez si me cuentas lo que sabes, puede que recuerde algo.

—Tal vez. Pero creo que para eso será necesario más de esto… —Mike señaló en dirección al recipiente en que habían guardado las latas de cerveza, vacío desde hacía un buen rato—. Iré a buscar más.

—Está bien. Puedes traer algo de hielo si te parece.

—Perfecto.

12

Estaba frente a la habitación de Rosalía cuando su mente se separó, otra vez; en esta ocasión hubo algo diferente, o eso creyó. Su cuerpo se dejó caer, sumergiéndose poco a poco en aguas profundas. La oscuridad pobló sus pensamientos, o dejó de tenerlos.

Rosalía abrió la puerta con vacilación. Su camisón celeste desteñido se meció e hizo que su aspecto fuera el de un fantasma desaliñado. Su cabello rizado se alzaba en torno a su cabeza en una maraña tridimensional. Evidentemente, estaba sobresaltada y confundida. Retrocedió un paso mientras su rostro se cubría de un terror profundo.

—Sé lo que has hecho… —dijo la mujer, pero inmediatamente enmudeció.

Él abrió la boca. Fue consciente de que lo hacía, pero no creyó que obedeciera a un impulso propio.

—¡Pues si lo sabes, puta…, será mejor que no se lo digas a nadie! Y mucho menos que me has visto aquí.

El rostro de Rosalía se transformó, su boca se deformó en una mueca y sus ojos se llenaron de horror. Retrocedió dos pasos hacia el interior de la habitación. Era evidente que deseaba cerrar la puerta, pero sus manos temblaban y le resultó imposible hacerlo.

Para él todo era oscuridad. Las palabras acudían a su boca sin que supiera su procedencia. Los pensamientos germinaban en zonas oscuras que ya no le pertenecían. Se hundía.

—Escucha bien: si abres la boca, despídete de Miguel…

Rosalía negó con la cabeza al escuchar el nombre de su hijo. El terror hizo que sus ojos se humedecieran. Esta vez logró asir la puerta e intentó cerrarla, pero un pie se afirmó delante impidiéndoselo.

—Le diré a Félix dónde encontrar a Miguel… eso es lo que haré. Le diré dónde vivís, ¿has entendido?

—Es el diablo… —articuló la mujer. Su voz era apenas un susurro.

—Nada de eso, sabes bien quién soy, y conviene que también sepas que me enteraré si abres la boca… Si lo haces, le diré a Félix lo que ya sabes. Incluso le diré que ese hijo que tienes es un marica…, que juega con muñecas. A Félix le encantará oír eso.

Lágrimas pesadas rodaban por el rostro de la mujer. Esta vez asió la puerta con las dos manos, tiró de ella con fuerza y finalmente logró cerrarla, pero aquello se debió únicamente a que el pie que se lo impedía quiso que así ocurriera.

13

Luz cegadora… Oscuridad.

Ben estaba sentado contra la pared del desván, junto a la rejilla. Tenía las rodillas presionadas contra el pecho. En sus manos sostenía la linterna que había traído del garaje, pero la utilizaba únicamente para iluminar su rostro. Sus ojos eran fríos y distantes. Sus pensamientos se concentraban cíclicamente en el encuentro con Rosalía; no recordaba en absoluto lo que había ocurrido después, incluido el ascenso al desván. Regresar había sido como el andar de un sonámbulo, pensó, o una máquina que lleva a cabo un proceso para el cual ha sido diseñada.

Encendió y apagó la linterna. Sus pupilas se redujeron al tamaño de un punto para luego dilatarse.

Le diré a Félix dónde encontrar a Miguel…

A su lado descansaba la bolsa del supermercado. No había cogido nada del interior. A juzgar por su aspecto, Ben ni siquiera era consciente de que la había traído consigo.

Repasó el incidente con Rosalía: el modo en que las palabras acudían a su mente y se deslizaban hacia su boca como por un tobogán. Todo como si…

… como si alguien hablara a través de él
.

Jamás había sabido nada de lo que le había dicho a la mujer, salvo el nombre de su hijo; el modo en que todo aquello se presentó en ese preciso momento no dejaba de resultarle inquietante y horroroso.

Luz cegadora… Oscuridad.

14

Mike regresó al porche. Traía un recipiente con hielo con cuatro latas dentro.

—Me costó encontrar un recipiente adecuado —dijo.

—Ése está bien.

—Toma una.

—Gracias. Me has dejado pensando con el episodio de la llave inglesa… —reflexionó Robert.

—Creo que mi padre me habló del incidente unos diez días después de que ocurriera; la verdad, no sé por qué lo hizo. Según sus palabras, Ralph se presentó en mi casa aquel día y dijo que no habías regresado en toda la noche, que lógicamente estaban preocupados y que habían supuesto que podías estar en mi casa, o que yo sabría algo.

—Me imagino a tu padre recibiendo en casa a su cliente favorito… —bromeó Robert.

—Supongo que habrán dejado sus rencillas laborales de lado. Mi padre le explicó a Ralph que tú no estabas en mi casa y que yo ni siquiera estaba allí, sino en el lago. Fueron juntos al bosque, recorrieron las zonas que solíamos frecuentar, hicieron algunas preguntas, incluso hablaron con algunos niños, pero ninguno sabía nada de ti. Para ese entonces tus padres se preocuparon realmente y decidieron dar aviso a la policía.

—¿La policía?

—Sí. Mi padre conocía al entonces comisario, cuyo nombre no recuerdo, y decidió llamarlo. El hombre no estaba de servicio, pero de todos modos prestó colaboración. Nuestros padres hicieron preguntas en el pueblo y fijaron una cita con el comisario aquí en tu casa, ya entrada la tarde.

—Mierda, es toda una historia de intrigas.

—Sí, pero deja que te cuente lo más extraño. Según mi padre, cuando todos estaban reunidos aquí, te oyeron cantar.

—¿Cantar?

—Siguieron tu voz hasta tu habitación, y cuando abrieron la puerta…, allí estabas, sentado en tu escritorio, probablemente dibujando aviones, y cantando. Mi padre me dijo que daba la sensación de que llevabas allí horas.

—Mi habitación. Vaya lugar extraño para encontrarme. Supongo que fue necesaria la intervención de un equipo del SWAT para hallarme.

—Tu padre aseguraba que habían registrado la habitación más de una vez.

—Quizás me había escondido debajo de la cama, o en el armario. Es sumamente extraño que no recuerde nada.

—Pudiste haberte quedado dormido en tu escondite.

—Aun así, es algo que uno no olvidaría con facilidad; más teniendo en cuenta que intervino la policía. ¿Por qué no me lo preguntaste cuando éramos niños?

—Ocurrió algo más…

—Oh…, déjame adivinar. Cuarta regla de oro.

—Exacto. Cuando te encontraron, Ralph se acercó por detrás y te golpeó. Mi padre creyó que podía haberte hecho daño.

Mike se interrumpió.

Robert se vio a sí mismo en su escritorio; una situación que se repetiría millones de veces a lo largo de los años. Allí estaría él, dibujando apaciblemente, ajeno al mundo más allá de la hoja de papel que tenía delante. Por lo general dibujaba aviones o animales, pero los aviones eran su especialidad. Su escritorio era un viejo armatoste de madera del tamaño de un dinosaurio. Ralph lo había adquirido en una subasta y se lo había regalado en su séptimo cumpleaños. A Robert no le resultó difícil bucear en su memoria para encontrar un muestrario de golpes de Ralph en su escritorio. En todos ellos la manaza de su padre se le estampaba en el lado de la cabeza con un chasquido seco. Las razones para aquello podían ser variadas, desde no tirar la cadena del retrete hasta olvidar sacar la basura. Lo mismo daba.

En los casos en que Ralph decidía resolver los asuntos a golpes, lo cual no constituía una rareza ni mucho menos, convenía ceñirse a la cuarta de las ROR:
Cuando viene un golpe [de Ralph], es mejor relajarse. Duele menos.

A veces, Robert no podía ver venir el golpe.

—Hemos encontrado entonces la razón por la que era mejor olvidarlo —dijo Robert.

—Perdona, no debí mencionar esto ahora.

—Han pasado treinta años. No tiene importancia.

Mike creía que sí la tenía, pero no lo dijo.

Fue lo último que dijeron antes de despedirse. Tenían que iniciar la búsqueda de Ben con las primeras luces del alba y convenía intentar descansar un poco.

15

Ben se había tendido de costado. No podía dormirse.

Encendía la linterna a intervalos irregulares, proyectando el círculo luminoso hacia el otro extremo del desván. Éste, oscuro y silencioso, con sus tabiques de madera y las paredes grises, adquiría un carácter siniestro.

Hacía rato que había advertido la presencia de una caja de cartón en la parte baja del desván. Se preguntó vagamente qué podía hacer una caja como aquélla allí arriba, pero no debía importarle demasiado, porque no se molestó en acercarse.

Pensaba en Rosalía. Entendía perfectamente lo que le había dicho…, la amenaza que representaba Félix Hernández para ella y su hijo. Su rostro se había transformado de un modo atroz.

¡MÁTALOS!

La caja de cartón. ¿Qué contenía?

Tenía las rodillas flexionadas contra el pecho, los miembros contraídos y la espalda endurecida. A pesar del calor que hacía allí arriba, temblaba.

Cuando el cansancio estaba a punto de vencerlo, meciéndolo entre el sueño y la vigilia como lo haría una brisa con la copa de un árbol, sintió que algo se movía a su izquierda.

Algo, o
alguien

Capítulo 3: Niño perdido
1

Domingo, 22 de julio, 2001

El domingo Ben apenas pudo dormir, en parte por la dureza de la madera, en parte por sus sueños. Rara vez despertaba en medio de la noche, como esta vez.

Era pasada la medianoche, casi seguro. El corazón le latía rápido y la oscuridad que lo envolvía lo angustió aún más.

¿Había soñado con Rosalía?

La amenazaba. Le lanzaba improperios e intimidaciones mientras el rostro de la mujer se transformaba. Sus ojos se disolvían para rodar por sus mejillas como claras de huevo. Lo mismo ocurría con su nariz, que colgaba pesada como una masa muerta. Las dos líneas rosadas que normalmente constituían sus labios crecían y se fundían entre sí.

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