Bosque Frío (20 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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Barba roja. Mano curtida. Puro.

Detalles familiares que no deberían sorprender a nadie, ¡sobre todo en un sitio donde dicen que todo el mundo es su propia abuela¡

O, como le gustaba decir a Casey:

—¡Donde cada hijo de puta es un tramposo innato!

Con nuestras rojas cabezas de rústicos y nuestras ancestrales costumbres de montañeses. De todo lo cual mi papá era otro perfecto ejemplo. Papito Hatch, que sabía un montón de historias de la montaña. Que podía entretener a los demás con cualquier pretexto sin esfuerzo alguno. De aquella manera clásica, rústica, informal. Tú te sentabas a su lado mientras él farfullaba bebiéndose tazas y tazas de claro, con remiendos en los pantalones y una vieja camisa a cuadros, lanzando un salivazo al fuego mientras hablaba sin parar del día que habían ido al pueblo «porque sí». Y donde «todos los de su maldita tribu» se habían «emborrachado como monos».

Contaba historias fantásticas por docenas. Para no hablar de las canciones y de las melodías que salían de su violín. Hornpipes y polcas y gigas a centenares. Pero eso, por supuesto, no debía sorprender a nadie.

Después de todo ¿no era el hermano de Florian?

¿Florian Hatch, el conocido artista?

¿A quien le encantaba bailar hornpipes en los prados detrás de los árboles?

¿Y sacar fotografías con la cámara que había comprado en los Estados Unidos?

Y al terminar, susurrarte amenazador al oído:

—Si dices una sola palabra sobre esto, te mato, pequeño Red. Te mato como la maté a ella.

La chica que, según él, había acuchillado y rajado antes de destriparla y deshacerse del cuerpo. En algún lugar de los Estados Unidos, según el relato.

Claro que quizá no había hecho nada de eso.

Pero ¿quién iba a arriesgarse? A decidir que aquello no era más que otro ejemplo de «cuento chino de las montañas».

Desde luego, no un niño de ocho años. Que daba un mordisco al chocolate mientras el violín chirriaba desaforadamente.

Tratando de no quejarse mientras el arco subía y bajaba.

El presente
16. Los vivos se pavonean, las almas muertas reptan

Slievenageeha Lidl es el nombre del nuevo centro comercial del pueblo y Liebhraus es la empresa constructora. La planta norteamericana de microchips Intel emplea a más de dos mil personas y tiene planes de expansión ya muy avanzados para crear lo que, según se prevé, será un mini Silicon Valley al estilo californiano. Una serie de cruces y pasos elevados y subterráneos se extienden bastante más allá de la montaña. Para dar cabida a los potentes camiones diesel de nueve ejes que pasan tocando la bocina por las autopistas de cinco carriles, eructando grandes nubes de polvo humeante. El Gold Club es para quedarse con la boca abierta. Las cinco plantas están construidas con acero y cristal y puedes conseguir allí todo lo que quieras. Hasta las cinco la entrada es gratis. Es como si hubieran vuelto los días de la fiebre del oro, y allí materializarás tus mayores deseos, sin ninguna restricción, siempre que tengas dinero y la actitud adecuada para gastarlo. Al atravesar sus puertas, encuentras azafatas y maestras de jardín de infancia, ejecutivos mezclados con ingenieros de software, todos bebiendo cócteles de vanguardia, sin siquiera pestañear ante el continuo estriptis de la pasarela o la inevitable cuota de discretas señoritas del oficio. Tampoco se oye mucha música country.

—¡Aquí no queremos rústicos! —te dirán—. ¡Amigo, aquí no hay sitio para los follaovejas!

Los vivos se pavonean y las almas muertas reptan.

Supongo que así tienen que ser las cosas. Como han sido siempre, desde el principio, en los tiempos del Viejo Dios.

—Cuando el mundo no era más que un chiquillo y un servidor ni siquiera había nacido, como solía decir Ned.

En ocasiones, cuando me vienen ganas de dejarlo todo, salgo reptando de este húmedo y oscuro agujero y salgo a dar un paseo por el valle, y dejo atrás el polígono industrial y llego hasta el arroyo viejo y cantarín. El ruido de Liebhraus a veces resulta insoportable: el rugido de las excavadoras y las taladradoras y las trituradoras forman una antisinfonía mundana, prosaica pero de una loca insistencia. Así que resulta agradable sentarse aquí y escuchar el murmullo de las aguas, en el sitio donde, hace tantos años, en tiempos del Viejo Dios, Ned Strange anduvo por primera vez con Annamarie Gordon.

Annamarie Gordon, que había prometido ser su esposa. No sólo convertirse en su esposa sino darle un hijo. Ella quería que sucediera eso, y se lo contó. Quería eso más que cualquier otra cosa. Para que pudieran ser la familia Strange al completo. Y que él pudiera ser su orgulloso y babeante padre. Su «Papito».

—Será muy bonito —dijo—, «Papito Strange», te llamará nuestro hijo. Y tú serás un gran padre. Te amo, Ned, y siempre te amaré. ¿Sabes cuánto te amaré? Te amaré hasta que se sequen los mares. Hasta que se sequen los mares y los ángeles se marchen del cielo. Todo eso te amaré, y más.

Fue en honor al recuerdo de aquel niño que nunca nacería que un día, después de estar sentado en la orilla del arroyo, me puse a preparar una pequeña cruz conmemorativa. Había visto a mi madre hacerlas con juncos en el lejano pasado, cuando yo era muy pequeño. Antes de que ella muriera como un ángel en la capilla.

Pero yo no soportaba volver a pensar en eso. Lo único que quería era poner mi cruz sobre la hierba del cementerio, en honor al dulce «nonato». Arrodillarme en aquella hierba y susurrar una silenciosa plegaria. Así que preparé mi monumento y salí a cumplir mi misión.

Ya había empezado a nevar mientras avanzaba por el valle. Llegaba la nieve a rachas mientras yo clavaba la cruz en el suelo frío y pedregoso. Marcando el sitio donde nunca existiría nada.

Porque, claro, Ned Strange nunca tuvo un hijo. No, Annamarie Gordon nunca dio a luz a ningún «pequeño Owen», ni para Ned Strange ni para ningún otro.

Ni Catherine Courtney se lo dio a Redmond Hatch. Ningún niño para parejas cuyo amor se había convertido en polvo.

Por eso escribí a mano, sobre el centro de la cruz:

PEQUEÑA ROSA DE LA INTEMPERIE:

¡te hubiéramos querido tanto!

Q.E.P.D.

00 d.C - 00 d.C.

—El más querido de todos y que nunca llegó a existir: un amor que murió antes de nacer. Pequeño Owen. Redmond Hatch y Catherine Courtney.

Susurro esas palabras para mis adentros por la noche. Mientras estoy aquí tendido, escuchando su aliento tenso y codicioso. ¿El aliento de quién?

Vaya, de Su Eminencia Ned Strange: el Hijo de la Perdición, Rey del Aire. Que ahora —y aparentemente para siempre— va a ser mi vecino más próximo. Algo que no debería sorprender a nadie. No en una comunidad famosa por lo unida que está. No en un sitio que algunos llaman «la Montaña del Incesto».

Nombre acertado donde los haya, ahora que Ned y yo estamos tan cerca que él se da cuenta de todo lo que pienso. Antes incluso que yo. Al fin y al cabo, es un hombre muy poderoso. ¡Si hasta puede predecir el futuro!

—¿Qué esperabas exactamente? —me dice—. No puedes decir que no te lo advertí. Te prometí algo espantoso y algo espantoso es lo que has conseguido. Ni más ni menos que lo que era de esperar.

Eternidad
17. Pequeño Red, la rosa de la intemperie

Era el 22 de febrero de 2004 y no cabía ninguna duda: Redmond Hatch era el hombre más feliz de la Tierra. Estaba radiante de felicidad cuando subió al metro que lo llevaría a Kilburn, un barrio residencial del norte de Londres. Y se puso a recorrer las calles donde en su día había residido durante tres años fructíferos y maravillosamente felices. Silbando distraídamente mientras iba por la calle principal, se sentó en un banco de madera de Queen's Park y se puso a dar de comer a las palomas. Como había hecho en otro tiempo con su querida hija Imogen.

—Háblame de bosque frío —le oyó decir—. Háblame de nuevo, papá. Y Redmond Hatch se lo describió con lujo de detalles. Hasta la Princesa del Invierno con su largo y blanco vestido de satén. Y los petirrojos que custodiaban sus portales salpicados de nieve.

—¿Has visto alguna vez llorar a un petirrojo? —le había preguntado su hija.

—No —respondió él—, porque en bosque frío son felices.

En cuanto lo hubo dicho, Redmond Hatch descubrió que estaba temblando, por una estupidez: acababa de imaginar que un vagabundo barbudo que pasaba por delante se parecía nada menos que a Ned Strange. Le había preocupado por un momento que hubiera pensado semejante cosa. A esas alturas, después de tanto tiempo. Pero logró convencerse de que la idea era una verdadera idiotez. Que pertenecía a un tiempo lejano y olvidado. Un tiempo de estrés y tensiones ¡nacionales. Cuando se había visto enzarzado en una lucha con alguien que, para empezar, no existía. Volvió a mirar y, como era de suponer, el vagabundo había desaparecido. Redmond sacudió la cabeza, reflexionando de buen humor sobre lo absurdo de la situación.

Había sido un largo viaje, se dijo mientras regresaba a la estación de Kilburn y el metro traqueteaba por el norte de Londres. Y a veces un viaje difícil. Pero a pesar de todo había valido la pena. Un rostro distorsionado en la ventanilla de enfrente le llamó de pronto la atención. Casi con agresividad, levantó la cabeza y lo miró de manera directa, captando lo que era: el cansado y curtido semblante de una vagabunda debajo de una capucha de plástico. Soltó una pequeña y feliz carcajada íntima, pensando en cómo una banalidad común y corriente se hubiera llenado en otro tiempo de sentido, con repercusiones preocupantes y quizá incluso peligrosas. Apoyó las palmas de las manos en los muslos y miró a la anciana, experimentando de nuevo el lujo delirante de la tranquilidad, mientras el tren empezaba a frenar al acercarse a Bond Street.

Porque era un momento de gran triunfo personal para Redmond Hatch, de verdaderos y envidiables logros y éxitos. Tendencia que continuaría esa misma noche, ya que su documental Estas son mis montañas había sido nominado en cuatro categorías distintas de los premios de cine y televisión celtas que serían entregados esa noche en una función de gran gala en el Grosvenor House Hotel. Le hubiera causado una gran alegría que lo acompañara Casey. Pero últimamente ella había estado actuando de forma un poco rara. La presión del trabajo, había respondido ante su pregunta.

—Éstas son mis montañas —oyó que declaraba el jurado—, es una anatomía de una sociedad en cambio constante, una visión magníficamente detallada del viaje desde la atmósfera casi medieval de la Irlanda rural de los años treinta hasta el boyante país posmoderno europeo de hoy, y debe reconocerse como una obra apasionada y fundamental.

Redmond se sintió emocionado por esos elogios y también por el análisis de los jueces, que le pareció a la vez informativo y perspicaz. Por lo tanto se sorprendió bastante cuando, al volver del lavabo de caballeros, se encontró presa de un ataque de pánico de tal gravedad que le desdibujó la visión y le debilitó las piernas hasta tal punto que no tuvo más remedio que volver al baño. Allí sentado, mientras se le cubría la piel de sudor frío, oyó una voz inconfundible:

—Redmond, soy yo, Edmund. Te estoy esperando, Redmond. Pronto estaremos juntos. En las colinas.

Rogó fervientemente que pasara el ataque. Pero entonces, aún más tentador, llegó a sus oídos un suave susurro:

—¿Qué más puedo hacer, mi verdadero y dulce amor, que protegerte del viento y de la intemperie?

Tenía los dientes apretados y le palpitaba el corazón. Se dio cuenta de que también se le estaba empapando la camisa. Trató de levantarse pero se quedó en el cubículo durante un tiempo considerable con la cabeza apretada entre las manos. Empezó a temer que esas sensaciones no sólo no desaparecieran después de un tiempo razonable sino que pudieran adueñarse de él para siempre. Pero por fortuna ocurrió algo distinto: el ataque poco a poco empezó a perder fuerza y su valor se fue reafirmando.

Y cuando reapareció en el magnífico comedor de gala, nadie hubiera sospechado que le había ocurrido algo malo. Se sirvió una copa de champán, y mientras bebía, sin pensar, decidió llamar a casa y hablar con Casey. Para su sorpresa, no tuvo respuesta. Los intentos siguientes resultaron igualmente insatisfactorios. ¿Qué importa?, se justificó a sí mismo, quizá se haya quedado dormida. Volvió pavoneándose al centro del salón, dispuesto a disfrutar al máximo de lo que quedaba de aquella noche especial.

—La puedo llamar más tarde desde el hotel —se dijo.

No obstante, la fuente de su inquietud se negaba a desaparecer, y descubrió que volvía a ponerse irascible, criticando primero las bebidas y después la comida, para aburrida consternación de los camareros. Por más que se esforzara no entendía por qué podría estar dormida. Volvió a consultar el reloj. No era tarde: poco más de las once. Casey casi nunca se acostaba antes de las doce. Levantó la mirada y vio que uno de los jueces se acercaba rápidamente.

—Es Sinclair Evans —le dijeron—, alguien que realmente adora tu trabajo. Otro celta, por supuesto, señor Tiernan.

Fue un maravilloso golpe de suerte encontrar a alguien como Sinclair Evans: uno de los hombres más especiales e informados que Redmond había conocido. Sus conocimientos, no sólo del cine sino del mundo del arte en general, eran muy impresionantes. Redmond se podría haber quedado escuchándolo toda la noche. Y lo hizo. Ambos estaban bastante achispados cuando la velada empezó a tocar a su fin. Pero había sido fantástica. Una velada maravillosa de verdad, pensó Redmond. Incluso le costaba recordar el «ataque de ansiedad», o como quisiera uno describir la irritante molestia, que era en lo que había quedado.

Como consecuencia de todo lo cual, a pesar del agua y el viento, no podía estar más contento cuando se encontró con el premio en una bolsa de plástico delante del Metropole Hotel de Edgware Road, y le dio una generosa propina al taxista africano. Se detuvo un momento para guardar el cambio. A lo lejos retumbó hoscamente un trueno, seguido del ruido de pasos secos y entrecorta dos. El joven de capucha que apareció de repente dudó un instante antes de echarse a correr.

—¿Por qué no te quitas de en medio? —le oyó gritar Redmond, tropezando con torpeza, perdiendo las monedas que tenía en la mano.

—¿Qué te pasa? —le gritó—. ¡He dicho qué coño te pasa!

Se sorprendió al ver que el joven se detenía y lo miraba amenazador. Entonces, de pronto, apareció otro joven.

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