Bocetos californianos (5 page)

Read Bocetos californianos Online

Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
11.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido. Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz:

—¿Con su permiso?

El maestro se volvió y encontróse con Arístides Morfeo.

—¿Qué ocurre? —dijo el maestro con impaciencia—, ¡digan! ¡Pronto!

—Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.

—¡Cómo! ¿Qué significa esto, caballerito? —dijo el maestro con el injusto enojo con que siempre recibía las noticias que no le eran gratas.

—Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a mí que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar…

Y el niño se calló, como asustado.

—¿Qué cómico? —exclamó el maestro.

—Aquel que lleva el sombrero negro… y cabello largo y alfiler de oro… y cadena de oro —dijo Arístides, poniendo períodos en lugar de comas para poder dar paso a su respiración.

El maestro sintió una opresión desagradable en el pecho y en la garganta, y tomando maquinalmente los guantes y el sombrero se salió a la calle. Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo.

—¿Dónde estaban hablando? —preguntó, como siguiendo la conversación.

—En la Arcada —dijo Arístides.

Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo.

—Ve corriendo a casa —dijo al niño—. Si Melisa está allí, ven a la Arcada y dímelo, y si no está quédate en ella; ¿oyes?

Y Arístides se escapó al trote de sus cortas piernecillas, desplegando toda su velocidad.

A pocos pasos del camino estaba la Arcada. Con este nombre era conocido un largo e irregular edificio que contenía taberna, salón de billar y restaurante. Al cruzar el joven la plaza, observó que dos o tres transeúntes se volvieron y le siguieron con la vista fijamente durante un buen trecho. Arreglóse el vestido, sacó el pañuelo y se enjugó la cara antes de penetrar en el establecimiento. Dentro de la taberna había su habitual número de holgazanes, bebiendo y gritando desaforadamente. Una cara le miró tan fijamente y con expresión tan extraña, que el maestro se paró, encarándose con él, y entonces vio que no era más que su propia imagen reflejada en un espejo pintarrajeado la cual le hizo creer que tal vez estaba un poco excitado, de manera que tomó de una mesa un número de
La Bandera de Red Mountain
, y trató de recobrar su serenidad, leyendo la sección anunciadora.

Atravesó luego la taberna, el restaurante y entró en la sala de billar. Melisa no estaba allí. De pie, al lado de una de las mesas, había un individuo que llevaba en la cabeza un sombrero de hule con anchas alas, que el maestro reconoció en seguida por el agente de la compañía dramática. Era un hombre eminentemente antipático por la manera de llevar la barba y el pelo. En vista de que el objeto de su cuidado no estuviese allí, se volvió hacia el hombre del sombrero negro. Éste había reparado en el maestro, pero con la astucia común en la cual siempre se estrellan los caracteres vulgares, afectó no verle. Contoneándose con un taco en la mano, aparentaba apuntar a una bola en el centro del billar. El maestro permaneció de pie delante de él, hasta que alzó los ojos. En el momento que sus miradas se cruzaron, el maestro fuese a su encuentro derechamente.

Cuando principió a hablar, algo se le fue subiendo a la garganta que retardaba su palabra; su propia voz le asustó; tan profunda y vibrante sonaba. Pero moderó sus impulsos pues quería a toda costa evitar un escándalo.

—He sabido —principió— que Melisa Smith, una huérfana, una de mis alumnas, ha estado tratando con usted para seguir su profesión. ¿Es esto exacto?

El hombre del sombrero de azabache se inclinó de nuevo sobre la mesa, y como si jugara, de un golpe vigoroso de taco lanzó la bola contra la tabla con absoluta falta de lógica. Después, dando la vuelta a la mesa, recogióla y la colocó en su punto primitivo. Hecho esto, y preparándose para otra jugada, dijo:

—Supongamos que así sea.

El maestro se atascó de nuevo, pero, haciendo un íntimo esfuerzo que quizá trascendió al exterior, continuó:

—Si es usted caballero, únicamente tengo que decirle que soy su tutor y responsable de su educación. Usted sabe, tan bien como yo, la clase de vida que pretende ofrecer a un corazón virgen y henchido de ilusiones. Por poco que se haya usted enterado, tiene que saber que la he sacado de una existencia peor que la muerte, la he arrancado del lodo de las calles y quizá de una futura corrupción. Estoy tratando de hacerlo otra vez. Tenemos que hablar formalmente, pues las circunstancias así lo exigen. La niña no tiene padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. ¿Es que usted trata de sustituir a alguna de estas personas?

El cómico examinó la punta de su taco y miró después en torno, con aire displicente, y hasta en sus labios pareció dibujarse una sonrisa sardónica.

—Sé que es una niña extraña y voluntariosa —continuó el maestro—, pero es mejor de lo que era. Me parece que aún tengo alguna influencia sobre ella. Así es que le ruego y espero que no tome más cartas en este asunto, sino que, como hombre y como caballero, no ose estorbarla en su camino. Además, tengo grandes deseos…

Aquí las palabras se atravesaron otra vez en la garganta del maestro, y la frase quedó entrecortada.

El hombre del negro chambergo, interpretando mal el silencio del maestro, alzó la cabeza con una risa irónica y salvaje y exclamó:

—¿La quiere para usted sólo, verdad? ¡Ni una palabra más!

El tono en que había pronunciado aquellas palabras, la mirada de que habían ido acompañadas, y, más que todo, la naturaleza del hombre que se atrevía a soltar tamaño insulto, hirieron como una saeta la dignidad del joven preceptor. La retórica que mejor convence a esta clase de animales, es un golpe. Poseído el maestro de esta verdad, y encontrando ya sólo de este modo expresiva la acción, hizo acopio de toda su energía para dar a puño cerrado en el cínico rostro de aquel malvado.

El golpe echó a rodar por un lado el reluciente chambergo y el taco por otro, y arrancó el guante y la piel de la mano del maestro; destrozó los ángulos de la boca del patán y echó a perder la forma particular de su barba de un modo lamentable. Oyóse un grito, una imprecación, una pelea, y el pisotear de mucha gente. La muchedumbre penetró apresuradamente en la sala, se separó a derecha e izquierda y sonaron dos tiros que se oyeron casi al mismo tiempo. Se arrojaron todos sobre los contrincantes, y se vio al maestro de pie, sacudiéndose con la mano izquierda los tacos encendidos, de la manga de su chaqué. Alguien le detenía por la otra mano. Mirósela y vio que todavía sangraba del golpe, pero entre sus dedos lucía una hoja de acero. No pudo recordar cuándo ni cómo vino a su poder.

La persona que le sujetaba por la mano, era el señor Morfeo, que arrastró al maestro hacia la puerta, pero éste se resistía y se esforzó en articular el nombre de «Melisa», tan bien como lo permitía su boca contraída y convulsa.

—Todo va bien, hijo mío —dijo el señor Morfeo—. Está en casa.

Y juntos salieron al camino. Durante el trayecto, el señor Morfeo le dijo que Melisa había entrado corriendo en la casa algunos momentos antes, y le había arrancado de ella, diciendo que mataban al maestro en la Arcada. Con el deseo de estar solo, el maestro prometió al señor Morfeo que no buscaría otra vez aquella noche al agente y se alejó en dirección al colegio. Al acercarse a él se asombró de hallar la puerta abierta, y aún más de encontrarse a Melisa acurrucada detrás de una mesa.

El carácter del maestro, como lo he indicado antes, tenía al igual que la mayor parte de las naturalezas de excesiva susceptibilidad, su base de egoísmo. La cínica burla proferida por su reciente adversario, bullía aún en su espíritu. Probablemente, pensó, otros darían semejante interpretación a su afecto por la niña, tan vivamente demostrado, y que aun sin esto, su acción era necia y quijotesca. Y, además, ¿no había ella voluntariamente olvidado su autoridad y renunciado a su afecto? ¿Y qué habían dicho todos? ¿Cómo es que sólo él se empeñaba en combatir la opinión de todos para tener finalmente que confesar tácitamente la verdad de cuanto se le había predicho? Había provocado una ordinaria reyerta de taberna, con un quídam soez y villano, y arriesgado su vida para probar ¿qué? ¿Qué es lo que había probado? ¡Nada! ¿Qué dirían sus amigos? Y, sobre todo, ¿qué diría el reverendo señor Sangley?

La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa. Con aire de contrariedad dirigió sus pasos hacia su pupitre, y le dijo en breves y frías palabras, que estaba ocupado y que deseaba estar solo. Levantada, Melisa, tomó la silla abandonada y sentándose a su vez, escondió su cabeza entre las manos. Alzó de nuevo la vista, y ella permanecía aún allí, de pie; le estaba mirando a la cara con expresión contristada y pesarosa.

—¿Le has muerto? —exclamó.

—¡No! —dijo el maestro.

—¿Pues no te di yo el cuchillo para eso? —dijo la niña rápidamente.

—Me dio el cuchillo —repitió el maestro maquinalmente.

—Sí, te di el cuchillo. Yo estaba allí debajo del mostrador. Vi cuándo comenzó la lucha y cómo cayeron los dos. Él soltó su viejo cuchillo y yo te lo di. ¿Por qué no le mataste? —dijo Melisa, rápidamente, con un centellear expresivo de sus negros ojos y alzando una mano amenazadora.

El maestro sólo pudo expresar su asombro con la mirada.

—Sí —dijo Melisa—, si lo hubieses preguntado, te habría dicho que me iba con la compañía de cómicos. ¿Sabes por qué? Porque no me quisiste decir que ibas a dejarme tú a mí. Yo lo sabía, te oí decírselo al doctor. Yo no iba a quedarme aquí sola con los Morfeo, preferiría morir.

Hubo una pequeña pausa y Melisa sacó de su pecho algunas hojas verdes, ya marchitas, y mostrándolas con el brazo tendido, y con su rápido y vívido lenguaje y con la extraña pronunciación de su primitiva infancia, en que reincidía en los momentos de excitación, dijo:

—Ahí tienes la planta venenosa que mata y que tú mismo me enseñaste. Me iré con los actores o comeré esto y moriré aquí. Todo me es igual. No me quedaré donde me aborrecen y soy despreciada. Tampoco me dejarías, si no me despreciases y aborrecieses.

Y, esto diciendo, su apasionado pecho palpitó con fuerza y dos grandes lágrimas aparecieron en el borde de sus párpados, pero las sacudió con el extremo de su delantal, como si fuesen insectos inoportunos.

—Si me encierras en la cárcel —dijo Melisa fieramente—, para separarme de los actores, me envenenaré. Si mi padre se mató, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? Dijiste que un bocado de aquella raíz me mataría y siempre la llevo aquí.

Y golpeó su pecho con fiereza.

Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí inquietó vivamente su espíritu. Asióle ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo:

—¿Melisita, quieres venirte
conmigo
?

Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría:

—Sí.

—Pero ahora, ¿esta noche?

—Tanto mejor.

Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miríadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.

EL HIJO PRÓDIGO DEL SEÑOR TOMÁS

Todo el mundo sabía que el señor Tomás andaba en busca de su hijo, y por cierto que era éste un buen truhán.

Así es que no fue un secreto para sus compañeros de viaje, que venía a California con el único objeto de efectuar su captura. Sinceramente y con toda franqueza, nos puso el padre al corriente así de las particularidades físicas, como de las flaquezas morales del ausente hijo.

—¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red Dog por robar un filón?—decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor—. ¿Recuerda usted el color de sus ojos?

—Negros —contestó el pasajero.

—¡Ah! —dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental—, los ojos de Carlos eran azules.

Y alejábase inmediatamente. Quizá por tan poco simpático sistema de pesquisas o por aquella predisposición del Oeste a tomar en broma cualquier principio o sentimiento que se exhiba con sobrada persistencia, las investigaciones del señor Tomás sobre el particular despertaron el buen humor de los viajeros del buque.

Circuló privadamente entre ellos un anuncio gratuito sobre el tal Carlos, dirigido a
Carceleros y Guardianes
, y todo el mundo recordó haber visto a Carlos en circunstancias dolorosas, pero en favor de mis paisanos debo confesar que, cuando se supo que Tomás destinaba una fuerte suma a su justificado proyecto, sólo en voz baja siguieron las bromas, y nada se dijo, mientras él pudo oírlo, que fuera capaz de contristar el corazón de un padre, o bien de poner en peligro el provecho que podían esperar los bromistas de toda calaña. La proposición de don Adolfo Tibet, hecha en tono jocoso, de constituir una compañía en comandita, con el objeto de encontrar al extraviado joven, obtuvo, en principio, favorable acogida.

Psicológicamente considerado, el carácter del señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.

—La agarré en Nueva Orleans el año 59 —nos dijo el señor Tomás, como quien se refiere a una epidemia—. ¡Pásenme las chuletas!

Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en su indagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicio alguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de su existencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años, esperaba ahora identificar al hombre adulto.

Other books

The Furies of Rome by Robert Fabbri
Ira Divina by José Rodrigues Dos Santos
You Should Have Known by Jean Hanff Korelitz
Girl Code by Davis, LD
Magic or Madness by Justine Larbalestier
2 Minutes to Midnight by Steve Lang
Making Camp by Clare London
Moonstar by David Gerrold