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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio

BOOK: Bodas de odio
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Corre el año 1840 en Buenos Aires. Con su belleza pelirroja, su terquedad y su espíritu impulsivo, la joven Fiona Malone hace honor a su origen irlandés. Se niega a seguir las costumbres porteñas de la época pues está decidida a casarse por amor. Por ello se desespera cuando su padre dispone su matrimonio con Don Juan Cruz de Silva, protegido del tirano Juan Manuel de Rosas.

De Silva, apodado el Diablo, tiene un oscuro pasado y debe su prosperidad tanto a su inteligencia, valor y frialdad como al afecto que le tiene Rosas. Para consolidar su posición debe casarse con una joven de buena familia, y la belleza de Fiona lo ha conquistado.

Sin embargo, el matrimonio comenzará marcado por el odio. Juan Cruz y Fiona sólo serán felices si saben ceder a la inmensa fuerza del deseo y del amor.

Florencia Bonelli

Bodas de odio

ePUB v1.1

GONZALEZ
20.10.11

© 1999 Florencia Bonelli

Título original: Como la mariposa

ISBN 950-15-2019-6

© 1999
E
diciones
B
Argentina s.a.

Editor: Javier Vergara

Corregido por
leyendoaver
para epubgratis.me

Capítulo 1

"¡Amor! palabra escandalosa en una joven,

el amor se perseguía,

el amor era mirado como una depravación..."

MARIQUITA SÁNCHEZ DE THOMPSON

La noche del 9 de julio de 1847, Buenos Aires.

Fiona Malone suspiró hastiada y se aletargó en el sillón. Desde allí observaba la sala principal de la mansión, atestada de gente.

Se había hecho una pausa en el baile. Los hombres, reunidos en pequeños grupos, conversaban de política. Las jovencitas, excitadas, consultaban sus libretas y anotaban los nombres de los caballeros que las habían pedido para ésta o aquella pieza. En un rincón, la orquesta probaba los instrumentos, mientras su director, el maestro Favero, recibía instrucciones de la anfitriona, misia Mercedes Sáenz. Las mulatas iban y venían con mates en las manos, bandejas con manjares y botellas de vino. Todo parecía a pedir de boca, los invitados lucían complacidos y la dueña de casa resplandecía por el éxito de su tertulia en el Día de la Independencia.

Fiona volvió a suspirar, pensando en su cama, calentita y cómoda, en un buen libro, o en el vaso de leche caliente que le preparaba su criada cada noche. ¡Pero no! Ahí estaba, tiesa, encorsetada hasta el pecho, los pies helados, y con muchos deseos de volver a su casa. Se sentía cansada; nada parecía atraerla, siempre lo mismo. Definitivamente, odiaba las fiestas; en realidad, para ella no eran más que una feria de lujo, en donde el ganado se reemplaza con mujeres desesperadas por encontrar esposo. Una solterona: antes, al convento.

Se preguntó, entonces, por qué permanecía en esa tertulia, en una helada noche de invierno, entre personas tediosas y afectadas. Lo pensó unos instantes y recordó las palabras de su abuela Brigid esa tarde.


Debes ir,
Fiona

le ordenó la anciana.


Si te niegas a todas las tertulias a las que te invitan, nunca conseguirás un buen partido para casarte

vaticinó su tía Ana, colocándole una peineta en la cabeza que ella, a su vez, se quitó rápidamente.

—What are you doing, girl?
¿No
te das cuenta el trabajo que da colocarla en un cabello tan lacio como el tuyo?

le recriminó la tía.


No iré con peineta. Las odio. Además, no quiero conseguir un buen partido para casarme, quiero enamorarme.

La jovencita, desafiante, observaba alternadamente a su tía y a su abuela.

—Good heavens! Esas zonceras románticas que se te han metido en la cabeza, Fiona, son ridículos; terminarán por volverme loca.

La anciana se dejó caer en un sillón. Las ideas irreverentes de su nieta lograban sacarla de quicio.

—¿Por qué son ridículas, Grannie? ¿Acaso tú no te casaste enamorada de Grandpa?

—¡Niña!¿Qué preguntas haces? —exclamó su tía.

—Grannie... —dijo Fiona, instando a su abuela a responder.

—Bueno... no... pero con los años llegué a quererlo.

—Pues él dice que te amó con locura desde el primer día en que te vio.

Brigid observó a su nieta y trató de descubrir en sus enormes ojos azules el misterio que la envolvía. Ciertamente, era una niña inmanejable. Sólo Fiona podía arrancarle semejante confesión al viejo Sean Malone. Hacía cincuenta años que estaban casados, tenían cinco hijos, y a ella jamás se la había hecho.

—¡Por fin! —dijo Fiona para sí, al divisar a su mejor amiga, Camila O'Gorman.

Camila ingresó al salón de misia Mercedes y buscó a Fiona con la mirada. Al encontrarla sola en un rincón, se dirigió hacia ella.

—¡Por fin llegas, Camila! Torrecilla ya me tiene medio loca preguntando por ti.

—Justo hoy que no tengo deseos ni de mirarle la cara.

Camila tomó asiento al lado de su amiga.

Se conocían desde pequeñas y se querían mucho, como hermanas. Eran muy compinches y cada una sabía los secretos de la otra. A veces discutían, porque no siempre estaban de acuerdo, aunque los enojos duraban poco. Al rato, se amigaban y todo continuaba como siempre.

—No te comprendo, Camila. Si no tienes deseos de mirarlo es porque no lo amas; si no lo amas, no debes casarte con él.

El silogismo sonaba lógico para Fiona, que desde hacía algún tiempo no entendía el capricho de su amiga en mantener una relación que no deseaba.

—Sí, ya lo sé.

—Entonces...

—Entonces... —suspiró Camila.

—Sí, qué sucede entonces, Camila O'Gorman.

—Nada, Fiona Malone, nada. Es que... ¡oh, pero tú también vas a hacerme reproches!

—No seas tonta, yo sólo deseo que seas feliz. —Tomó una de sus manos y le sonrió—. Es tu padre, ¿verdad? Tienes pánico de que se enoje contigo.

—Es que tatita nunca comprendería lo que siento aquí dentro —dijo, golpeándose el corazón.

—Camila...

Alguien la interrumpió vociferando su nombre.

—¡Fiona Malone! Media fiesta está murmurando acerca de ti.

Una joven se acercaba directo hacia ellas, con paso apurado y rostro desencajado.

—¿Qué pretendes lograr con este comportamiento absurdo, Fiona? ¡Uuuyyy! Si podría ahorcarte con mis propias manos en este preciso instante.

—¡Hola, Imelda!

Camila no pudo ocultar la risa que le provocaba la furia de la hermana mayor de Fiona.

—No te rías, Camila. Lo que tu amiguita está haciendo en esta fiesta es imperdonable.

Se escuchó el resuello de Fiona. Había cruzado los brazos sobre el pecho y dirigido sus ojos en blanco al cielo raso.

—Es que llegué hace unos instantes y no tengo idea lo que estuvo haciendo tu hermanita —explicó la O'Gorman.

—La señorita Fiona ha rechazado a todos y cada uno de los caballeros que la han pedido para el minué —declaró Imelda, sin dejar de mirar a su hermana.

—Tal vez no le guste el minué.

—No te burles, Camila. También rechazó a Soler para el vals y a Anchorena para la mazurca. Es evidente, no es cuestión de bailes.

—No, Imelda. A Soler no lo rechacé, le dije que sí.

—Sí, le dijiste que sí, mas luego, cuando vino a buscarte, lo espantaste diciéndole que tenías deseos de vomitar.

—No le dije que tenía deseos de vomitar. Tan sólo le dije que...

—¡Bueno, ya basta, niña malcriada! No importa qué dijiste o qué no dijiste. Lo único que importa es que estás haciendo quedar muy mal a nuestra familia en casa de misia Mercedes.

—Misia Mercedes jamás pensaría mal de
Grandpa
por esto. Lo respeta mucho. Además, ella y yo somos amigas.

—¡Uuuyyy! Basta, basta —ordenó Imelda.

—Cálmate, Imelda —dijo Camila—. Tu rostro parece un tomate y no creo que eso le guste a don Senillosa.

—No creas, Camila, no creas —la corrigió Fiona, con ironía—. Senillosa es mazorquero... ¡Eh! perdón, socio popular y todo lo que sea rojo sangre le apasiona.
[1]

Camila no soportó más y soltó una sonora carcajada, que llamó de inmediato la atención de un grupo de ancianas apostado a unos pasos de ellas. Imelda las observaba furibunda, el rostro como la grana y los ojos a punto de saltársele de las órbitas. Recogió el ruedo de su vestido, dio media vuelta y salió.

—¡Uy, no! Ahora Torrecilla, lo único que faltaba —murmuró Fiona.

Lázaro Torrecilla se aproximó y pidió a Camila para el próximo minué; la muchacha aceptó de mala gana y se marchó al salón principal junto a su prometido.

Fiona se quedó sola otra vez. Sola, porque no deseaba estar con nadie más en esa fiesta. Quizá, sería divertido pasar un rato con las
planchadoras.
Siempre las había en las fiestas. Las menos agraciadas, las más feas, las más gordas, las muy flacas, las más pobres; un grupo de mujeres a las que nadie había pedido para bailar. Ellas solas se recluían en los pasillos de la casa o en los patios más retirados del salón. Una y otra vez eran humilladas por los caballeros en las tertulias. A pesar de todo, insistían y no dejaban de concurrir. Fiona no lograba comprenderlas.

—No, no, señorita. Otra vez con las
planchadoras,
no. Simplemente, no lo permitiré.

Misia Mercedes detuvo a Fiona en su intento por escapar de la fiesta.

—Oh... misia Mercedes...

—No permitiré que te alejes como si fueras una de las mujeres más feas de Buenos Aires cuando eres todo lo contrario.

—¿Todo lo contrario?

—Sí, querida, todo lo contrario. Eres la más bella de la tertulia.

—¿Yo, misia Mercedes? Pero si la más bella es doña Agustina Mansilla.

La dueña de casa condujo a Fiona por el brazo hasta un lugar más apartado: allí se sentaron en unos taburetes.

—No, niña. Agustina ha perdido la lozanía de su piel y su cabello no brilla como antes. Es que los años no vienen solos, querida. Además, tú eres distinta. Eres especial. Ella sólo tiene una cara bonita y nada más. Tú tienes mucho más que eso.

Fiona admiraba a misia Mercedes Sáenz y Velazco. Se sentía muy a gusto con ella. Tal vez era parte de toda aquella parafernalia de tertulias, apellidos, estancias y cosas que ella detestaba, pero había algo más en esa mujer que la atraía irremediablemente. Su delicadeza, acompañada por una gran firmeza; su educación estricta y su apertura a lo impensable; su bondad, unida a una gran sagacidad. Fiona amaba escuchar de los propios labios de la protagonista la historia acerca de cómo misia Mercedes se había opuesto a sus padres cuando quisieron casarla con un pariente lejano, mucho mayor que ella, lleno de dinero y alcurnia. "La primera mujer del virreinato que se opuso a sus padres y contrajo matrimonio con el hombre que realmente amaba", se jactaba la anfitriona.

—Me han dicho que no has querido bailar con nadie. Y estaban todos deseosos de hacerlo contigo.

—Misia Merced...

—Yo te comprendo, querida, te comprendo. Sé que estos criollos nuestros no son un dechado de virtudes ni nada que se le parezca. No tienes que explicármelo a mí que me casé con un inglés, que Dios lo tenga en su gloria.

—Amén —acotó Fiona.

—Sí; no son de lo mejor pero es lo que tenemos para elegir —sonrió.

—Es que yo no deseo elegir a nadie, yo no deseo un esposo, misia. No lo deseo aún.

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