Bosque Frío (6 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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Hay un pub del otro lado de la calle y desde allí veo su casa. He visto a Catherine varias veces. La primera… fue muy duro. En realidad, para ser sinceros, fue insoportable. Imogen va ahora al Holy Faith Convent.

Poco después de que Catherine empezara a estudiar en el Willesden College, cada vez que algo insignificante que yo había hecho la molestaba un poco, empezaba con esas discusiones. Sobre todo si estaba medio achispada o ebria. Entonces salían esas cosas.

—¿Alguna vez se te ocurrió que podías tener un problema con las mujeres, Redmond? ¿Un talante anticuado, como aldeano? ¿Que tiendes a idealizarlas un poco en tu interior? ¿Que, de algún modo, en tu interior, son ángeles o…?

No recuerdo que terminara la frase. No hacía falta: yo sabía lo que quería decir. Entendía que algunas cosas mías podían molestarla, pero aquello escapaba a mi comprensión. Porque cada vez que la miraba o que miraba a Imogen no veía otra cosa.

Los ángeles más bellos de toda la cristiandad.

«Putas» es la palabra que no usaba en la frase. Lo que quería decir era si yo consideraba putas a las demás mujeres. Si me lo hubiera preguntado mi respuesta hubiera sido que no.

Porque la verdad era que no pensaba en ninguna otra mujer. Nunca lo había hecho y nunca quería hacerlo. Tenía en casa a todas las mujeres que necesitaba. Aunque, como había señalado a menudo Ned, hubiera estado bien tener un hijo. Hubiera estado bien tener la oportunidad. Pero eso no justifica que le levantes la mano a tu mujer. Cosa que Ned había hecho.

Lo sé porque me lo contó.

La pareja de Catherine trabaja en el sector financiero, en el Centro de Servicios Financieros del centro de la ciudad. Cuando estoy deprimido tengo la necesidad de imaginar que Catherine ha ido cada vez a peor.

Pero no es verdad.

He oído decir que ciertas mujeres tienen una cualidad: que con los años se vuelven más atractivas. Más refinadas y… con más clase, o algo así. No lo sé. No estoy seguro. Pero si alguien la tiene es Catherine Courtney. No siguió con su amigo maltés. No sé por qué. No conozco los detalles. Lo único que sé es que rompieron poco después de volver a Dublín. Supongo que a él no le gustaba Irlanda. Al cabo de un tiempo, Catherine conoció a otra persona.

¿Le hablará de él a su nueva pareja? ¿Le contará que ella y el maltés hacían el amor todos los miércoles?

Mientras, yo recorría las calles mojadas de Londres recogiendo artículos rechazados, soñando con tener otro niño con ella, devanándome los sesos en busca de ideas para escribir algo que nos diera un poco de dinero.

—Owen —susurraba yo, sin dejar de caminar.

Mientras, ella asistía a sus clases de «Estudios Femeninos» que tenían lugar en Willesden tres noches por semana. Tras las cuales asistía a sus clases de «maltés».

¿Le hablará alguna vez de eso a Ivan?

¿Le hablará de mí?

La renovada fiebre del fútbol hizo que se despoblara la ciudad. Irlanda jugaba contra Albania en la fase clasificatoria para el mundial, decía la radio. Los papeles volaban tranquilos, los timbres de alarma sonaban con desolación. Era como si acabaran de tirar una bomba de neutrones. Trataba de no pensar en Strange.

Y mucho menos en lo que había hecho.

Cuando pensaba en eso estaba a punto de vomitar.

Después tomaba unas copas y veía que todo era absurdo: sentado en un pub, preocupado por algo que no eran más que síntomas, fruto del estrés.

—¡Fantasmas! —decía riéndome.

En una ciudad moderna, en pleno día. Era ridículo.

—¡Ned! —me oía decir entre carcajadas—. ¡Por Dios, Redmond… quiero decir, Dominic…, de qué demonios hablas!

Y eso resolvía las cosas. Casi notaba que había vuelto a la normalidad. A sentirme como cuando había empezado a trabajar: un hombre feliz, despreocupado, de poco más de veinte años; lleno de fe y de confianza en el mundo y en la posibilidad de que ocurriera todo tipo de cosas maravillosas y estupendas. Me encontraba con aficionados al fútbol y nos reíamos un rato. Una vez me emborraché con un grupo y lo pasé bomba dando vueltas a una bufanda con los colores de Irlanda y gritando «¡Olé, olé, olé!» con el mismo aplomo y la misma euforia que los demás. Recuerdo que, en medio de todo eso, dije con desprecio:

—¡Es un maldito y mentiroso pervertido y siempre lo fue! ¡Sólo un idiota como yo lo pudo haber tolerado, a él y sus odiosas manipulaciones!

Recuerdo que pensé que, si apareciera en ese momento, me sobrarían fuerzas para hacerle frente. Para despreciarlo de manera flagrante y reírme en su cara mientras él se escabullía avergonzado, mostrando cómo era de verdad.

Porque Ned Strange no era nada, y nunca había sido otra cosa que un cobarde. Ahora lo sabía y ya no me quitaba el sueño. Para ser sinceros, hasta había dejado de pensar en él.

—¡Fruto del estrés, eso y nada más! —grité, para diversión de algunos de los juerguistas—. ¡Muchachos, sólo ha sido el estrés…!

Pero no era esa la sensación que tenía al amanecer del día siguiente. Me desperté con frío y temblando, mientras en la ventana las cortinas se hinchaban en silencio. Tardé más o menos un minuto en darme cuenta de que los cristales los habían roto desde fuera. Estaban esparcidos por el suelo. Sabía que debía llamar al portero para que lo arreglara, pero había bebido demasiado y cuanto más pensaba en el problema menos podía contarlo.

Al final arrimé contra la ventana una caja de cartón e hice todo lo posible por dormirme de nuevo, pero no funcionó.

Me levanté y anduve de un lado para otro durante una hora. Hojeé una vieja revista. Había dentro un artículo sobre la belleza de Yugoslavia, escrito hacía mucho tiempo, en los años cincuenta. Parecía casi el paraíso, y no sabéis cuánto envidié a las figuritas que se divertían en la playa de aquel sueño en Kodachrome. Hacía lo posible por perderme en sus páginas, pero cada dos por tres, a mi pesar, miraba hacia la puerta, convenciéndome de que había oído algo en el rellano. Al final, por fortuna, logré convencerme de que todo era una tontería.

Parecía tan estúpido.

Levanté la cabeza y olí el aire con confianza. No había el más leve tufo a vaho, a humedad ni a nada parecido. Ninguna señal de que Ned Strange estuviera en el edificio o ni siquiera cerca. Vaya ideas que se te meten en la cabeza, pensé.

Ahora me costaba contener la risa al pensar en ello, en lo ilógico que puedes ser en momentos de dificultades personales. Después de tantas angustias, al final dormí como un lirón. No me desperté hasta bastante después de las doce.

Sin embargo, por si acaso, fui al médico, que me recetó unos somníferos:

—Le daré difenhidramina CIH, veinticinco miligramos. Tómese dos cada noche.

—Gracias —dije, pensando en The Unicorn. Ese era el restaurante en el que comían ella e Ivan. Los había visto entrar allí varias veces.

El médico me dedicó una sonrisa condescendiente y salí del consultorio. Tomé las pastillas, que no me hicieron ningún efecto.

Perdí la noción del tiempo y terminé aún más temeroso y trastornado —si es que eso era posible—. Fue sobre todo por eso por lo que recurrí a la religión. Ya no aguantaba más. Conocía una iglesia en Harold's Cross y empecé a ir todos los días. Buscando a alguien, a cualquiera, que hiciera por mí lo que no habían logrado las pastillas. Regularizar mi vida, disipar aquella omnipresente y devoradora incertidumbre. Recibirme en sus amorosos brazos. Pensé que quizá Jesús podría hacerlo. Pero descubrí que me equivocaba. Jesús era perezoso. Daba demasiadas cosas por descontadas. Era como si Jesús pensara: «Me basta con estar aquí, subido a la cruz, repartiendo miradas supuestamente compasivas. Y mientras tanto, todo el trabajo tienes que hacerlo tú». Pues no, a mí no me pareció que con eso bastara. Lo siento, pero la verdad es que para mí no bastaba.

Ya nadie piensa en la religión. Un puñado de formas andrajosas, acurrucadas, bordean las oscuras profundidades de los claustros, y deambulan por fuera junto a fachadas de granito barridas por la lluvia, arrastrando los pies como si ya estuvieran muertos. Perros callejeros perdidos merodean sin rumbo pasando por delante de las oxidadas puertas de los cementerios, mientras el musgo marchito se aferra a las viejas y derrotadas ermitas mañanas. Los sacerdotes parecen encorvarse bajo el peso de la culpa, deslizándose sumisos por las calles, llenos de vergüenza. Muchos de ellos han sido condenados por el mismo delito que Ned Strange.

El sacerdote con el que traté era bondadoso y atento. Pero parecía agotado e increíblemente cansado. En tono algo ausente, me informó de que lo único que yo necesitaba era perseverancia. Perseverancia y tiempo, me aseguró, sonriendo con escasa convicción. Sentí lástima por él, pero de todos modos me fui dejándolo a medio sermón.

Era un día ventoso en Harold's Cross Road. La lluvia avanzaba en ráfagas hacia la ciudad mientras yo me pegaba a la reja del cementerio, temblando de pies a cabeza, y las gotas se mezclaban con las lágrimas que me corrían por la cara.

—¡Recuerda que, al haber contrariado la voluntad de Dios y optado por la iniquidad, sólo tú serás responsable de las consecuencias! —oí, y sentí miedo.

Pero en el fondo no me importaba. Sabía que ya no tenía elección. Sencillamente no tenía otro sitio adonde ir.

—¡Sí! —grité—. ¡Claro que sí!

Me estaba observando una mujer. La fulminé con la mirada: «¡No te atrevas a acercarte!»

Estaba empapado en sudor. En los labios se me había formado una espesa capa de saliva. Sentía ganas de dar media vuelta y escupir a la iglesia. Por mi cuerpo iban y venían oleadas de frío y calor extremos, y por la nariz me brotaba una cascada de sangre tibia.

—Redmond —oí decir, un suave susurro en el viento—. Sabes que puedes confiar en mí. Yo te cuidaré. Hasta que no quede un solo guisante en la olla, hasta que los ángeles abandonen las sagradas moradas del cielo.

Por primera vez en años tuve la sensación de estar donde debía.

—Gracias —respondí con alegría mientras la brisa se llevaba mi voz y yo me aplicaba en la cara el pañuelo empapado de carmesí.

En contra de lo que era de esperar, dadas las circunstancias, sumido en aquel estado que sólo se puede describir como próximo al delirio.

Cuando volví a mirar, la mujer había desaparecido y el autobús seguía chapoteando hacia la dorada y luminosa ciudad.

Durante todo aquel verano recé y recé a alguien que lo sabía ahora en el fondo del alma no me fallaría. Una levedad tranquilizadora se había apoderado de mi corazón y poco a poco fui sintiendo que me quitaban un enorme peso de encima. No puedo describir lo agradecido que estaba. Fue una renovación del espíritu tan espectacular que, gradualmente, empecé a pensar en serio en la posibilidad de que un día Catherine y yo pudiéramos volver a vivir juntos.

Hasta el punto de escribir una carta:

A Catherine e Imogen, de Redmond, vuestro amante esposo y padre.

Hoy, por primera vez, me sorprendí pensando que quizá podamos dejar atrás el desierto. Quizá podamos volver al sitio que conocíamos tan bien los tres. ¿Lo crees posible, Imogen? Quizá puedas preguntárselo a tu querida madre.

No sé bien por qué taché la palabra «padre» al firmar la carta. La rayé y escribí en su lugar «Papito». Parecía algo tan natural, que representaba mucho mejor las emociones que sentía: quería ser cálido y protector y tierno, y que ella supiera cómo estaban exactamente las cosas. El caso es que yo deseaba que me llamara Papito. También era una manera definitiva de despedirme de mi «visitante», por llamarlo de algún modo. Algo que tendría que haber ocurrido hacía ya mucho tiempo. Haberme librado de él transformándome en un modelo integral de padre y no en un aborrecible pederasta como él. Él y la gente de su calaña sólo podían estar en el desierto. El desierto del espíritu expresamente creado para gente como Ned Strange. En los campos baldíos donde no podían crecer las rosas. Donde la simple idea de que pudieran florecer las rosas era inimaginable. Pensé en él: con los ojos muy abiertos, desnudo y cubierto de moratones, de pie junto a la ventana mirando hacia fuera por si veía a Michael Gallagher. Abriendo los labios temblorosos mientras susurraba:

—¡Pero si es Michael! Mira, amiguito, tengo un poco de chocolate en el bolsillo. Toma un trozo. Te lo da Ned.

Incluso el hecho de pronunciar su nombre me resultaba repugnante.

Cuando estábamos en la cama, Catherine a menudo sonreía y me acariciaba el pelo.

—No sabes cuánto te amo, ¿verdad?

Yo decía que no, y apartaba la mirada, un poco incómodo. Aunque nos habíamos casado, yo todavía era un poco tímido para esas cosas.

—Redmond Hatch… mi pequeño Red. ¿Sabes que a veces eres muy guapo?

Yo seguía sin decir nada y entonces ella me daba un beso en la mejilla. Después se inclinaba y me besaba con suavidad el cuello.

—¿Sabes hasta qué punto te amo, Red? Hasta que se sequen los mares, hasta que se hundan las montañas. Así te amo, Redmond. Así te amo… a ti y a tus dulces labios de miel. Hasta que no quede ni un solo guisante en la olla. «Labios de miel».

Me encantaba. Así era como nos llamábamos al hacer el amor. A él, nadie lo había amado nunca así. A Strange, quiero decir. Nadie le había dicho nunca cosas así. Lo único que pudo conseguir fue a un niño del que abusar. Nadie lo había amado nunca… nunca. Y nadie lo amaría nunca. Ya no.

Hasta que las montañas de Slievenageeha se hundieran en el mar, cuando cubran las nieves del infierno el alcor.

Mientras doblaba el papel de la carta y cerraba el sobre, me invadió de la cabeza a la punta de los pies una cálida y reconfortante sensación de bienestar y seguridad. Imaginaba a Imogen levantando la mirada y diciendo:

—¿Podemos ir ahora a bosque frío, papá? Allí estará la Princesa de las Nieves.

Iba a echar la carta al correo cuando de repente experimenté aquella horrible sensación de hormigueo.

Me quedé inmóvil en mitad del rellano. Lo oí: el ruido de una respiración a intervalos regulares. Una enorme sombra, deforme y alargada, se proyectaba en el ángulo opuesto de la habitación.

—¿Así que esa era vuestra manera especial de llamaros cuando hacíais el amor? No sé, ¿le llamaría también así a él?

Su risita burlona era inconfundible.

—¡Déjame en paz! ¿Me oyes? —supliqué—. Creía que me habías prometido… ¡Dijiste que podía confiar en ti!

Resultó no ser nada. Nada más que el viento que soplaba de manera intermitente por una grieta mal revocada más o menos del tamaño de una moneda mediana.

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