Bosque Frío (16 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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Es tradicional que todas las Navidades los taxistas ofrezcan una fiesta a los niños del Orfanato de San Judas, la escuela del lado norte que suele usar nuestros servicios. Cada uno de los taxistas se encarga de llevar un regalo, así que fui al centro a comprar el mío. Era un día hermoso, de los que tanto me gustan, frío y despejado, y todo el mundo iba con bufanda y abrigo de cuello peludo abrochado hasta arriba. Parecían muy seguros de que serían unas Navidades blancas. En todo caso, las principales cadenas de tiendas no necesitaban que las convencieran, ya que la famosa canción de Irving Berlin salía por todas sus puertas.

Nunca olvidaré aquellas primeras Navidades en el Soho, no sólo por el tiovivo con luces de colores, que por cierto también había estado tocando «White Christmas», sino por la cálida y entrañable sensación que impregnaba el propio Soho.

La gente te dice que los ingleses son distantes, pero en toda clase de encuentros he descubierto que son todo lo contrario: encantadores aunque un poco tímidos, pero siempre más que dispuestos a participar en juegos y canciones. Daba la sensación de que había algo de eso en cada pub que encontrábamos.

—Todo el mundo se divierte, ¿verdad, papá? —recuerdo que dijo Imogen, estremeciéndose. Estremeciendo de placer casi incontenible.

Recuerdo que había quedado en buscar a Catherine en la French House de Dean Street, y cuando Immy y yo llegamos nos encantó ver que ya estaba allí. Preciosa con su bufanda salpicada de nieve y con una gran pila de regalos a los pies. En cuanto me vio se acercó y me besó. Y entonces, ¿quién entró? ¡Un feliz cuarteto de coristas de mejillas sonrosadas!

Esas fueron las primeras Navidades que significaron algo para Imogen. Antes de eso, no tenía mucha idea. Pero ahora sí. Sólo hablaba de una cosa: «Navidad, Navidad, Navidad».

—A mi amiga Emma le regalan My Little Pony —me comentó, no una, sino por lo menos una docena de veces.

Después de eso, a la primera oportunidad fui directo a la juguetería Hamleys y compré uno de esos ponis para la bolsa de Santa Claus. Pinkie Pie estaba pintado de colores fosforescentes, con una larga crin del más lustroso rosa infantil. Hasta tenía esos inocentes ojos tímidos, de pestañas negras y rizadas, ridículamente largas. Todos los niños estaban locos por ellos. Lo escondí prudentemente debajo de las escaleras. Esa noche tuve un sueño de lo más tonto: sonaba la jovial sintonía del programa mientras Immy y yo íbamos por el cielo, pasábamos junto a los Care Bears de la tele y nos perdíamos de vista más allá del sol.

—¡Mira, Pinkie Pie! ¡Son tus amigos los Care Bears! —oí que gritaba Immy mientras se agarraba a la larga crin de My Little Pony como si le fuera la vida en ello.

No sabía bien qué regalo comprar para la rifa del Orfanato de San Judas, así que al recordar a Pinkie Pie pensé: ¿Por qué no? En realidad, decidí comprar dos: uno para Immy y otro para la rifa.

—¿Cómo estamos hoy? —bromeó jovialmente la dependienta mientras envolvía los regalos de Navidad—. ¿Disfrutando de las Navidades?

—Claro que sí —respondí con una sonrisa—. ¿Y usted?

—También, señor. Mucho. Dicen que estas Navidades quizá sean blancas.

—Eso parece —dije mientras levantaba la nariz y aspiraba con placer.

Al salir por la puerta estuve a punto de chocar con un grupo de juerguistas islandeses cargados de cajas y paquetes. Todos nos disculpamos al mismo tiempo antes de que volviera a tragarnos la muchedumbre.

¡Y qué gloriosa muchedumbre!

Cuánto había cambiado Dublín, pensé, desde los florecientes días de principios de los noventa, cuando Temple Bar no era más que un grupo de almacenes vacíos habitados por indigentes borrachos y por actores demacrados y empobrecidos. La reluciente púa de acero que había reemplazado la columna del almirante Nelson, demolida hacía mucho tiempo, parecía encarnar atrevidamente la esencia de la nueva era: prístina, anodina pero llena de espíritu resuelto e innovador. Ahora daba la sensación de que los tiempos de las reverencias y la mirada baja y las maletas de cartón no habían existido nunca. O que, si habían existido, había sido en algún país semidesconocido de la Europa del Este, cuyos emigrantes tratamos con condescendencia. El aeropuerto estaba tan concurrido que a veces parecía que apenas lograse funcionar. Muy poco que ver con la época en la que Catherine y yo salimos por la puerta B21 junto con otra pareja de rezagados blancos como la cera, tan tristes y serviles como sus avergonzados, confusos y abatidos antepasados. Ahora todo eso quedaba en el baúl de los recuerdos, arrojado con desdén al cubo de la basura.

La sensación de triunfo en la ciudad era palpable, y se percibía que se estaba renovando para practicar nuevos asaltos al futuro. En la ciudad capital del dos mil y pico, sobre todo ahora que era Navidad, resultaba muy agradable estar vivo.

Al regresar a la base de Aungier Street, ¿qué encontré para mi total y absoluto asombro? Uno de los taxistas hojeaba sin más ni más mi libro Donde viven los monstruos como si fuera el dueño.

Ese único incidente basta para ilustrar cuánto han cambiado las cosas: no en Dublín, sino en mí, psicológicamente. En otra época hubiera sido muy posible —muy probable en realidad— que esa situación se volviera sumamente desagradable.

Pero ahora no. Sobre todo en Navidad, por Dios.

Lo tranquilicé diciéndole que no tenía ninguna importancia. Sabía que debía de haber una explicación lógica. Resulta que sí la había. El pobre hombre se deshizo en disculpas, tanto que resultó embarazoso. Y estaba bien, porque ¿qué había hecho yo? Había puesto una estúpida dedicatoria en la portada. Y por si eso no fuera ya lo bastante malo, había cometido la simpleza de escribir también mi propio nombre.

«Con amor, besos, papá Redmond».

Fue un momento tenso.

—No te preocupes —dije, cerrando la bolsa.

Me di cuenta de que me miraba con ojos de lince.

—¡Listo! —dije como si tal cosa, echándomela al hombro.

—Lamento el malentendido —sonrió—. Nunca hubiera tocado a sabiendas las cosas de otra persona.

—¡Claro que no! —respondí con una sonrisa—. ¿Acaso no somos todos amigos?

Mientras salía a zancadas por la puerta, raspándome la palma de la mano con las llaves.

Fue una carrera corta hasta San Judas, pero todo el trayecto fui rígido y preocupado.

—¡Mierda! —repetía—. ¿Cómo pude haber sido tan estúpido?

Pero intenté pensar que lo más probable era que no pasara nada.

—¿Cuántos Redmond habrá en Irlanda?

Me lo fui repitiendo. Pero seguía sin convencerme, y lo sabía.

Quería quedarme hasta el final de la entrega de premios, pero el pequeño tullido fue más de lo que pude soportar. Todo anduvo bien hasta que lo subieron al escenario.

—¡Ay, pobrecito! —dijo la mujer que tenía al lado cuando le entregaron el regalo.

Era Pinkie Pie Pony en una caja transparente. Balbucí una excusa, salí por la puerta trasera y fui a vomitar a un rincón del ancho patio de grava.

Después de un vodka doble en un bar cerca de la escuela, subí al coche y fui directo a bosque frío. Me ayudó mucho quedarme allí sentado, sabiendo que mi niña estaba cerca, y las lágrimas me rodaban por la cara mientras tarareaba «Cintas escarlata» en voz baja.

Después de aquel incidente en San Judas tuve un sueño horrible. Aún no soporto pensar en él. Está Catherine, vestida con aquel andrajoso y atrevido camisón. Se ha pintado como no la he visto nunca. Yo estoy acostado debajo de ella, y cuando se inclina para besarme siento su aliento cálido y unas extrañas y lejanas voces que empiezan a cantar en un coro angelical «Ojalá nunca», y lo hacen de una forma tan inquietante que en vez de alegría dan miedo, y luego se entiende por qué, pues al volver a mirar no es Catherine quien está allí sino Ned. No es Catherine, es Ned Strange quien se menea hacia delante y hacia atrás. Que se menea hacia delante y hacia atrás mientras me susurra con suavidad al oído:

—Recuerda lo que te dije: «Cuando suceda, ¡te enterarás¡»

Con el fin de preparar mi documental para la RTE yo había hecho varios viajes de reconocimiento al valle, y esas primeras salidas están entre mis recuerdos más entrañables. Ahora que Casey y yo nos habíamos comprometido a tener un hijo, ése era nuestro mayor deseo.

—¿Qué nombre le pondremos si es niño? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo, un poco distraída.

—¡Le pondremos Owen! —exclamé con entusiasmo.

—El pequeño Owen —sonrió palmeándose la barriga todavía plana con voz tranquilizadora—: ¡Nuestro único e incomparable pequeño Owen!

¡Era tan buena conmigo en esa época! Como una madre a veces. Lo que resultaba irónico, siendo tan hermosa y escultural y deseable y todo lo demás. Por la mañana me tenía lista la ropa y hasta preparado el bolso del ordenador portátil, sabiendo que si lo dejaba en mis manos me olvidaría de algo. Éramos como un par de adolescentes cuando me llevaba a Heuston Station e insistía en acompañarme hasta el tren, y se quedaba allí hasta que sonaba el pitido.

Mirando hacia atrás, supongo que tendría que haber sido un poco más perspicaz. Tendría que haberme dado cuenta de que ella se esforzaba demasiado. Pero supongo que si alguien me lo hubiera señalado en aquella época, yo con toda probabilidad me habría negado, tercamente, a creer una sola palabra.

Cuando Catherine soltó el grito en el asiento trasero aquel día, al doblar hacia Parnell Square, me dio un susto tan grande que casi me dejó sin habla. Diría que por lo menos durante diez minutos. Es que no esperaba que me reconociera. Al menos no tan pronto. Con la barba y la gorra de béisbol y tal. Sí, me desconcertó por completo. A nadie le gusta levantarle la mano a la mujer, esté o no separado de ella. La mujer que amas, la madre de tu hija. Por muchos malentendidos que haya.

—Dios mío, Catherine, lo siento —dije.

Pero sus gritos de pánico lo trastocaron todo. ¿Por qué había hecho yo eso?, me pregunté. No sabéis lo mal que me hizo sentir. Catherine cayó sobre los comestibles y quedó desplomada en el asiento.

—Todo se arreglará, cariño —dije—. Tú y yo y el pequeño Owen e Immy. Después de esto, se acabaron los problemas.

Escuchando su resuello, algo irregular al principio pero cada vez más estabilizado, empecé a darle palique y, despacio pero con seguridad, me fui sintiendo mejor. Poco a poco, todo a su tiempo, mientras recuperaba el juicio y me obligaba a relajarme y a no cometer el mismo error de nuevo. El que había cometido con Imogen, quiero decir.

Así que continué hablando, manteniendo un diálogo constante que era amable y fluido y agradable: quería tranquilizar a Catherine. En mitad de la historia me vi fugazmente en el espejo retrovisor y por primera vez fui consciente de la facilidad, de la ridícula facilidad con que, con aquella gorra de béisbol, podría haber pasado por Ned Strange. Los rizos rojos cobrizos sobresalían por debajo de la gorra. ¡Literalmente podría haber sido el hermano gemelo de aquel hombre!, pensé.

Lo cual confieso que me alarmó por un momento, cuando pensé en el efecto que podía tener sobre los pasajeros. Pero estaba bastante seguro, al mirar hacia atrás, que la mayoría ya habría olvidado al viejo idiota. Los pervertidos como él salían en las noticias todos los días. Ned Strange no era más que otra antigualla, un recuerdo olvidado de un país que prácticamente había desaparecido con la llegada del mundo moderno. No había absolutamente nada de qué preocuparse.

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10. La historia del pequeño Red

Cada vez que Casey no estaba, yo compraba una botella de vino y me sentaba en el invernadero a pensar. Sobre lo lejos que habíamos llegado y cómo yo había triunfado a pesar de los pesares. Lo cual era mucho si te había tocado nacer en un sitio como Slievenageeha.

—Patria de los endogámicos —reí mientras bebía—. ¡Valle de los paletos!

Intenté recordarlo para decírselo a Casey en cuanto llegara a casa.

—¡Valle de los paletos! —la oía reírse mientras compartíamos una copa—. Hiciste muy bien al irte de ese sitio. Hiciste bien al abandonarlos, a ellos y su rencor y sus ridículas suspicacias y su hostilidad hacia el ancho mundo que se extiende más allá de su montaña: en otras palabras, querido, el mundo civilizado. Donde los padres y los hermanos no se follan a sus hermanas y las madres no mueren de hemorragias cerebrales después de recibir palizas de bestias que las dejan al borde de perder sus pobres y desdichadas vidas.

—¡Valle de los paletos! —me reía cuando ella lo decía. Aunque me doliera un poco en el fondo. Porque al fin y al cabo era mi sitio de origen. Y, me gustara o no, me había criado allí. Érase una vez, ¿acaso no había sido yo un niñito sin ningún poder de decisión sobre su lugar de nacimiento? Sí, había sido un niñito con su padre y su madre, aunque no hubiera vivido con ellos durante mucho tiempo. Cuanto más pensaba en eso más tristeza sentía. Era como una historia triste que daba ganas de llorar y berrear.

Me alegraba de que Casey no estuviera allí y me viera, mientras iba consumiendo botellas de vino y, créase o no, toda una caja de Kleenex, lo que no es poco. Algo que, estoy seguro, a mi mujer no le habría gustado ni pizca.

Pero yo ya estaba bien cuando ella regresaba. Había conseguido quitarme todo aquello de encima. Era imposible darse cuenta de que yo había estado pensando largo y tendido sobre la historia del «pequeño Red», una historia triste y lacrimógena de un olvidado valle de las montañas.

Esta es la historia. El pequeño Red vivía en el valle de las montañas. Vivía en el valle con su papá y con su mamá. Pero un día se decidió que no viviera más con ellos. Estaba sentado junto al fuego de la cabaña calentándose las manos cuando, de repente, apareció una gran sombra que se alargó por el suelo. El niño se sorprendió porque no esperaba nada parecido. La sombra resultó ser la de un sacerdote. En esos lejanos tiempos era costumbre de los curas llevar sombrero. Un sombrero especial de sacerdote, de ala ancha. El cura llevaba uno de esos sombreros y un enorme misal encuadernado en cuero en la mano. El cierre era de oro. Se detuvo un segundo antes de decir:

—Pequeño Red.

Todo el mundo llamaba así al niño. Aunque estaba sentado junto al fuego donde hacía calor, seguía con el abrigo nuevo puesto. El de los botones grandes y el cuello de terciopelo marrón. El que su madre le había comprado en Burton's, en la ciudad. El sacerdote le tocó el cuello.

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