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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (10 page)

BOOK: Bodas de odio
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"Es increíble las vueltas que da la vida", pensó Sean, sin dejar de sonreírle a su nieta.

Los valses dejaron de sonar y todo fue terminando. Los primeros en partir, don Juan Manuel y su hija, saludaron cordialmente a los novios. Juan Cruz acompañó al gobernador hasta la puerta, mientras Manuelita le rogaba a Fiona que la visitara en San Benito de Palermo, y le aseguraba que ahora, que eran casi como hermanas, deseaba como nunca su amistad.

—Porque debes saber, Fiona, que Crucito es para mi padre como un hijo, de modo que, para mí, es como un hermano muy querido.

Fiona no supo qué responder ante un comentario tan sincero; en esos días, toda su vida era una mentira. No supo, ni pudo decir nada; cualquier cosa le habría sonado falsa y torpe a Manuelita Rosas y Ezcurra.

Y a medida que se iban desvaneciendo los acordes de la música, la algarabía de los invitados, el parloteo controlado de los sirvientes en la cocina, el sonido del choque de las copas de cristal, Fiona comprendió lo que habrá estado rehuyendo durante todo ese tiempo: que debía marcharse de su hogar, del hogar de sus abuelos, sus seres más queridos y adorados, para dirigirse a la estancia de un hombre que, aunque todos, la Iglesia y la sociedad porteña, llamaban su esposo, para ella no era más que un extraño.

—¡Ni se te ocurra mencionarlo, Fiona Malone! —Maria parecía furiosa esta vez—. ¿Es que acaso todo esto ha logrado trastornarte, niña?

—Te lo suplico, no me dejes sola con él.

—Pero, ¿no te das cuenta de que él es tu esposo y que tendrás que pasar tus días a su lado?

La criada la miró directo a los ojos, conteniendo el aliento por unos instantes. Después, suspiró, y bajando la mirada, cedió.

—Está bien.

Fiona se abalanzó a sus brazos.

—¡Basta, Fiona! ¡Pareces un cachorro, basta!

—Gracias, Maria, gracias.

La reacción de Fiona había sido tan infantil que Maria no pudo esgrimir una mueca de disgusto. Iría con los recién casados en el carruaje, sí, ya que no había tenido la fuerza suficiente para negarse. No la dejaría a solas con su marido hasta que llegaran a la estancia. ¿Y después qué? Se le ponía la piel de gallina de sólo pensar que Fiona no se aviniera pronto a entrar en razón.

Salieron todos a la calle. Tres volantas esperaban ante la puerta. Los baúles con la ropa y el ajuar de Fiona ya habían sido cargados. Su caballo bayo, enganchado al coche principal, corcoveaba impaciente, en tanto Maria y Eliseo esperaban la partida junto a su ama; Fiona jamás habría consentido que sus dos sirvientes no fueran a vivir con ella a la casa de de Silva. Nadie, ni siquiera el mismo de Silva, trató de interponer una excusa para impedirlo; todos sabían el afecto que la joven les tenía y el respeto e idolatría que ellos le profesaban. A Sean Malone ni se le habría ocurrido oponerse: sabía que nadie la protegería mejor que esas dos personas.

La despedida fue rápida, en un intento por dar fin a lo que parecía ser una tortura para los miembros de la casa Malone. Fiona se colgó del cuello de su abuelo y trató de no derramar ninguna lágrima. Por su parte, el irlandés intentó mantenerse incólume y no demostrar que su alma se desgarraba. Cuando logró separarla de él, sólo le acarició torpemente el pómulo, instándola a partir.

William permanecía a un costado. Finalmente, se acercó a su hija y le musitó algo con miedo.

—No te atrevas a dirigirme la palabra nunca más —murmuró Fiona, con los dientes apretados, casi sin despegar los labios. Después de perforar la mirada de su padre, giró sobre sí, y ordenó con voz firme:

—Maria, vamonos ya, por favor.

Capítulo 4

La mandíbula de Juan Cruz cayó por un brevísimo instante al observar que Maria trepaba de un salto al carruaje en el que se suponía sólo él y Fiona iban a viajar. Con la mano aún en la portezuela, Juan Cruz miró hacia adentro en busca de una explicación, pero la sirvienta mantuvo la vista baja. Fiona, por su parte, vuelta hacia la otra ventanilla, parecía contemplar con suma atención el río, que desde allí se divisaba claramente.

Por fin, y sin haber obtenido ninguna aclaración, Juan Cruz subió al carruaje.

No terminaba de entender cuál era el hechizo que emanaba de esa mujer capaz de transformar su enojo —que en otra ocasión no habría tardado en aflorar— en la sonrisa de perplejidad que ahora se dibujaba en sus labios. Tal vez fuera su constante arrogancia lo que lograba el milagro; tal vez fuera ese gesto aguerrido que la hacía más bella aún. O quizá sus respuestas envalentonadas y bien elaboradas. O el brillo de sus ojos, siempre atentos e inteligentes. De algo no tenía dudas: por mucho menos habría hecho azotar al que se hubiese atrevido a desafiarlo así.

Enfilaron por la calle Larga de Barracas y, al llegar a la de Gochabamba, se dirigieron hacia el Bajo. Por allí, y bordeando el río, se encaminarían hacia la mansión que Juan Cruz había terminado de construir recientemente en medio de una de sus estancias más prósperas, La Candelaria, en el paraje llamado Los Olivos, a tres leguas de la ciudad. El viaje les llevaría algunas horas.

Juan Cruz se asomó por la ventanilla y observó con fastidio que sobre el río se proyectaba la sombra oscura del celaje. El cielo se había convenido en una masa espesa de colores grises y marrones. Un momento después, volvió el rostro al interior de la volanta.

Fiona, sentada frente a él y al lado de su criada, había tomado un libro de tapas rojas de su pequeño bolso de cuero y leía atentamente, con una expresión de paz y serenidad que para Juan Cruz fue toda una novedad. Y como había esperado una escena de llanto y reproches a lo largo del viaje, la estoica actitud de su esposa lo sorprendió.

El rostro de su mujer despedía un aura de blancura que se proyectaba desde su piel como si estuviese satinada y una luz propia la hiciese brillar. Sus labios gruesos eran de por sí deseables; su color rojo carmesí y su humedad natural los hacían más apetecibles aún. La nariz era diminuta y recta, y sus fosas tan pequeñas que le costó imaginar cómo lograba respirar por ahí. Sus pómulos se elevaban femeninamente y su leve tonalidad rosada parecía la de un bebé. Sintió un deseo irrefrenable de rozarlos; sabía que sería como acariciar un trozo de algodón. Se estremeció sobre la pana del asiento y su respiración se aceleró; ninguna de las dos mujeres pareció notarlo, aunque, por un instante, su esposa elevó los ojos por sobre la lectura y columbró el paisaje. Después, Fiona volvió la vista al libro, y la congeló una vez más sobre sus páginas.

Fue un momento fugaz, pero la inmensidad de sus ojos se proyectó sobre la pupila de Juan Cruz, y se grabó en su mente para siempre. Su forma rasgada hacia arriba, sus pestañas largas y espesas, delicadamente arqueadas, el color azul profundo del iris, ese delineado natural que le concedía cierto aire amenazante. Sus ojos otorgaban a Fiona esa veta de fierecilla que el resto de sus facciones trataba de desmentir.

Un relámpago iluminó el interior de la volanta, Una luz fuerte y blanquecina que se proyectó sobre los rostros de los viajeros. Segundos después, pareció que la ciudad entera se sacudía con el trueno.

María dejó su tejido y Fiona levantó nuevamente la mirada del libro, en tanto Juan Cruz no apartaba la suya de ella.

—¿Qué lees? —su voz gruesa quebró el silencio.

María dejó de tejer, pero no apartó la vista de las agujas. Fiona permaneció callada unos instantes, con el rostro aún sumergido en el libro. Por fin, levantó la mirada y arqueó sus cejas.


Hamlet
—susurró, aunque su gesto decía a gritos: "¿Qué le importa?".

Fiona volvió a su libro. Su esposo, en cambio, parecía cansado de tanto silencio.


¡Hamlet,
de Shakespeare! ¡Genial como pocos! ¿No lo crees así. Fiona?

Sabía que la estaba molestando con sus comentarios, pero aquel juego empezaba a gustarle.

—¿Lo ha leído?

El tono petulante de su esposa no pareció importunarlo; todo lo contrario, lo instó a continuar con el enredo en el que ambos se habían metido.

—He leído toda la obra de Shakespeare, Fiona.

Después de lanzar ese comentario como un cañonazo inesperado, esperó su reacción. La joven permaneció callada, evidentemente sorprendida, aunque en seguida cambió ese gesto sincero por uno más estudiado. Después, volvió a sumergirse en la lectura.

—¿Has leído
Macbeth,
querida?

—No.

—Lo encontrarás en mi biblioteca. No sólo tengo las tragedias y las comedias. También los sonetos.

Sabía que con eso picaría el anzuelo. Mercedes Sáenz le había hablado de la pasión de Fiona por la lectura, y como por aquellos días la mitad de los libros estaban proscritos y la otra mitad no era fácil de encontrar, una fuente de buena literatura significaba que su poseedor era, en el mejor de los casos, un afortunado y en el peor, decididamente un audaz.

—¿Usted tiene una biblioteca, señor?

—Sí; y muy completa. Podrás tomar el libro que gustes.

Juan Cruz estaba feliz. Por fin le había ganado una batalla, por fin había encontrado algo con que atraerla. Porque, definitivamente, Fiona era la primera mujer que se había negado a sus encantos. Famoso por la impetuosidad de su miembro entre las mujeres de mala vida y por la exquisitez de sus maneras entre las de la alta sociedad, nunca había tenido que soportar aírenla alguna del sexo opuesto. Al menos, no hasta que conoció a Fiona.

—¿Qué otros libros tiene, señor?

Fiona lucía apacible, pero su tono seguía siendo serio y formal,

—Los tengo todos —respondió Juan Cruz.

Estiró el brazo para alcanzar el libro, que descansaba en el regazo de su esposa. Fiona dio un respingo al sentir la mano de él sobre su falda. Maria levantó los ojos del tejido por primera vez; los fijó en el matrimonio de Silva y contuvo la respiración. Juan Cruz demoró sus dedos sobre Fiona más de lo necesario y sintió una extraña sensación de placer al hacerlo. Por fin, tomó el libro. La joven trató de arrebatárselo por un instante, mas luego lo dejó.

—¡Humm! En inglés... —comentó, mientras lo hojeaba.

Fiona sintió que la fulminaba con la mirada. Sus ojos no habían perdido aún ese carácter torvo que tanto la atemorizaba.

—Sí.
Aunt
Tricia me lo envió desde Londres.

Juan Cruz sonrió con un gesto que a Fiona le molestó; no podía discernir si era divertido o burlón. La muchacha se preparó una vez más para la batilla que parecía haber abandonado momentos atrás. Su esposo lo advirtió en seguida, y estirando el brazo, le devolvió el libro. Fiona se lo arrebató de la mano. Sin agregar nada más, lo abrió y continuó con la lectura.

Si hubiese estado solo, habría hecho caso omiso de la tormenta que se avecinaba. Pero su soledad había terminado, y debía pensar en la seguridad de la mujer que viajaba junto a él. El camino bordeaba las abras del río y eran comunes las sudestadas que lo arrasaban todo, incluso carretas o carruajes que recorrían la zona.

Juan Cruz golpeó el techo de la volanta con la contera metálica de su bastón. El coche se detuvo, y todos en su interior sintieron cómo se meció cuando el cuerpo macizo y pesado de Eliseo abandonó el pescante, acudiendo al llamado de su nuevo amo. Junto a él, se asomó la carita joven del lacayo, que llevaba en su mano una escopeta.

—Eliseo, diles a los demás que no continuaremos el viaje. Haremos noche en la posada de los Fleitas —ordenó Juan Cruz.

—Sí, señor —respondió Eliseo, y de inmediato, con una seña, instó al muchacho a cumplir la orden.

Ahora que las ruedas se habían detenido, el silencio en el interior de la volanta se hizo más insondable. Fiona seguía leyendo. María tejía a un ritmo frenético, y el leve choque metálico de las agujas era el único sonido que inundaba el lugar. Juan Cruz, absorto, mantenía su mirada en aquella mujer empecinada en rechazarlo con una indiferencia que ya empezaba a resultarle molesta. Ahora deseaba sus ataques, sus palabras duras e hirientes, su mirada fría y despreciativa; cualquier cosa sería mejor que esa mortal indiferencia.

Después de reanudar la marcha, los coches se desviaron hacia la izquierda y tomaron un atajo que los conduciría más rápidamente a la posada. Ya era casi de noche: los espesos nubarrones a punto de estallar habían precipitado el crepúsculo. Las primeras gotas, gruesas y pesadas, repiquetearon sobre el techo. La brisa fría que invadió el interior de la volanta y una gota que le salpicó la piel trajeron a Fiona nuevamente a la realidad. De pronto, su cuerpo se irguió, sus manos se apoyaron en la ventana y miró espantada hacia el paisaje oscuro que se dibujaba fuera.

—Quiero que Eliseo entre aquí, con nosotras. No debe mojarse —dictaminó cuando comprendió que pronto la lluvia arreciaría.

Juan Cruz la miró pasmado; un segundo después, su semblante pareció oscurecerse. El arranque de furia que lo atravesó como una corriente galvánica, sacudió sus hábitos autoritarios adormecidos.

—De ninguna manera —fue la respuesta. Su tono era serio; había abandonado el gesto burlón y ya no parecía estar jugando con ella.

—O lo detiene usted o lo hago yo.

Fiona se había estremecido de miedo ante la nueva actitud de su esposo, pero su orgullo no le permitía ceder. Maria guardó el tejido en la bolsa y se acurrucó en un rincón; con las manos entrelazadas, parecía rezar, muerta de miedo.

Juan Cruz, por su parte, se había quedado paralizado. Sentía que la rabia le calentaba las mejillas y que la yugular comenzaba a sobresalirle en el cuello. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Era para tanto? Aunque no acostumbraba a tener consideraciones con sus servidores, la propuesta de Fiona no era tan descabellada; al fin y al cabo, Eliseo ya era un anciano. Entonces, ¿por qué de repente esa rabia tan profunda? Un pensamiento se coló de pronto en su mente y lo enfureció: se preguntó qué pasaría si el cochero fuera él; de seguro, Fiona ni se inmutaría. Sintió celos de Eliseo, terribles, infantiles e inmanejables celos. Y eso lo puso peor aún porque nunca había experimentado una sensación semejante. Su negra Candelaria, sus amantes, sus amigos, sus sirvientes, todos se postraban a sus pies, él era el centro del universo. Pero aquella joven, doce años menor que él, había conseguido ponerlo en carne viva, sin máscaras, sin su coraza. Había logrado arrancarle un sentimiento que, por nuevo y desconocido, lo estaba volviendo loco.

—Ni te atrevas a detener la volanta. Debemos llegar cuanto antes a la pos...

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