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Authors: John Norman

Bestias de Gor (22 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Llamé a Arlene, que vino seguida de Audrey. Nos quedamos quietos un rato observando las luces. Luego las mandé volver al refugio.

Un ahn más tarde Arlene yacía en mis brazos.

—Ha sido muy hermoso —dijo.

—Sí.

—La noche está tan quieta. Qué hermoso puede ser el norte.

—Sí —dije. Todo era tranquilo, quieto, apacible.

—¿Qué es eso? —preguntó ella de pronto.

—Imnak —llamé.

—Ya lo he oído —dijo él.

Escuchamos con atención. Por un rato no oímos nada. Luego oímos el crujido del hielo y la nieve en el exterior. Había algo rondando por allí.

Arlene preguntó:

—¿Es un eslín?

—No —dije—. Camina sobre dos pies.

Después de un rato, el ruido desapareció. Oí que Imnak volvía a guardar el cuchillo. Yo también enfundé el mío.

—Voy a salir —dije.

Me dirigí agachado hacia la puerta. El techo del túnel de salida medía un metro de altura en la parte interior y se iba estrechando. Generalmente dentro de un refugio de nieve se monta una tienda de campaña que proporciona un mayor aislamiento. Pero para este sueño no habíamos montado ninguna tienda. En la parte final del túnel, el techo medía un metro y medio de altura.

Comencé a salir por el túnel. Oí a Imnak detrás de mí.

Al llegar al final quité los bloques de hielo con los que se cierra el refugio. Naturalmente el refugio nunca queda cerrado del todo, porque sería extremadamente peligroso ya que debe estar bien ventilado, especialmente cuando hay alguna lámpara encendida.

Cuando salí al exterior, cuchillo en mano, miré cautelosamente alrededor. Un momento más tarde salió Imnak, también cuchillo en mano.

Todo parecía tranquilo.

Las chicas también salieron, primero Poalu y luego Arlene y Audrey.

Todo estaba tranquilo y desolado y frío.

La aurora boreal aún danzaba en el cielo.

Imnak y yo fuimos a inspeccionar el terreno.

—No he encontrado nada —le dije a Imnak.

—Ni yo —dijo él.

—Pero había algo por aquí, porque lo hemos oído.

—¿Has encontrado huellas? —preguntó Arlene.

—No —dije.

—El hielo es duro —dijo Imnak.

—Pero aquí había algo —dije.

—Sí.

Volví a mirar a mí alrededor.

—Se ha ido. —Guardamos los cuchillos.

—Tal vez no era nada —dijo Arlene—. Tal vez sólo era el viento y el hielo.

—¡Aayyy! —gritó Imnak de pronto señalando hacia arriba. Arlene soltó un grito.

Entre los sutiles y trémulos hilos de luz en el cielo, a varios kilómetros de altura, por un instante se perfiló claramente el gigantesco y horrible rostro de un kur.

Imnak se quedó mirándolo en silencio, y yo también. Poalu no dijo nada. Audrey gritó y se dio la vuelta. Arlene permaneció a mi lado aferrada a mi brazo.

No había error posible. Aquel rostro recortado entre la luz y las tinieblas era el rostro de un kur. Era peludo. Sus ojos parecían arder como si hubiera un fuego encendido tras ellos. Tenía la nariz distendida. El rostro frunció los labios enseñando los colmillos en un gesto de anticipación, de placer. Luego echó atrás las orejas. Y entonces la cara se desvaneció y desapareció, los ojos lo último, tan súbitamente como había aparecido. Yo había visto que una de las orejas estaba medio arrancada. Entonces desaparecieron también las luces, y sólo quedaron las estrellas y la noche polar sobre el desolado horizonte.

—¿Qué era eso? —preguntó Arlene.

—Era aquel al que tú servías —le dije.

—¡No, no!

—Debía ser una señal para que volviéramos atrás —dijo Poalu.

—No —dijo Imnak.

—¿No crees que es un signo? —preguntó ella.

—Creo que es un signo.

—¡Debemos volver atrás! —exclamó Poalu.

—Creo que significaba que es demasiado tarde para volvernos atrás —dijo Imnak.

—Creo que tienes razón, Imnak —le dije.

Alcé los ojos al cielo. Era demasiado tarde para volver atrás. Sonreí para mí. Después de una larga búsqueda había llegado a la tierra de Zarendargar, a las cercanías del campamento de mi enemigo, a las cercanías del campamento de Media-Oreja.

—Imnak —dije—, creo que estoy a punto de encontrar al que buscaba.

—Tal vez él ya te ha encontrado —dijo él.

—Tal vez. Es difícil saberlo.

22. DEBO CONSERVAR LAS FUERZAS

Sentí unas manos pequeñas y suaves en mi cuerpo.

—Amo, amo —me dijo.

—Se está despertando —dijo una voz femenina.

Me sentía adormecido. No me resultaba fácil recuperar la consciencia. Sacudí la cabeza y volví a caer dormido.

Había tenido buenos sueños. Soñé con mis propias habitaciones, con esclavas vestidas de seda de placer, con calientes zorras goreanas perfumadas y encadenadas, sirviéndome y tocándome. Sus bocas, sus dedos, sus labios y lenguas me complacían. Algunas bailaban bien, otras me acariciaban con pericia.

—Amo —dijo una, y yo bebí el vino que me ofrecía y la envié a por más.

—Yo no sé bailar —gritaba otra, y yo la miraba y le rasgaba las sedas, y ella bailaba temblorosa.

Qué hermosas son las mujeres. Qué maravilla es que los hombres fuertes las hagan sus esclavas.

—Se está despertando —dijo la primera chica que me había hablado.

Era vagamente consciente de que estaba cálidamente tumbado sobre pieles. No entendía nada.

Abrí los ojos. El techo osciló por un momento, y luego pude centrar la vista. Era rojo.

Arlene estaba arrodillada a mi lado.

—Amo —me dijo. La miré. Nunca la había visto adornada con los hermosos cosméticos goreanos de esclava. Ya no llevaba mi correa al cuello; en su lugar llevaba una banda de acero, un collar goreano de esclava. Iba ataviada con una breve y lujuriosa prenda transparente de seda de esclava.

—Qué hermosa eres —le dije.

—Amo...

Cuadraba perfectamente con mis sueños. Si me la hubiera llevado conmigo a Puerto Kar así es como la habría ataviado para mi placer.

Miré a la otra chica.

—Amo —me susurró. Sacudí la cabeza para aclararla. La chica era rubia. Llevaba una curia y chatka de seda amarilla. La curia es una correa de seda amarilla atada alrededor del vientre y sobre la cadera izquierda. La chatka es una banda atada en la parte delantera de la curia, que pasa entre sus piernas y vuelve a atarse a la curia por detrás. Aquello era todo lo que la chica llevaba, salvo por un collar de esclava, como Arlene, y algunas cuentas, un brazalete y una pulsera al tobillo. Las dos chicas iban perfumadas. Qué excitantes eran. La rubia vino a mi lado arrastrándose y bajó la cabeza para besarme el vientre.

—Amo —gimió.

—Constance —dije. No la había visto desde que me hicieron prisionero en Lydius para llevarme al norte a trabajar en el muro. Una vez ella fue una mujer libre. Yo la había hecho mi esclava en los campos al sur de Lauria.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.

—Amo —gimió besándome.

Alcé los ojos hacia el techo rojo. Ahora podía verlo claramente. Era de un rojo oscuro y cubierto de piel. El suelo también estaba cubierto de piel.

Grité de ira y me levanté de un salto. Me lancé con todo mi peso sobre los gruesos barrotes.

No pude romperlos. Rasgué la piel del suelo y encontré debajo planchas de metal soldadas. Alcé las manos para tocar el techo; también parecía de acero. En mi furia rasgué la piel de todas las paredes. La celda era un cubículo rectangular de unos tres metros por tres y de unos dos metros de altura. Las paredes eran de acero, y la puerta de barrotes.

Volví a lanzarme contra los barrotes, de unos cinco centímetros de grosor. La celda podía haber albergado a un kur; de hecho tal vez fue originalmente diseñada para eso.

Me di la vuelta para mirar a las chicas que, asustadas por mi furia se acurrucaban en el centro de la celda.

—No sé cómo nos han traído hasta aquí —dijo Arlene—. Yo me desperté con la seda de esclava y el collar, en unos corrales. Me trajeron a esta celda esta mañana.

—¿Dónde están Imnak y Poalu y Audrey? —grité.

—No lo sé —gimió ella.

—Constance —dije—, ¿dónde estamos?

—No lo sé —respondió—. Me encapucharon hace mucho tiempo en Lydius, cuando fuimos capturados. Me trajeron al norte en tarn y luego en trineo. Llevo varios meses aquí, nunca he visto el exterior.

—¿Donde están nuestros carceleros? —le pregunté a Arlene.

—Sólo he visto hombres.

—Hay otros —dijo Constance con un estremecimiento—. Yo los he visto, bestias enormes pero ágiles.

—¿Ninguna de las dos sabe dónde estamos? —dije.

—No.

Me volví para mirar los barrotes. Más allá de ellos veía una gran sala, también recubierta de acero. En la sala había una puerta con una pequeña ventanilla también con barrotes.

—¿Sabes algo de este lugar, Constance? —pregunté.

—No —respondió—. Sé que es grande. No había estado en esta parte antes.

—Cuéntame más cosas.

—Hay poco que contar. Me trajeron aquí desde Lydius. También hay otras chicas.

—¿Esclavas? —pregunté.

—Sí, por lo que yo sé son esclavas con collar.

—¿Te tienen aquí para servir y entretener a la guarnición?

—Sí.

—¿Es muy numerosa la guarnición?

—No lo sé —dijo ella—. Otras cinco chicas y yo servimos a veinte hombres en una parte de este lugar. Nuestros movimientos están restringidos por cadenas encajadas en rieles. La cadena que nos atan al cuello tiene una bola en el extremo. La bola se encaja entre unos rieles. Cuanto más pequeña es la bola de la cadena más recorrido permite alcanzar, aunque sólo dentro de las áreas que cubren los rieles. Si la bola es un poco más grande, la esclava tendrá restringidas las áreas donde los rieles son más estrechos. Mis movimientos están considerablemente restringidos. La bola de mi cadena es de las más grandes, y por tanto de las más limitadas. Al principio quise explorar, pero mi cadena quedaba constantemente paralizada en los rieles. Sólo puedo moverme entre las salas de trabajo y las de placer.

—Seguramente os liberarán de las cadenas para trabajar y servir —dije.

—Por supuesto, pero entonces nos encierran en las salas de trabajo o en las de placer.

—¿Cuántas salas de trabajo o de placer hay aquí? —pregunté.

—No lo sé, pero hay más salas, aparte de las que yo sirvo.

—¿Entonces no puedes imaginar cuántos miembros componen la guarnición?

—Podrían ser un centenar, o un millar —dijo—. Yo y mis cinco hermanas de esclavitud servimos a veinte hombres.

—¿Son fáciles de complacer? —preguntó Arlene.

—No —dijo Constance.

—Espero que no me pongan contigo.

Constance se alzó de hombros.

—Los hombres a los que te destinen no serán más fáciles de complacer —dijo.

Arlene se estremeció.

—No temas, querida —dijo Constance—, pronto conocerás bien el látigo.

Arlene me miró horrorizada.

Yo no le presté atención. ¿Qué esperaba? Era una esclava.

—¿Y las bestias? —le pregunté a Constance.

—Tampoco conozco su número, pero creo que son menos que los hombres.

—Ahora mismo no llevas cadenas —dije.

—Esta mañana tampoco. Me trajeron aquí directamente de mi corral. Me arrojaron a esta celda cuando tú todavía estabas inconsciente. —Miró a Arlene con poca simpatía—. Esta esclava —dijo poniendo énfasis en la palabra— ya estaba aquí. Luego cerraron la puerta.

—No entiendo por qué pusieron a esta esclava —Arlene también enfatizó la palabra— con nosotros.

—Las dos sois mías —le dije.

—Oh —dijo Arlene—. Es muy bonita. ¿La encuentras atractiva?

—Calla —dije.

—Sí, amo. —Arlene desvió la mirada.

—He echado de menos el contacto de mi amo —dijo Constance.

Arlene la miró furiosa.

—Has dicho que te han traído esta mañana —dije—. ¿Es por la mañana?

—Este lugar, a su modo es un mundo. Funciona en un día de doce divisiones. No sé cuánto dura cada división, creo que alrededor de un ahn.

Recordé los dispositivos de tiempo de la nave caída en el desierto de Tahari, unos dispositivos que controlaban la detonación de potentes explosivos. Estaban calibrados en doce divisiones, y yo pensé que se referían a los períodos de revolución y rotación del mundo original de los kurii. También suponía que las doce divisiones tendrían alguna relación remota con las matemáticas en base nueve que utilizaban los kurii. Así pues la fortaleza en la que me encontraba prisionero debería regirse por un reloj similar al que se utilizaba en las naves kur y en los distantes mundos de acero, un reloj que sin duda fue diseñado para su anterior mundo, destruido por guerras internas.

—Distinguimos la mañana de la noche por la iluminación de la fortaleza —dijo Constance—, que parece estar controlada por algún tipo de dispositivo que regula su intensidad. Las bestias suelen moverse por la noche. A veces oigo sus garras en el suelo fuera de mi corral. Ellos deben ver, aunque para el ojo humano sea muy oscuro.

Asentí. Los kurii tienden a ser animales nocturnos. La caza y el día comienza para ellos cuando caen las tinieblas.

Me agarré a los barrotes de la celda y los sacudí. No se movieron.

Oí el movimiento de una llave en la cerradura a unos metros de distancia, en la puerta que cerraba la habitación donde estaba nuestra jaula.

Me aparté de los barrotes. Tal vez así alguien se aproximara más a la celda y yo podría sorprenderlo. Arlene y Constante se arrodillaron a un lado detrás de mí. Era lo correcto. Eran esclavas.

El hombre estaba en el umbral, con el sombrío atavío de su casta.

—Veo que llevas el escarlata de los guerreros —dijo. Era cierto. Me había despertado con la túnica de mi casta. Me habían quitado las pieles.

—Y tú, amigo mío, vas vestido ahora con el atuendo propio de tu casta. —Llevaba el negro de los asesinos. Sobre el hombro izquierdo portaba una corta espada.

—Te doy la bienvenida a nuestro humilde cuartel, compañero en las artes del acero —me dijo. Incliné cortésmente la cabeza. —Nos complace tenerte en nuestro poder —dijo—. Ha sido una estupidez que vinieras al norte. —Vine de visita.

—Sé bienvenido. —Sonrió. Entonces chasqueó los dedos. Una exquisita y pequeña esclava morena atravesó la puerta con una bandeja. Iba desnuda, a excepción de su collar y de una mordaza de cuero y metal. Tenía la boca cerrada. Vi las barras de metal que salían de los extremos de su boca. Es ésta una mordaza que se ata al cuello de la chica, y que ella no puede quitarse aunque lleve libres las manos. La esclava se arrodilló ante la puerta de la celda y bajó la cabeza hasta el suelo de acero. Pasó tras los barrotes los dos frascos que traía en la bandeja y luego pasó la bandeja por una abertura en la parte de abajo de la puerta. Luego volvió a bajar la cabeza al suelo, después se levantó y se alejó de espaldas. Miró a Drusus, que le indicó que saliera de la sala. Se apresuró a obedecer, descalza sobre las planchas de acero.

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