Bocetos californianos (6 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con la suya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás, visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un canto particular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edad infantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicados sentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por el reverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California, jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es la que yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detención que se merece.

Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre el número de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y a inspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Un día, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastante árida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por los blancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron sus ciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que se empeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena que parece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía una voluntad no menos férrea y tenaz. Todo el día se pasaba con su cabeza dura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta las cejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas de las Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas con una Biblia manual.

—Aquélla es de los salmos —dijo un día al cercano enterrador.

El interpelado calló.

Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido.

—¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal Carlos Tomás?

—¡El diablo se lleve a Tomás! —replicó el enterrador fríamente.

—Si no tenía religión creo que ya lo habrá hecho —respondió el viejo, trepando fuera de la tumba.

Quizá diera esto ocasión a que el señor Tomás tardara más tiempo del ordinario en salir del cementerio. Al regresar de frente hacia la ciudad, principiaron a brillar ante él las luces, y un viento impetuoso, que la neblina hacía sensible, ya le impelía hacia adelante, ya como puesto en acecho le atacaba enfadosamente desde las desiertas calles de los suburbios. En uno de estos recodos otra cosa no menos indefinida y malévola se arrojó sobre él con una blasfemia, encarándole una pistola y requiriéndole la bolsa o la vida. Pero se encontró con una voluntad de hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarrados por el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con una mano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando con el brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante, que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.

—Joven —dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios—. ¿Cómo se llama usted?

—¡Tomás!

La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido.

—Carlos Tomás, ven conmigo —dijo luego.

Y llevóse a su cautivo al hotel en que se hospedaba.

Lo que tuvo lugar allí no ha trascendido fuera, pero a la mañana siguiente se supo que el señor Tomás había dado con el hijo pródigo.

Sin embargo, ni la apariencia de los modales del joven justificaban a un perspicaz observador la anterior narración. Serio, reservado y digno, entregado en cuerpo y alma a su recién encontrado padre, aceptó los beneficios y responsabilidades de su nueva condición con cierto aire de formalidad, que se asemejaba al que hacía falta a la sociedad de San Francisco y que ella arrojaba de sí. Algunos quisieron despreciar esta cualidad como una tendencia a «cantar salmos», otros vieron en esto las cualidades heredadas del padre, y estaban dispuestos a profetizar para el hijo la misma dura vejez; pero todo el mundo convino en que era compatible con los hábitos de hacer dinero, en los cuales padre e hijo habían coincidido de un modo singular.

Y, no obstante, el anciano parecía que no era feliz.

Quizá porque la realización de sus deseos le había dejado sin una misión práctica; tal vez, y esto es lo más probable, sentía poco amor por el hijo que había con tanta fortuna recobrado. La obediencia que de él exigía, le era otorgada de buen grado; la conversión en que había puesto su alma entera, fue completa, y, a pesar de todo, nada de esto le satisfacía su espíritu. Había cumplido con todos los requisitos de su deber religioso al redimir a su hijo, y, no obstante, parecíale que faltaba algo a su brillante acción. En semejante duda, leyóse la parábola del Hijo Pródigo, que no había perdido nunca de vista en su peregrinación, y observó que había omitido el festín final de reconciliación. No parecía ofrecérsele nada mejor a la deseada cualidad del ceremonioso sacramento entre él y su hijo; de manera que un año después de la aparición de Carlos, se preparó a darle un banquete suntuoso.

—Reúne, llama a todo el mundo, Carlos —dijo solemnemente—, para que todos sepan que te he sacado de los abismos de la iniquidad y de la compañía de los cerdos y de las mujeres perdidas, y mándales que coman, beban y se regocijen.

No sé si el anciano tenía para esto otro motivo, no analizado todavía.

La hermosa casa que había mandado construir sobre las arenosas colinas, parecíale a veces solitaria y triste. A menudo, sorprendíase a sí mismo tratando de reconstruir con las graves facciones de Carlos las de aquel niño cuyo vago recuerdo tanto le ocupó en el pasado y que tanto hoy le preocupaba. Imaginábase que era ésta señal de que se le acercaba la vejez y con ella una nueva infancia.

Un día, en su sala de ceremonias dio de manos a boca con un niño de uno de los criados, que se aventuró a llegar hasta allí, y quiso tomarle en sus brazos: pero el niño huyó ante su hosco y arrugado semblante. Por todo esto, parecióle muy pertinente reunir en su casa la buena sociedad de San Francisco, y de entre aquella exposición de doncellas elegir la compañera de su hijo. Después tendría un nieto, un niño a quien criar desde el principio y a quien amaría, como no amaba a Carlos.

Inútil es decir que todos fuimos al convite. Aquella distinguida sociedad vino provista de aquella exuberancia de animación, alegría y locuacidad, sin freno ni respeto alguno para el anfitrión, que la mayor parte distribuyó del modo más generoso posible, principalmente a costa de los festejados. La cosa hubiera terminado con escándalo, a no pertenecer los actores a la más alta escala social.

En efecto, el señor Tibet, dotado por naturaleza de ingenioso humorismo y excitado además por los brillantes ojos de las muchachas Jonnes, se portó de una manera tal, que atrajo las serias miradas de don Carlos Tomás, quien se le acercó, diciendo casi al oído:

—Parece que se siente usted malo, señor Tibet; permítame que le conduzca a su carruaje. (Resiste, perro, y te echaré por la ventana). Por aquí, si gusta; la habitación está caldeada y quizá podría perjudicarle.

Inútil es decir que sólo una parte de este discurso fue perceptible para la sociedad y que el resto lo divulgó el señor Tibet, sintiendo en el alma que su repentina indisposición le privase de lo que la más excéntrica de las señoritas Jonnes bautizó con el nombre «el ramillete final de la fiesta», y que voy a referir.

El acontecimiento se guardaba para el final de la cena. Probablemente el señor Tomás hacía la vista gorda ante la desordenada conducta de la gente joven, abstraído en la meditación del efecto dramático que tenía en incubación.

En el momento de levantarse los manteles, púsose de pie y golpeó solemnemente sobre la mesa. Entre las muchachas Jonnes, se inició una tosecita que contagió todo aquel lado de la mesa. Carlos Tomás, desde un extremo de aquélla, alzó la mirada con tierna expectación.

—Va a cantar un himno.

—Va a rezar.

—¡Silencio! ¡que es un discurso!

Estas voces dieron vuelta a la sala.

Y el señor Tomás empezó:

—Hoy hace un año, hermanos y hermanas en Jesucristo —dijo con severa pausa—, un año cumple hoy, que mi hijo regresó de correr los lodazales del vicio y de gastar su salud con las hijas del pecado.

La risa cesó de golpe.

—Véanle ahora, ¡Carlos Tomás, levántate!

Carlos Tomás obedeció.

—Hoy hace un año y ahora pueden contemplarle.

A la verdad, era un hermoso hijo pródigo, allí de pie, con su severo traje de última moda. Un pródigo arrepentido, con ojos tristes y obedientes, vueltos hacia la dura y antipática mirada del autor de sus días.

La señorita Smith, un capullo de quince años, sintió en las puras profundidades de su loquillo corazón un movimiento de involuntaria simpatía hacia él.

—Quince años hace que abandonó mi casa —dijo el señor Tomás—, hecho un pródigo y un libertino. ¡Pero yo mismo era un hombre de pecado!… ¡Oh, amigos en Jesucristo! Un hombre de ira y de rencor —«Amén», añadió la mayor de las Jonnes—. Pero, alabado sea Dios, he huido de mi propia cólera. Cinco años ha que obtuve la paz que supera a la humana comprensión. ¿La tienen ustedes, amigos?

Un subcoro de «no, no», por parte de las muchachas, y un «venga el santo y seña» por la del teniente de navío, Coxe, de la corbeta de guerra de los Estados Unidos,
El Terror
, sirvieron de contestación.

—«Llamad y se os abrirá». Y cuando descubrí lo errado de mi camino y la preciosidad de la gracia —continuó el señor Tomás—, vine a darla a mi querido vástago. Busqué por mar y por tierra sin desmayar. No esperé que él viniera a mí, lo cual podría haber hecho, justificándome con el libro de los libros en la mano, sino que le busqué en el cieno, entre los cerdos, y… —el final de la frase se perdió por el roce de los vestidos de las señoras al retirarse—. Obras, hermanos en Jesucristo, es mi divisa; «por sus obras los conoceréis» y ahí están las mías, que todos pueden juzgar a la luz del día.

Y, al decir esto, el señor Tomás, gesticulando y haciendo extrañas muecas, miraba fijamente hacia una puerta abierta que daba a la terraza, atestada hacía poco de criados mirones y convertida ahora en escena de un tumulto infernal.

En medio del ruido, cada vez creciente, un hombre, miserablemente vestido y borracho como una sopa, se abrió paso por entre los que se le oponían, y penetró en la sala con paso nada seguro. El brusco cambio entre la neblina y la oscuridad de fuera, y el resplandor y el calor de dentro lo deslumbraron, así es que en su estupor quitóse el estropeado sombrero y lo pasó una o dos veces ante sus ojos, mientras se sostenía, aunque con poca seguridad, contra el respaldo de un sofá. De pronto, su errante mirada cayó sobre la pálida fisonomía de Carlos Tomás, y con un destello de infantil inteligencia y una débil risa de falsete, echóse hacia adelante, agarróse a la mesa, hizo caer los vasos, y, finalmente, se dejó caer sobre el pecho del joven.

—¡Carlos! ¡Caramba de truhán! ¿Qué tal?

—¡Silencio! ¡Siéntate! ¡Calla! —dijo Carlos Tomás, forcejeando rápidamente por desembarazarse del abrazo de su inoportuna visita.

—¡Mírenlo! —continuó el forastero, sin hacer caso del aviso y con la mayor despreocupación.

Y en tono de amorosa y expresiva admiración, y reteniendo al pobre Carlos con vacilante muñeca, lleno de ternura, prosiguió:

—¡Contemplen, pues, a este pillastre! ¡Carlos, así Dios me condene, estoy orgulloso de ti!

—¡Salga usted de casa! —dijo el señor Tomás, levantándose con la amenazadora y fría mirada de sus ojos grises, y haciendo acopio de autoridad—. Carlos, ¿cómo te atreves?…

—¡Cálmate, vejete! Carlos, ¿quién es ese tío, vamos? ¡Corre!

—¡Cállate, insensato! ¡Vamos, toma esto! —Y con mano nerviosa Carlos Tomás llenó de licor una copa—. Bebe y vete, hasta mañana… en cualquier parte, pero déjanos; vete en seguida y déjanos en paz.

Pero antes de que el miserable pudiera beber, el anciano, pálido de rabia, precipitóse sobre el intruso, y asiéndolo con sus poderosos brazos y arrastrándolo a través del grupo de asustados comensales que los rodeaban, alcanzó la puerta abierta de par en par por los criados, cuando Carlos Tomás exclamó, con un grito angustioso:

—¡Deténgase!

Paróse el anciano. A través de la puerta, abierta de par en par, la neblina y el viento llevaron al interior una oleada de frío.

—¿Qué significa esto? —preguntó, volviendo hacia Carlos su colérico rostro.

—¡Nada! Pero, deténgase, se lo suplico… Aguarde hasta mañana, pero no esta noche. No lo haga. Se lo ruego. Por el amor de Dios, no haga usted eso.

En el tono de la voz del joven, o tal vez en el contacto del miserable que luchaba entre sus poderosos brazos, había un no sé qué indefinible y extraño. Sea como fuere, un terror confuso e indefinible se apoderó del corazón del anciano, que murmuró con voz salvaje:

—¿Quién es este sujeto?

Carlos no contestó.

—¡Atrás todos! —gritó con voz de trueno el señor Tomás a los convidados que lo rodeaban—. ¡Carlos, ven aquí! Yo te lo mando, yo… yo… yo… yo te ruego… me digas quién es este hombre. Ahora mismo.

Dos personas, tan sólo, oyeron la contestación que salió, débil y quebrantada, de los labios de Carlos Tomás:

—ES SU HIJO.

* * *

Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas de arena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones del señor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertos salones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucaban apretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón. La una, tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a sus pies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida y rebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás, la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manos los oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecía llenar los ámbitos de la habitación.

—Bien sabe que no empleé voluntariamente artificio alguno para engañar a usted. El nombre que di aquella noche fue el primero que me vino a las mientes; precisamente el nombre de uno a quien creí muerto; el del disoluto compañero de mi vida de libertino. Cuando más tarde me interrogó usted, empleé el conocimiento que de él había adquirido, para enternecer su corazón y ganarlo para una vida honrada. ¡Juro que únicamente fue por esto! Y cuando me dijo quién era, vi por primera vez abrirse ante mí una nueva vida… entonces… entonces… ¡oh, señor! sí, estaba hambriento, desnudo y sin recurso, cuando iba a robar su bolsillo; me sentía solo en el mundo, infeliz y desesperado, cuando quise robar la ternura de un padre dolorido.

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