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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (7 page)

BOOK: Bodas de odio
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—¡Ya está! ¡Listo! Estás más linda que una azucena. Espero que el caballero se muera de amor por ti. Y tú por él.

—Jamás. Jamás moriré de amor por alguien que me ha comprado como a una vaca en la feria. ¿Me entiendes, Maria? Jamás.

—¡No, Fiona, no! Debes predisponer tu corazón para él. Tal vez sea un buen hombre que realmente te quiere bien. Si lo combates, sólo conseguirás hacer de tu vida un calvario. Debes hacerlo por el bien de todos.

—Por el bien de
Grandpa
es que hago el mayor sacrificio de mi vida, Maria. Una vez que tenga la certeza de que ese hombre ha pagado todas las deudas de mi abuelo, me escaparé, huiré lejos, donde nadie pueda encontrarme.

Maria se llevó las manos a la boca para no gritar. Abría sus ojos muy grandes y movía la cabeza de un lado al otro negando insistentemente. Es que la sabía capaz de eso y mucho más.

—Pero, Maria, no te pongas así. Tú y Eliseo vendrán conmigo. Jamás los abandonaría —argumentó Fiona, separándole las manos de la boca.

—Lo que se te ocurre, niña. Nunca vuelvas a pensar en algo igual, no debes hacerlo.

La palidez de Maria la asustó. Tanto que le prometió que jamás volvería a pensar en tal cosa. Sin embargo, la idea que acababa de ocurrírsele no le pareció tan mala, y decidió mantenerla en un rincón de su mente para rescatarla en el momento propicio.

—Tienes que tratar de amarlo, niña —insistió Maria, un poco más tranquila con la promesa de Fiona—. Tal vez, con el tiempo, llegues a enamorarte de él, y todo esto que estás viviendo ahora te resulte gracioso.

Fiona la miró dulcemente. Maria era como una madre para ella, una de las personas en la que más confiaba, pero en ese momento su criada no lograba comprenderla. Pensó en tía Tricia; ella sí la entendería. Por desgracia, hacía muchos años que su tía se había casado con un poderoso comerciante inglés y se había marchado con él a Londres.

En ese momento se escuchó la aldaba de la puerta principal. Debía de ser él. Fiona, muy nerviosa, se llevó la mano a la boca y comenzó a chuparse la punta do los dedos; luego, inconscientemente, se estiró los bucles que tanto trabajo le habían costado a la criada; y, por fin, y sin querer, se le cayó la talquera, haciendo un desparramo de polvo en el piso.

—¡Dios mío, el ruedo del vestido está lleno de talco, Fiona! ¡Dios mío! ¿Qué haremos ahora?

—¡Es un poco de talco, Maria! ¡No exageres! ¿Ves? Sacudiendo un poco, se quita —dijo, mientras se agachaba para eliminar el polvo.

—¡No te agaches, Fiona! Vas a reventar el corsé.

Maria la tomó por los antebrazos y la obligó a enderezarse.

—Déjame que yo lo haga.

En ese momento, llamó a la puerta del dormitorio Coquita, una mulata sirvienta de la mansión.

—Que manda a decir el señor don William que la niña Fiona vaya a la sala. Que alguien la está esperando:

Fiona tomó las manos de Maria entre las suyas, que estaban frías, sudorosas, y le temblaban un poco.

—San Antonio, dejo todo en tus santas manos —murmuró Maria.

Y la dejó ir.

Cuando Fiona llegó a la sala, su padre ya no estaba allí. Sólo vio a un hombre de espaldas a ella, observando por la ventana.

—Buenas tardes —dijo Fiona, delatando su presencia.

—Buenas tardes —contestó el caballero, comenzando a darse la vuelta.

—¿Señor de Silva? —frunció el entrecejo, sorprendida y extrañada—. Ah... es usted.

De Silva asintió con una sonrisa en los labios.

—¡Qué confusión! —Fiona trataba de ganar tiempo para poner en orden sus ideas. Presentía que algo horrible estaba a punto de suceder, y no se atrevía a enfrentarlo—. Yo creí que... En realidad, mí padre... Él me dijo que...

Fiona cerró los ojos y tragó saliva, intentando controlar su ansiedad. Sabía que estaba balbuceando como una criatura, y eso no le gustaba.

—¿Es acaso a usted... —dijo un momento después—, que se refería mi padre cuando dijo...? Quiero decir, ¿se trata de usted, señor de Silva, con quien yo...?

La voz se le había convertido en un hilo; el pánico a la respuesta la dominaba. El caballero se limitó a asentir en silencio.

Sin más ni más, Fiona tomó entre sus manos el jarrón de porcelana del aparador y se lo arrojó directo a la cabeza. Ciertamente, no contó con los buenos reflejos de Juan Cruz. El hombre se agazapó y esquivó el proyectil. El jarrón fue a dar justo contra el marco de la ventana y sus fragmentos se esparcieron, en parte, sobre la levita negra de de Silva.

Fiona, en estado de
shock,
no dijo palabra, no respiró, no pestañeó, no se movió. Su mente no podía salir de la confusión en la que había caído; un torbellino, un huracán la habrían conmovido menos. "Dios mío, no él", fue lo que pudo pensar.


Jesus Christ! What's going on here?
—exclamó Brigid al ingresar a la sala. El espectáculo con el que se encontró la señora era de lo más extraño. Un hombre que no conocía se sacudía las últimas esquirlas de porcelana de su levita. Su nieta Fiona lo miraba como a un fantasma. Brigid se colgó las gafas en la nariz: tuvo que admitir que lo que estaba viendo no era producto de su imaginación.

Detrás de la dueña de casa entraron Ana y William. El padre de Fiona quedó boquiabierto al ver los trozos de jarrón sobre el piso de la sala

—¿Qué pasó aquí? —preguntó a su hija, volviendo sus ojos a ella.

Fiona no podía hablar. Se había quedado muda y no apartaba la mirada de de Silva. Nuevamente, sus arrebatos la habían puesto en una situación imposible.

—¿Fiona? —insistió su padre

Fiona no se inmutó. Seguía con la vista clavada en de Silva, que en ese momento, como si nada raro hubiese ocurrido, se dedicaba a recoger del suelo los pedazos del jarrón.

—¡Oh, no, señor! ¡Por favor, deje usted! —Brigid ya estaba junto a Juan Cruz. Le quitó con suavidad el trozo de porcelana de la mano, lo tomó del brazo y lo condujo hasta el sillón.

—Por favor, señora —dijo entonces de Silva, y con una elegante reverencia invitó a Brigid a sentarse.

La anciana le sonrió, halagada, y se sentó. De Silva paseó fugazmente su mirada por los presentes, consciente del suspenso y la incomodidad que se había creado entre ellos. Era evidente que todos estaban pendientes de él.

—Toda la culpa ha sido mía —dijo con sencillez, sin dirigirse a nadie en particular—. El jarrón me atrajo por su colorido y delicadeza. Lo acerqué a la ventana para apreciarlo mejor, y sin que me diera cuenta se me resbaló de las manos. En ese momento entró la señorita. Y como es natural, se ha quedado boquiabierta ante mi torpeza. No sé cómo pedirles disculpas...

Brigid cruzó una rápida mirada con Fiona, que apartó los ojos avergonzados.

—Olvide usted el jarrón, señor de Silva —se apresuró a decir William, que no necesitó ninguna explicación para saber la verdad de lo ocurrido.

El gesto de contrariedad que se dibujó en el rostro de Brigid —aquel jarrón era una antigüedad de la familia valuada en varios cientos de reales— no pasó inadvertida a Juan Cruz.

—No, don William, no es algo sin importancia; para mí es un hecho bochornoso. Debo repararlo de alguna manera.

Sus ojos sesgados se posaron alternadamente en Brigid y en Fiona, todavía ausente.

—Mañana mismo buscaré un jarrón igual —dijo por fin. —No se preocupe, señor... —Brigid advirtió de pronto que con el alboroto ni siquiera sabía con quién estaba hablando.

—¡Oh,
mom,
discúlpeme! ¡Aún no los he presentado! —dijo William mientras se aproximaba a ambos—.
Mom,
él es el señor de Silva, mi amigo personal y socio en algunos negocios. Señor de Silva, la señora doña Brigid Maguire de Malone, mi madre.

De Silva tomó delicadamente la mano de la anciana y la besó.

—Ella es mi hermana menor, Ana —agregó William—. ¡Ah!, y ella es mi hija Fiona.

Fiona clavó los ojos en los de su padre, que bajó la vista.

—Buenas tardes, señorita Fiona. —Desde lejos, de Silva inclinó la cabeza hacia ella.

—Nosotros nos conocimos anteanoche, en casa de misia Mercedes Sáenz, en la tertulia por el Día de la Independencia —comentó Juan Cruz a Brigid.

—Tome asiento por favor, señor de Silva. ¡Y sobre todo, olvídese del jarrón!

El rostro de la anciana había cambiado al comprender que el joven Juan Cruz era un candidato más que potable para poner final al celibato de su nieta.

Entretanto, Ana y William se sentaban cerca de Brigid y de de Silva. Sólo Fiona permaneció de pie, confundida.

—Si me permites,
Grannie,
yo me retiro —dijo, inexpresiva. Ana y Brigid la observaron desconcertadas. William contuvo su furia, y de Silva sonrió con picardía.

—¡Por favor, señorita Fiona! ¡No me prive usted de su presencia! —Juan Cruz se incorporó del sillón. Fue directo hasta Fiona, la tomó de la mano, y la condujo a un taburete cerca de él. La joven no le sacaba los ojos de encima, y de Silva creyó ver chispas en ellos.

Se entregaron a una plática intrascendente de la que sólo Fiona se mantuvo al margen. Al principio logró no pensar en nada. Momentos después, cuando entendió el giro brusco y radical que había dado su vida, la piel se le erizó y su cuerpo comenzó a temblar imperceptiblemente.

—Vamos, hija, toma un poco de té, te sentará bien. Estás muy pálida, querida.

Fiona tomó temblorosamente la taza que le alcanzó su abuela. En seguida, de Silva sostuvo la loza por ella, apoyándola en una mesa cerca de la joven.

—Esta vez no he hecho ningún desastre, doña Brigid. El comentario de Juan Cruz causó la algazara de todos. Fiona, en cambio, lo observó exasperada, a punto de estallar.

Al cabo de una hora, de Silva se había puesto en el bolsillo a Brigid y a Ana. William estaba radiante por el triunfo. La actitud de su hija ya no le importaba; si su madre y su padre lo aceptaban, el matrimonio ya era un hecho. La batalla con Brigid estaba ganada. Ahora sólo restaba impresionar bien al viejo Malone, y asunto arreglado.

—Creo que ya es hora de retirarme, señoras. Ha sido un verdadero placer compartir la tarde con ustedes.

Todos comenzaron a levantarse de sus asientos.

—Señor de Silva, el placer ha sido nuestro. Regrese usted cuando desee —dijo Brigid, cortésmente. Y ansiosa por cerrar el círculo alrededor de la escurridiza Fiona, agregó—: Me gustaría que el señor Malone lo conociera.

—Será un placer —replicó de Silva con galantería. Luego, miró fijamente a Fiona y añadió—: Además, me gustaría volver a ver a su nieta si para usted no es inconveniente, señora mía.

Fiona le sostuvo la mirada, implacable y fría.

—Insisto, señor de Silva, vuelva cuando desee. Las puertas de esta casa están siempre abiertas para usted —aclaró Brigid, para que no quedaran dudas.

De Silva saludó con una leve inclinación, dio media vuelta, y abandonó la sala.

—Además de todo, eres un mentiroso —dijo Fiona entre dientes y con el gesto desencajado.

William sabía bien a qué se refería, pero no deseaba discutir más con su hija.

—¿Por qué lo dices?

—Sabes perfectamente por qué lo digo. —Lo miró fijamente, y en el silencio que sobrevino resonó con fuerza su respiración agitada—. ¡Me dijiste que no lo conocía y que se trataba de un extranjero!

—Es cierto —afirmó William con sarcasmo.

—Pero resulta ser que sí lo conozco. Y que no es extranjero.—Fiona adelantó su cuerpo y se puso las manos en la cintura, desafiante.

—Yo no sabía que lo conocías y... se podría decir que, en cierta forma, es extranjero. No es de Buenos Aires. Además, en algo no te mentí; es muy, pero muy rico.

—¡Mentiroso! Me ocultaste la verdad porque es un bastardo. ¡Es bastardo! ¡Y tiene la lama de un demonio maldito! —explotó Fiona—. ¡Es hijo de una negra o algo así! ¡Por eso me ocultaste la verdad! No puedes hacerme esto, no puedes hacerme esto... —De pronto, su voz desfalleció.

—Te desconozco, Fiona. ¿No eres tú la que siempre pregona la igualdad entre todos? ¿No eres tú la que siempre trata a los sirvientes como sí fuesen de la familia? ¿Qué hay con Maria y Eliseo? Los respetas más que a mí, y no son más que un par de mestizos.

—¡Nó te atrevas a meterte con ellos, maldito embustero! Ellos son diez veces mejores que tú.

—¡Basta! —gritó William, tratando de amedrentar a Fiona—. Ya está todo arreglado. Te casarás con él como sea. Si no lo haces, ya sabes lo que ocurrirá en esta casa.

De Silva volvió. Y lo hizo casi todas las tardes. Cada vez que se presentaba en la mansión Malone, Juan Cruz traía consigo algún presente para los miembros de la familia. Para todos, excepto para Fiona, a quien parecía no importarle. El primero fue un magnífico jarrón de porcelana de Sévres azul marino con delicadas orquídeas dibujadas en laca rosa pálido. Bellísimo, y por cierto mucho más costoso que el que Fiona había hecho volar por el aire. Ana recibió un par de guantes de cabritilla color marfil que Juan Cruz mandó comprar a lo de Caamaño, la tienda más pituca de la ciudad. El viejo Malone también fue sorprendido con un presente: una pipa de espuma de mar en cuya cazoleta estaba tallada con mucha precisión la cabeza de un soldado turco. Sean quedó perplejo al recibir el regalo de Juan Cruz. Hacía años que deseaba una idéntica y en ninguna parte la conseguía. Ni siquiera Tricia, en Londres, había hallado una. ¿Cómo había adivinado aquel hombre su deseo? Nadie podía comprender cómo conseguía cosas tan bonitas en épocas en que, por el bloqueo anglo-francés, hasta comprar alimentos resultaba difícil. Al parecer, ningún escollo se interponía entre Juan Cruz de Silva y sus deseos.

Frente a sus abuelos, Fiona aparentaba ser la jovencita más encantadora de la Confederación. Risueña, conversadora, hasta pícara, se convertía en otra persona cuando la dejaban a solas con de Silva en la sala. Con él era mordaz y atrevida, violenta y resentida. No tenía mayores miramientos en expresarte todo su desprecio. Pero de Silva mostraba la paciencia de un beduino y la seguridad de un magnate. Nada lo importunaba; ninguno de los comentarios o las palabras de Fiona parecían hostigarlo. Siempre de buen talante, no escatimaba sus elogios a los Malone.

—¿Hasta cuándo tendré que soportar esta farsa del galante enamorado? ¿Qué espera para anunciar nuestra boda? ¿Que me enamore de usted, señor de Silva?

Una sonrisa sarcástica, casi enfermiza, surcó los labios de Fiona.

—Eres tan bella cuando sonríes, mi querida.

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