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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (8 page)

BOOK: Bodas de odio
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El hombre le tomó la mano; ella la retiró como del fuego.

—No sea hipócrita, señor de Silva. Responda a mi pregunta. ¿Cuándo será la maldita boda?

—No sabía que estabas tan interesada en casarte conmigo, Fiona. Realmente, saber que lo deseas tanto es una noticia maravillosa.

Fiona cerró los puños y apretó los dientes tratando de reprimir un grito de impotencia. Su rostro se puso como la grana. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Pero era tanto el poderío y el dominio que de Silva demostraba tener sobre ella, sobre su padre, sobre todos, que bajó la cara y comenzó a sollozar. No quería que él la supiese quebrada. Se levantó y abandonó la sala.

La pena que la embargaba dejó en el aire una estela que se apoderó del alma de Juan Cruz. Su habitual gesto soberbio se desvaneció, y en su lugar apareció un semblante apagado y mortecino. En realidad, de Silva no sabía qué hacer con Fiona.

Al día siguiente, William anunció ante toda la familia el compromiso de su hija y de Silva, y el deseo de Juan Cruz de que la boda se realizara cuanto antes.

—Quiero que sepan que he aceptado el pedido de mano de Fiona que me ha hecho el señor de Silva.

Ana y Brigid trataban de contener las lágrimas: no correspondía llorar; Imelda se acercó a su hermana y, disimuladamente, le tomó la mano. Sean Malone permaneció largo rato contemplando a su hijo. Siempre había pensado que le consultaría ese tema cuando llegara el momento.

Finalmente, Juan Cruz se acercó a Fiona y le entregó un pequeño estuche de terciopelo. Todos permanecían callados y expectantes, los ojos clavados en las manos de la joven. Al fin, Fiona lo abrió.

—¡Es bellísimo! —exclamó Imelda al descubrir el cintillo de brillantes y aguamarinas.

Juan Cruz tomó el anillo de manos de Fiona y se lo colocó en el dedo. Brigid y Ana se acercaron a curiosear, asombradas ante una alhaja tan soberbia.

Al día siguiente, toda Buenos Aires conocía la noticia del compromiso de Fiona Malone y Juan Cruz de Silva. Cada una de las familias más importantes parecía un hervidero de chismes y hablillas. Por fin, de Silva despejaba el enigma que había mantenido en vilo a las jovencitas de la ciudad. Algunas estaban verdes de envidia. Uno de los solteros más codiciados de la Confederación se les había escapado. Tenían que aceptarlo, ninguna competía con la Malone.

Fiona era la más hermosa, la más rebelde, la más escurridiza de todas las doncellas de la alta sociedad. Él, aunque bastardo,
guarango
y advenedizo, era el protegido del gobernador y uno de los hombres más ricos del país. Razón suficiente para que todos hicieran caso omiso de los antecedentes genealógicos de de Silva y lo dejaran entrar en su círculo como si se tratase de un conde francés, aunque supieran perfectamente que no se trataba de uno de ellos.

—¡No puedo creerlo, Fiona!

La joven se sobresaltó cuando Camila O'Gorman irrumpió en su alcoba y quebró el silencio en el que estaba sumida desde hacía rato.

—¡Camila! —gritó Fiona. Y se arrojó a sus brazos con tal ímpetu que sintió las ballenas del corsé de su amiga bajo sus manos.

Camila sabía lo del compromiso de Fiona con de Silva. El propio Juan Cruz lo había anunciado la noche anterior durante la cena en su casa. Sin embargo, no pudo evitar la pregunta,

—¿Es cierto que vas a...

Fiona no la dejó terminar. Quería hablar lo menos posible del tema.

—Por favor, dime, ¿cómo está tu abuela?

—No muy bien.

Los ojos de Camila se oscurecieron y sus labios dibujaron una mueca triste. Su abuela, popularmente conocida en Buenos Aires con el apodo despectivo de "La Perichona", no estaba bien de salud.
[3]
Por eso, viajaba todas las semanas a La Matanza, la estancia de su padre, en donde habían confinado a la mujer desde hacía años, después de su romance con el virrey Liniers. Camila y Fiona amaban a la Perichona, tal vez porque deseaban ser como ella. Hermosa, majestuosa, refinada, y libre como un pájaro. Un pájaro que ya había soportado demasiados años de cautiverio y estaba decidiendo partir definitivamente.

Fiona comprendió que debía cambiar de tema.

—¿Estuviste con tu curita tucumano? —preguntó en voz baja y con tono cómplice, intentando levantarle el ánimo.

Eso pareció suficiente para alegrar a Camila. Comenzó a relatarle a su amiga los detalles de la relación clandestina que mantenía con el cura del Socorro, Ladislao Gutiérrez. Estaba perdida de amor y pasión por él. Dentro de ella se habían desatado por fin los sentimientos de los que tanto le había hablado la Perichona.

Después, Fiona le contó acerca de Su relación con de Silva, desde los acontecimientos en la tertulia de lo de Sáenz y Velazco hasta la entrega del cintillo frente a su familia. Finalmente, pudo expresar el odio que sentía por aquel hombre, la vergüenza que le provocaba el saberse comprada, el dolor de casarse sin amor, la humillación, la deshonra.

—Tal vez, Fiona, no sea tan malo como tú piensas.

—¡Oh, tú también! Parece que te hubieras puesto de acuerdo con Maria —rezongó Fiona, levantándose de la cama y dirigiéndose al tocador. Camila la siguió y, tomando un cepillo de cerda, comenzó a peinarle el cabello, tan lacio, tan largo. Sabía que eso la fascinaba.

—Ha ido varias veces a mi casa. Tiene algunos negocios con tatita. Yo no lo he visto mucho últimamente porque me la he pasado en La Matanza, tú sabes, pero las veces que nos hemos cruzado, me ha parecido un hombre muy interesante. De veras...

Camila sonrió al escuchar el resuello obstinado de su amiga.

—No seas terca y escúchame —insistió—. No es el más bello, no, pero tiene algo. Es galante, es delicado... Y muy refinado para ser un gaucho la mayor parte del año, ¿no crees?

—Creo que es un cretino. ¿Jamás te has preguntado por qué lo llaman "el diablo"? No debe ser justamente por tratarse del hombre más bueno y galante del mundo, ¿no te parece?

—Está bien —dijo Camila un tanto enojada—. Está bien. Si no lo soportas, ¿por qué no vas y le dices que no te casarás con él?

—¡No! Sabes que no puedo. Por
Grandpa.

Fiona bajó los ojos. Allí, abandonado en el tocador desde el día en que Juan Cruz se lo entregara, estaba el cintillo de compromiso.

—Entonces, haz un intento por cambiar de actitud. Si no, tú vida será un verdadero infierno.

Fiona asintió en silencio. Las mismas palabras de Maria. ¿Sería ella una obstinada sin razón? ¿Por qué no lograba ver la solución que todos parecían vislumbrar tan claramente? Estaba muy confundida.

La boda tuvo lugar el 25 de agosto de 1847, en la mansión Malone, en la más estricta intimidad. Sólo asistieron la familia de Fiona y los amigos más allegados. No había invitados por la parte del novio, y nadie cometió la indiscreción de preguntar por qué; todos sabían que Juan Cruz no tenía madre ni padre, que había vivido toda su niñez en una de las estancias de Rosas, y que había sido criado por una negra.

Esa mañana, Fiona estaba sencillamente soberbia. Los invitados contuvieron el aliento al verla ingresar a la sala acondicionada para la ocasión del brazo de su abuelo. Juan Cruz simulaba una indolente impavidez al observarla aproximarse. Sin embargo, no dejó de solazarse íntimamente con la belleza de su prometida; de repente, sus movimientos siempre estudiados se liberaron, y el cuerpo se le estremeció de placer; su sonrisa, medio diabólica, fue, por primera vez, sincera. Fiona, en cambio, parecía ajena a todo. Su mirada estaba perdida en un punto indefinido de la pared, sus ojos habían abandonado su azul intenso y se habían convertido en dos zafiros duros y fríos.

El vestido que le había confeccionado Maria era tan bello como ella. A pesar de que había insistido en hacerle traer uno de París, al verla en aquel majestuoso traje, Juan Cruz tuvo que admitir que nadie lo habría hecho mejor. Era blanco, de encaje francés. El corsé se ceñía de tal modo a su talle que revelaba la estrechez de su cintura y la redondez de sus senos. Juan Cruz los imaginó suaves como una rosa, y de inmediato tuvo una erección.

El Padre Fahy, un sacerdote irlandés amigo íntimo de Sean y guía espiritual de la familia, bendijo el matrimonio. Después de la ceremonia, se sirvieron los manjares que Brigid había hecho preparar. A pesar de que todo parecía a pedir de boca, la anciana estaba desconsolada; los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no había tenido el tiempo necesario para preparar el tradicional
plum
pudding,
que lleva más de un mes de elaboración. Brigid pensaba que una boda sin
plum
pudding era
un mal augurio para los recién casados, así que le había rogado a Juan Cruz que pospusieran la boda para más adelante; pero él se opuso con el argumento de que ya había permanecido demasiado tiempo en Buenos Aires y debía volver a ocuparse de sus estancias.

Mientras todo a su alrededor parecía inmensa felicidad, la tristeza profunda del rostro de Fiona expresaba a gritos silenciosos su desconsuelo. Era paradójico, pensó; esa mañana, su familia festejaba lo que creía su dicha, y ella se sentía el ser más desgraciado de este mundo. Su abuelo irrumpió en sus pensamientos tomándola del brazo y apartándola del grupo.

—¿Por qué estás tan triste, princesa?

—No,
Grandpa,
no estoy triste. —Trató de ensayar una sonrisa como lo había hecho cada día desde que su padre le anunciara la noticia—. Me siento un poco rara, nada más. La verdad es que extraño mucho a
aunt
Tricia.
Me habría gustado que estuviera hoy aquí.

Su abuelo le golpeó cariñosamente la mejilla, con gesto divertido.

—Creo que es normal que te sientas un poco extraña. Hoy es un día muy especial. Todo va a cambiar en tu vida.

Sean hizo una pausa y se sentó en el sillón. Fiona se arrellanó a su lado..

—Como te decía, todo va a cambiar. Pero para mejor. Compartir tu vida con la persona que amas es lo más maravilloso que le puede suceder a un ser humano. Te lo aseguro.

Fiona sintió que el corazón le galopaba en el pecho. Se frotó las manos, cada vez más húmedas y frías; podía sentir las gotas de sudor que se deslizaban entre sus senos hasta perderse en su vientre. ¿Cómo haría para ocultarle a su abuelo que todo aquello era una farsa? Una espantosa y cruel farsa urdida por su padre y su llamante esposo. ¿Cómo haría para soportar su vida al lado de un hombre al que ya odiaba con toda su alma? Veía su sonrisa, siempre sardónica, que parecía decirle: "No me desafíes, Fiona. Ahora, yo tengo el poder". Sus ojos profundos eran infranqueables: nunca podía saber lo que pensaban. Y sus gestos eran tan controlados que no hacía un solo movimiento, no decía una sola palabra, sin analizarlos antes. Estaba segura de ello. La sola presencia de Juan Cruz la intimidaba, la llenaba de temores y vacilaciones. ¿Cómo haría para soportarlo una vida entera?

Sean continuó con su parrafada, pero Fiona ya no lo escuchaba. Sumergida en un mundo inextricable de preguntas sin respuesta, sólo lograba deprimirse aún más. Si seguía así sólo conseguiría que las lágrimas la traicionaran frente a su abuelo y el desconsuelo la llevara a poner al descubierto toda la verdad.

Un pequeño alboroto en la puerta principal interrumpió los consejos de Sean Malone Rosas había llegado.

Sean y Fiona se pusieron de pie rápidamente, como si alguien los hubiera pinchado con un alfiler. Fiona permaneció al lado del sillón, sin moverse; su abuelo salió al encuentro del gobernador de Buenos Aires.

Los invitados no podían creer que Rosas hubiese concurrido a la boda de de Silva; últimamente, permanecía recluido en su quinta en Palermo trabajando todo el día, casi sin dormir ni comer. Los porteños se cansaban de participarlo de las tertulias y reuniones que organizaban, sin lograr que el gobernador federal les hiciera el honor de pisar sus hogares. La excusa era siempre la misma: los asuntos de la Federación.

Detrás de Rosas apareció su hija Manuelita. No era linda, pero tampoco fea; tenía una figura delgada y un rostro agradable que conquistaba los corazones de todos por la humildad de su mirada y lo acogedor de su sonrisa. Siempre tenía palabras dulces y llenas de esperanza para quien visitaba su casa en busca de consuelo o de un favor. Se había convertido en una de las mujeres más queridas de Buenos Aires y no era difícil caer bajo un encanto tan puro y espontáneo.

—¡Viva la Santa Federación! —gritó Rosas, posando sus rasgados ojos azules en cada uno de los que estaban cerca de él.

—¡Viva! —respondieron los comensales al unísono.

Sean llegó hasta el gobernador abriéndose paso entre la gente y, extendiéndole la mano, le dio la bienvenida.

—Su excelencia, es un honor que usted se haya dignado a visitar mi casa en un día tan feliz como éste.

A continuación, el viejo irlandés hizo una respetuosa reverencia con la cabeza.

—Déjese de tanta formalidad, don Malone. Si yo lo conozco a usted desde antes de subirme a un caballo.

Rosas lo atrajo hacia su abultado pecho y lo abrazó fraternalmente, provocando el asombro de los presentes. Evidentemente, el gobernador estaba de muy buen talante ese día; a pesar de ello, las personas a su alrededor lo trataban con un cauteloso respeto, en el que se mezclaban la admiración y el temor. Todos lo conocían demasiado bien; con sus chanzas o sus mandatos podía llegar a hacer infeliz a cualquiera.

—Además, el honor es mío —continuó diciendo Rosas con voz muy varonil, mientras se separaba de Sean—. Quien haya sido amigo del coronel Dorrego, como lo fue usted, don Malone, merece mi más profundo respeto y admiración. Además, ahora que Crucito se ha unido a su nieta, usted y yo somos casi como de la familia.

Sean se sintió intimidado por el fogoso saludo. No sólo intuía que Rosas simulaba: él mismo lo estaba haciendo.

Siete años atrás, en 1840, el bloqueo francés hacía estragos en la economía de Buenos Aires, basada fundamentalmente en los ingresos aduaneros. Las tiendas estaban vacías y costaba conseguir los artículos más elementales, incluso ciertos alimentos. El invierno, muy riguroso, había arruinado algunas cosechas.

En el verano habían quedado las habladurías acerca de que Rosas dejaría el mando y se retiraría a una de sus estancias. La Legislatura lo había ratificado en su puesto por cinco años más. Y el caudillo federal tenía más poder que nunca.

Dos años antes había impuesto la orden de no articular palabra sin anteponer las frases "¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!". Hacía poco había decretado el uso obligatorio de la divisa punzó, en el tocado para las damas, en el pecho para los hombres, con el lema "Federación o muerte", sin excepción. El gobernador había creado una fuerza especial, los monitores, encargada de controlar el uso de la divisa, que debía ser visible y ostentosa. Los monitores castigaban a los ciudadanos que no portaban el distintivo y, en medio de la calle, les pegaban un parche rojo con cola. No sólo eso, también pesquisaban las casas buscando algún elemento que delatara a sus dueños como unitarios. Bastaba una prenda celeste para enfurecer a los soldados federales.

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