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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (35 page)

BOOK: Bodas de odio
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—Pero, ¿por qué no me lo dijiste, Paolina? ¿Acaso yo no te pagaba para que me mantuvieras informado de todo lo que pasaba en esta casa?

Los ojos duros de de Silva la llenaron de pánico y comenzó a llorar.

—Basta, no llores ahora y continúa contándome.

—Hace un tiempo el señor Soler vino a visitar a la señora y se quedó largo rato conversando con ella. Yo no pude escuchar bien porque se encerraron en el estudio, pero cada tanto mencionaban su nombre y el de su esposa.

—¡Hijo de puta! —Golpeó la mesa con el puño—. ¡Vamos, continúa!

—El señor Soler venía todas las tardes a verla y se quedaba hasta el amanecer. Yo no le avisé nada porque pensé que, como usted y la señora... Bueno, pensé que ya no estaba interesado en los asuntos de esta casa.

—Sí, pero el sobre con el dinero para los gastos llegaba tódos los meses, ¿verdad? —la increpó de Silva.

—La señora Cloé nos decía a Mateo y a mí que usted no pagaba más los gastos de la casa, que ahora los pagaba el señor Soler —musitó Paolina.

—¡Pero, estúpida! ¿No recibías el sobre con tu dinero todos los meses?

—¡No, señor, se lo juro! —gritó entre lágrimas—. ¡Desde hace meses no recibo un centavo suyo!

—¡Pero si te lo envié con... maldito traidor! —Otro golpe en la mesa—. ¿Dónde está Mateo? ¡Rata miserable! ¡Mateo! —gritó enfurecido.

Pasaron unos segundos; el cochero no apareció. De Silva decidió que arreglaría el asunto con Mateo más tarde; ahora se concentraría en Soler y Cloé.

Paolina terminó de relatarle lo que conocía del asunto, que no era mucho más. Le contó que diez días atrás la señora Cloé se había ido de la casa. Ella suponía que se alojaba en lo de Soler, pero no estaba segura. De todas formas, la semana anterior había recibido una esquela de su patrona indicándole que no regresaría en varios días, que mantuviera todo ordenado y que ella le enviaría dinero para los gastos.

De Silva abandonó la casa de su antigua amante muy perturbado. Permaneció unos minutos en el zaguán, quieto, con la mirada perdida. La confusión lo abrumaba y no lo dejaba pensar. Había olvidado su objetivo de hablar con Rosas, y ni siquiera sabía qué rumbo tomar en ese momento.

De pronto, su mente pareció aclararse. Montó su padrillo y salió a todo galope. Ya había decidido lo que debía hacer, y nada lo haría echarse atrás.

La casa de Soler estaba muy silenciosa. Los postigos de las ventanas permanecían cerrados y aún ardía la bujía en el fanal del zaguán. De Silva caminó hacia la entrada; se quedó unos minutos inmóvil frente a ella, atento a cualquier posible indicio de actividad en su interior. Después, llamó a la puena, agitando varias veces la aldaba. Le abrió un hombrecillo al que reconoció como el ayudante de Soler.

—Buenos días, señor de Silva —dijo el sirviente, sin abrir del todo la puerta.

—¿Está Soler? —preguntó de mala manera Juan Cruz.

—No, no se encuentra, señor de Silva.

El puntapié que de Silva le propinó a la puerta envió al sirviente unos metros más allá.

—¿Dónde estás, rata miserable? ¡Muéstrame la cara, cobarde de mierda! —vociferaba Juan Cruz, a medida que avanzaba.

El sirviente caminaba hacia atrás, temblando y balbuceando.

—No está, señor, no está... Se lo aseguro.

—¡Sal de donde estés, Soler hijo de puta!

Juan Cruz se detuvo en medio de la sala principal, escrutando cada rincón.

—¡Vamos, Soler! ¡No seas cobarde! ¿O sólo te animas con las mujeres, maldito hijo de puta?

—¿Qué quieres, de Silva?

Juan Cruz giró sobre sí. Soler, que acababa de aparecer por una de las entradas, sostenía un trabuco con el que apuntaba a Silva directo al rostro. El cañón del arma temblaba.

—¡Ah! ¡Ahí estabas...! —Juan Cruz avanzó hacia él con sonrisa desdeñosa.

—¡No des un paso más o te vuelo la cabeza! —Palmiro Soler tenía el rostro encarnado y brillante por el sudor.

—Sólo dime qué hiciste con mi mujer y luego me marcho —Avanzó un trecho—. ¿Dónde está Fiona, asquerosa rata?

Soler retrocedió unos pasos, temblaba como una hoja.

—¡Basta! ¡No sigas avanzando, de Silva, porque te aseguro que te saco la cabeza de su sitio!

—¿Tú? ¿Tú sacarme la cabeza de sitio? —Juan Cruz soltó una carcajada estruendosa—. Tú no puedes matar una mosca, Soler. Eres un maldito cobarde. Sólo tienes agallas para meterte con mujeres.

La expresión de ferocidad de de Silva aumentaba el pánico de su rival.

—¡Cállate, cállate, bastardo!

El sirviente, que momentos atrás se había escurrido por una de las entradas, reapareció en la sala, con otro trabuco en las manos. Se acercó a su patrón, y juntos apuntaron a Juan Cruz.

—Dime qué has hecho con Fiona —repitió de Silva.

—Nada, yo no hice nada. Y ahora vete de mi casa o no respondo.

Soler tomó coraje, se acercó a Juan Cruz, y le apoyó el cañón en la frente.

—Dime dónde está mi mujer —repitió de Silva, sin inmutarse.

—¡Ya te he dicho que no sé nada acerca de tu mujercita! ¿Qué pasó? ¿Se te escapó la maldita? Es difícil de domar esa Malone, ¿verdad? Yo la quería para mí, pero ella me despreciaba. ¡Asquerosa engreída! —Soler empezaba a envalentonarse—. Debo admitir que es la más bella de todas. Tiene un par de...

No pudo terminar. De Silva, con un movimiento rápido y certero, lo despojó del arma con una mano, y con la otra le aplicó un golpe demoledor, que lo hizo rodar por el suelo. Fue tras él sin perder un segundo, le puso un pie en la garganta, y le apoyó el trabuco sobre la frente.

—¡No me mates, de Silva! ¡No me mates! —suplicó Soler, a punto de llorar.

—¡Tráigame su arma o no le va a reconocer la jeta a su patrón! —ordenó de Silva, Sin siquiera mirar al sirviente.

El hombre se acercó, temeroso, con el arma baja. A unos pasos de Juan Cruz, la depositó en el piso. Se aproximó aún más, por orden de de Silva. Cuando lo tuvo al alcance, Juan Cruz le asestó un culatazo en la frente con tanta fuerza, que el sirviente cayó inconsciente, al lado de su patrón. Soler gritó al ver a su sirviente, con la frente partida, tirado a su lado. Juan Cruz arrojó lejos el trabuco que tenía en las manos y le dio un puntapié al otro, que fue a parar bajo el sofá. Rápidamente, tomó de su bota una daga y la apoyó en la garganta de Soler.

—Ahora... —le dijo con los dientes apretados—, ahora me dirás qué hiciste con mi mujer.

—Yo no sé nada de t... ¡Ahhh!

De Silva le abrió un surco en la mejilla. La herida sangraba profusamente y el hombre comenzó a lloriquear de pánico.

—Ahora, me dirás dónde está o te abriré de a partes, hasta que mueras desangrado... ¿Comprendes, Soler?

—No, por favor, basta, basta. Te diré todo, pero no me hagas daño. Todo salió mal, nada resultó como lo habíamos planeado. —Hablaba entrecortadamente, casi sin aliento—. Ella...Cloé, no pudo hacerlo...

—¿Qué no pudo hacer?

—Ella... Ella debía matarla...

El pecho de Juan Cruz se contrajo dolorosamente y sintió que las fuerzas lo abandonaban. "¿Matarla? ¿Qué es todo esto?", pensó, aturdido.

—¿Matarla? ¡Soler, hijo de puta! —gritó, enfurecido, y le clavó la punta de la daga en la garganta, haciéndole un corte superficial. No debía matarlo, pensó. No todavía.

—¡No, basta! No la mató, no la mató. —Soler tenía el terror pintado en los ojos—. No pudo hacerlo... Tu mujer salió corriendo de lo de Malone y nunca más volvimos a verla. Nadie sabe dónde está, te aseguro que nosotros no tenemos idea de dónde está. ¡Por favor!

Juan Cruz tomó a Soler del cuello de la camisa y se incorporó; luego, sin quitarle la daga de la garganta, apoyó el cuerpo sin fuerzas de su rival contra la pared.

—¿Por qué? Dime, ¿por qué? —preguntó Juan Cruz, abatido—. Dimelo o no volverás a ver en tu vida. Yo mismo te los arrancaré —dijo, acercándole el arma a los ojos.

—¡No! —gritó Soler, espantado—. ¡No fue mi idea, no fue mi idea! Todo fue un plan de Rosas para vengarse de tu mujer y de su familia. Yo no ideé nada de esto, te lo aseguro... Por favor, no me hagas daño.

Soler sintió que la presión en su garganta cedía y que el filo de la daga se alejaba de sus ojos. Juan Cruz se quedó mirándolo fijamente, desconcertado, como si no pudiera entender lo que acababa de escuchar.

—¿Qué has dicho? —balbuceó de Silva—. ¿Qué has dicho? —Lleno de ira, lo aprisionó otra vez contra la pared, dispuesto a desollarlo vivo.

—¡Juan Cruz! —La voz de Cloé resonó en toda la habitación.

De Silva giró rápidamente sin soltar a su presa, y pudo ver que la mujer le apuntaba con una pistola. Juan Cruz se arrojó al suelo en el preciso momento en que Cloé apretaba el gatillo. La bala dio de lleno en el rostro de Soler, que cayó instantáneamente.

Un segundo después, de Silva se acercó al cuerpo del mazorquero. Soler estaba irreconocible; el tiro le había destrozado la cara, y su sangre se esparcía rápidamente por el suelo.

—Está muerto —dijo Juan Cruz para sí.

Al escucharlo, Cloé lanzó un gemido angustioso. De Silva volteó y trató de llegar a ella. Pero ya era demasiado tarde: en ese momento, la mujer se llevaba la pistola a la boca y se descerrajaba un tiro mortal. Cayó sin vida, sacudiéndose en el piso antes de quedar completamente inerte.

Juan Cruz corrió hacia Cloé y se acuclilló a su lado. La tomó entre sus brazos, la apoyó en su regazo y la miró con compasión. Un instante después, cuando cerró los ojos de Cloé, las manos le temblaron.

En aquel momento, de Silva lo comprendió todo. Cloé era una idiota, y Soler, un cobarde. Rosas había sabido usar la humillación y el odio del mazorquero y los celos de la prostituta para vengarse de su esposa y de su familia.

La garganta se le cerró y un frío le recorrió el cuerpo. A pesar de que los hechos parecían volverse más claros y las piezas comenzaban a encajar, sintió que todo a su alrededor se tornaba oscuro. Entendió que, tal vez, nunca más volvería a ver a Fiona; y que, si algún día la encontraba y eran uno otra vez, no podrían serlo nunca más allí. El Restaurador no lo iba a permitir.

Capítulo 18

Don Tadeo había decidido marchar hacia el sur. Tanto había insistido Tina en que sería bueno conocer Tandil y Bahía Blanca que por fin lo había convencido. Además, en el trayecto encontrarían muchos pueblos donde presentar el espectáculo.

El brillo y colorido que engalanaban la función cada atardecer se perdía después, cuando los pobladores se apartaban del escenario y todo volvía a la normalidad. Una sensación de angustia embargaba a Fiona en esos momentos y, en ocasiones, necesitaba llorar a solas. Buscaba un lugar apartado, se sentaba en el suelo y, hundiendo el rostro entre las rodillas, sollozaba. Pero, de a poco, la tristeza y el llanto después del espectáculo iban quedando atrás. Con el tiempo, cada vez se sentía mejor. A pesar del mal humor de don Tadeo, los sarcasmos de Sacramento y el merodeo de Sixto, Fiona estaba bien.

Hacía poco más de dos meses que estaba con ellos y había aprendido muchas cosas. Era la asistente del acto de magia, y de la mona Sisi cuando ésta bailaba y hacía piruetas sobre el organillo. Sixto había intentado convencer a Tadeo de que le permitiera entrenarla en el número con los caballos, pero el dueño del circo se había negado. Fiona suspiró cuando por fin el viejo le dijo "no" a Sixto; en su estado no habría podido siquiera trotar levemente.

Tina y Sacramento eran las malabaristas. Esas mujeres, tan rudas, habían resultado muy hábiles arrojando cosas al aire y tomándolas nuevamente sin que ninguna cayese al suelo. Fiona se quedaba pasmada durante la presentación, tanto que contenía la respiración asaltada por el temor que algo les fallase; pero eso nunca sucedía: siempre salían victoriosas.

—¡Vamos, Fiona, mueve tu culo a otro sitio! —ladró Sacramento.

La joven comenzó a levantarse.

—De ninguna manera —dijo Sixto—. Éste es tu lugar, Fiona. Tú te quedas aquí, a mi lado.

Pero Fiona no quería problemas con su compañera de carreta. Sabía que era una mujer sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa por conseguir el amor de Sixto. De modo que abandonó el lugar: Sacramento lo ocupó con su abultado trasero, y se quedó mirando al hombre con impertinencia.

—Hola, querido —musitó Sacramento al oído de Sixto.

—¡Bah! —fue la respuesta del hombre, que se encaminó donde Fiona.

—Por favor, señor Sixto, se lo ruego... Sacramento va a odiarme —dijo ella, sin quitar la vista del rostro encarnado de la joven desairada.

—No le hagas caso a esa gata en celo. Yo deseo estar contigo, y ella no va a impedírmelo.

Esas palabras chocaban en los oídos de Fiona, pero no replicaba. Nada de rencillas en su nueva vida. Con nadie. Sólo deseaba estar en paz, hacer un poco de dinero y marcharse sin que nadie se diera cuenta. Unos días atrás, don Tadeo le había prometido que comenzaría a pagarle unos reales después de cada función. Ella necesitaba ese dinero para el momento en que su hijo naciera.

La verdad, Sixto no era malo con ella; al contrario, la trataba con mucha deferencia, y sus modales no eran tan rudos. Se notaba que estaba enamorado. "La quiero bien", le confesaba el hombre en cada oportunidad. Fiona ensayaba mil y una formas para poder ahuyentarlo sin humillarlo. Sabía que un hombre herido en su orgullo podía ser peligroso. Pero no parecía el caso de Sixto, siempre caballero y galante.

Durante el resto de la cena no dijo palabra. Sólo escuchaba como un eco lejano los relatos de Sixto, los relinchos de Sinfonía y Merina, los chillidos de Sisi, el sonido del viento enredado en las copas de los árboles. Su mente se concentraba en una sola cosa: su bebé.

Había momentos en los que enloquecía de pánico y sólo pensaba en regresar. Podría vivir en casa de
Grandpa;
allí nada les faltaría, su bebé tendría lo necesario, y más también. Pero la imagen de de Silva llegaba como un azote a su mente y desbarataba la idea de volver. Tendría que enfrentarlo y sabía que no podría contra él. Querría quitarle a su hijo y, de seguro, lo conseguiría. Con Rosas de su lado, no habría forma de impedírselo. Además, ella sabía que el gobernador la odiaba y que haría lo imposible para hundirla.

En esos momentos, no podía dejar de evocar a su suegra. Ella había logrado sobrevivir, sola, con un hijo. Pero a poco de pensar en eso, caía en la cuenta de que Catusha había tenido a Candelaria a su lado. Entonces, recordaba a Maria y cuánto la necesitaba.

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