Bosque Frío (5 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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No, no me enteraré nunca porque no llegamos a tener un segundo hijo. Habíamos hablado muchas veces de tener un niño. Incluso habíamos charlado largo y tendido sobre su nombre. Se iba a llamar Owen. Si hubiera llegado a nacer, claro. Catherine dijo que las cosas habían cambiado entre nosotros. Que mi humor se había alterado por la falta de éxito. Que le parecía un riesgo traer un hijo a una situación inestable. Desde el punto de vista económico y emocional, decía. Mirándome con aquellos ojos que habían llegado a resultarme tan familiares. Que en otra época me habrían dicho:

—Te quiero.

Pero que ahora me decían:

—Ya no estoy tan segura.

Pero recuerdo que la Navidad de 1987 fue muy especial. Catherine nunca había estado tan hermosa. En la flor de la vida, como había dicho una vez Ned hablando de Annamarie Gordon, al contarme la historia de dios caminando por la orilla del río. Adonde habían ido los dos aquel precioso día de El hechizo del corazón.

Algunas de las cosas que decía te podían engañar con facilidad, te conquistaban y quedabas a su merced.

—El hechizo del corazón, decía, distraído. El maravilloso día del hechizo del corazón, cuando yo la miré a los ojos y ella, a los míos. Cuando supimos que estaríamos juntos para siempre.

En los primeros tiempos del matrimonio todo es como esas cosas sencillas que tienen el poder de llenarte de amor el corazón. Después del desastre inicial con el North London Chronicle, Catherine podría haberse quejado y lamentado con facilidad, y hacerme la vida imposible. Pero jamás le oí reclamar nada. En ocasiones especiales, en Victoria Wine le daban champán o puros como incentivo adicional.

—Vivimos como reyes, recuerdo haberle oído decir cuando empezamos a estabilizarnos y yo conseguí algún trabajillo de colaborador externo. Resultó ser demasiado poco, demasiado tarde, pero entonces parecía que las cosas iban bien.

Después de un tiempo todo empezó a indicar que las dificultades que habíamos tenido pronto quedarían definitivamente atrás.

Esos primeros tiempos son los que todavía recuerdo con más cariño: la cara de Imogen aquella Nochebuena cuando la senté en el carrusel. Entonces tenía cuatro años. Era el tiovivo más espléndido que había visto jamás: de estilo ruso o de la Europa del Este, pintado con aquellos gloriosos y complicados remolinos de colores, con su manada de caballos brincadores y su reluciente sonrisa de esmalte.

Sentía como si el mundo acabara de empezar al verla dar vueltas y vueltas, con las bombillas bailando el vals sobre Leicester Square mientras Santa Claus azuzaba a sus renos para que volaran más alto y su trineo brillaba triunfante por encima del sombrero del almirante Nelson.

Otro momento mágico fue el sábado en que descubrimos, para nuestro total asombro, que el día anterior nos habían ingresado en nuestra cuenta, en concepto de devolución de impuestos… la principesca suma de dos mil libras. Me quedé con la tarjeta en la mano, mirando boquiabierto la pantalla del cajero.

Cuando volví en mí, corrimos sin vacilar con Imogen a la sección infantil de Harrods y le compramos aquel pequeño y encantador abrigo, con cuello de piel y botones enormes. A ella le encantó. Juro que nunca vi nada parecido.

Era una monada.

El inocente: Una nación de luto. La solitaria muerte de Michael Gallagher

El artículo del Sunday Independent de octubre de 1989 había sido insoportable. Describía cómo Ned lo había sacado con engaños de Slievenageeha y había traicionado su confianza de la manera más despreciable. Daba detalles de su imagen como «pequeño ayudante» de Ned, y en la foto tenía la dulzura de un ángel, totalmente inconsciente de la verdadera naturaleza de su «mentor».

Todo indicaba que Strange lo había sobornado con una tableta de chocolate antes de llevarlo a un rincón apartado de las afueras de Dublín, cerca de Blanchardstown. A un arroyo cerca de una fábrica y de un bosquecillo de pinos. A cuyo amparo se proponía perpetrar su vil acción.

En otra foto se veía la fábrica: un edificio lúgubre, gris y funcional con el nombre Dulces Rohan en la fachada. Había una descripción del terreno elevado y del denso pinar que se extendía por detrás, y del pequeño río sinuoso que pasaba por allí cerca. Con un relato detallado de como los vertidos de la fábrica lo habían teñido de rosa, del olor a menta «totalmente nauseabundo» que flotaba en el aire, como si el sitio hubiera sido elegido expresamente «para fines inconfesables».

Agaché la cabeza y recé en voz baja por Michael Gallagher, cuya preciosa vida había sido segada por un pervertido artero y egoísta.

Un hombre al que yo había conocido por el nombre de Ned Strange.

Empecé a sentir una repugnancia cada vez más fuerte al pensar que también a mí me había engañado con la misma astucia. Y encima ¡lo había tolerado!

Se había estado divirtiendo conmigo desde el principio, inventando historias estúpidas en el supuesto idioma de la montaña, expresiones de antaño que probablemente nunca habían gozado de auténtica aceptación. Poco a poco fue simbolizando para mí todo lo que siempre había detestado de la montaña, recordándome por qué había huido de ella en la primera oportunidad que tuve.

Sólo pensar en aquello me ponía incómodo. Pensar que había nacido allí, en Slievenageeha o cerca.

Un sitio —como se ha señalado muchas veces sobre lugares parecidos— donde los lugareños nunca te miraban a los ojos, donde todo lo que hacían parecía astuto y calculado. Era como si todo lo que representaban se pudiera encontrar en él, en Ned Strange: gente hospitalaria, sin duda alguna, pero en la que nunca, bajo ningún concepto, se podía confiar.

Siempre sospechabas que todo lo que hacían obedecía a un propósito de autobombo, a un cruel egoísmo siempre presente en sus sombríos, miserables, suspicaces y retrógrados corazones.

Lamentaba haber vuelto allí para recabar información para un artículo sobre folclore o lo que fuese. Y me sentía inconfesablemente avergonzado por todas las cosas positivas que había escrito sobre aquello en el pasado, seducido por las melifluas palabras de Ned Strange y mis propios recuerdos deshonestos, almibarados, muchos de los cuales todavía guardaba en una carpeta en mi residencia, incluido el manuscrito del proyecto de la «historia de su vida».

Me resultaba ya insoportable pensar en ellos.

Días hechizados: el noviazgo en la Irlanda de antaño

por Redmond Hatch

(Leinster News, 9 de abril de 1982)

Cuando Red Ned Strange, o Papito, como lo conocen cariñosamente en su lugar de origen, Slievenageeha, contaba poco más de veinte años, conoció a una joven llamada Annamarie Gordon y se enamoró de ella. El padre de Annamarie había muerto hacía mucho tiempo y ella vivía en una granja con un poco de ganado y con su madre. Fue por pura casualidad como esos dos jóvenes se conocieron en la feria. Por aquel entonces, Ned era un joven muy tímido y tardó mucho tiempo en invitarla a salir a pasear, como se estilaba en esa época. Pero finalmente la invitó y pronto se convirtieron en compañeros inseparables. Y apenas pasaba un día sin que salieran a dar una vuelta por el valle y por la orilla del río. Se decían cosas como:

—Te amaré hasta los confines de la tierra.

Y:

—Tú eres mi amor, mi dulce cariño para siempre.

Ned Strange es un músico virtuoso, un violinista incomparable, cuyas interpretaciones de «El orgullo de Irlanda» y el baile de «Pela el sauce» son legendarias en esa parte del mundo. Es un personaje fascinante y un incomparable narrador, depositario de la historia local. Produce un enorme placer conversar con el, y sus conmovedoras reminiscencias resultan edificantes en una época que parece haber olvidado el valor de esos méritos narrativos, si es que no los ha abandonado por completo. Mientras el señor Strange esté entre nosotros, tengo la certeza de que el espíritu del ceilidh —me refiero a la buena vecindad y al compañerismo que nuestros padres y abuelos tan bien conocieron— no se perderá jamás.

¡A su salud y a la de toda su noble generación!

1990
2. Donde viven los monstruos

Caminaba un día solo por el Royal Canal. Lo hago con frecuencia. No he trabajado desde la noche en que vino, aquella espantosa noche en la habitación de Portobello. No puedo dejar de pensar en sus ojos: aquellos ojos detestables, lujuriosos, egoístas. Aquella sonrisa de califa.

Durante un tiempo lo intenté: conseguí un trabajo en Supermac, un negocio de comida rápida en Drumcondra Road. Pero me equivoqué varias veces al dar el cambio a los clientes y al final, según ellos, no tuvieron más remedio que echarme.

Nada personal, así eran las cosas. En cierto modo, sentí alivio: me dejaba mucho más tiempo para pensar, para eliminar todos los impedimentos y obstáculos y abrir en la mente un camino despejado hacia el futuro y, con un poco de suerte, hacia una vida totalmente nueva.

Iba un día por el camino de sirga del canal cuando dos personas de esas que uno podría llamar chicos de la calle —o quizá, para ser más exactos, yonquis— se me acercaron y se situaron, de forma bastante intimidatoria, uno a cada lado.

Empezaron a exigirme cosas con varias amenazas veladas. Relojes, dinero, esto y aquello. Les di lo que tenía; no mucho, como era de esperar. Y que, como me hicieron saber enseguida, no consideraban suficiente.

Entonces insistieron en que diera la vuelta a los bolsillos.

No había dormido en toda la noche anterior y había estado pensando en Imogen subida al tiovivo.

—No —dije—. No puedo hacerlo.

La foto de la cámara de cajón seguía en mi bolsillo. Y por encima de todo no quería que se la llevaran. Era lo único que conservaba de aquellos tiempos que no fuera vil. Lo único que tenía. Se lo expliqué de la mejor manera posible.

Pero resultó evidente que eso sólo les producía cierta diversión. Uno de ellos, de hecho, incluso soltó una carcajada antes de rozarme el hombro en son de amenaza.

—Suéltala de una vez, ¿vale?, me aconsejó uno de ellos —ahora aún más amenazador—, no te compliques las cosas.

La vida es muy cruel, llena de encuentros fortuitos, casuales.

Leí sobre el incidente al otro día, en el periódico de la tarde. El más alto llevaba una capucha para esconderse de la cámara mientras contaba la historia. Se le adivinaba la venda que tapaba la profunda herida que yo le había infligido en la cara. Explicaba con todo lujo de detalles cómo les había hecho esto y como les había hecho aquello…

Cosas que yo nunca había hecho ni pensado hacer.

No terminé de leer el artículo.

Catherine siempre había pensado en volver a Irlanda y tener una casa con unos árboles frutales. ¡Cuántas veces habíamos imaginado a Imogen en un sitio así, jugando en su propio mundo! Ése era nuestro sueño cuando volviéramos a casa.

Como digo, ahora viven en Rathfarnham. Al igual que tantos otros sitios de Dublín, aquello ha sido totalmente transformado, con cruces de autopistas de hormigón en forma de lazos y el estruendo incesante y despiadado del tráfico. La ciudad parece apestada, casi fuera de control: en las calles continúa la carnicería como si fuera un carnaval divertido e intrascendente. Te siguen y te vigilan en las tiendas, y guardas jurados hinchados de esteroides te fulminan con la mirada. Las personas mayores deambulan por la periferia de la ciudad, por miedo a que, al entrar en ella, se les echen encima los jóvenes; a que los juzguen y tengan que justificar su conducta. La mayor parte del tiempo viajo solo. Paso horas, a veces, dando vueltas en un autobús. Me siento a gusto en su brillante y aislado interior. Como si me conectara con otra época, menos complicada. Mientras me dirijo hacia ninguna parte en concreto. A veces voy a Cowper Road, o me siento en el Sunset Grill.

Dejándome llevar, empujado, dirigido: rodando como una bolita de acero por los canales pulidos y de vivos colores de la nueva ciudad-billarín, ensordecido por el ruido de las sirenas y de los motores, martillos neumáticos y enormes grúas y el ritmo transatlántico de la nueva lengua franca, la jerga de los colegiales y los hombres de negocios, ahora indistinguible, que sube en ráfagas desde las aceras y pasa por delante de centros comerciales abiertos las veinticuatro horas, cuadrículas de asfalto, aparcamientos de varios pisos, charcuterías de comida para llevar, hoteles de congresos, bancos con puertas de metal y cristal y multicines, avanzando ahora a toda velocidad hacia un futuro improvisado y amorfo.

Ya no es ni remotamente la ciudad que yo conocí. Que se queden con ella los jóvenes. Yo ya no lo soy. Hace mucho tiempo que no me siento joven. Sé que muchas personas pueden pensar que la diferencia de edad entre Catherine y yo —nacido en 1941 y veinte años mayor que ella— era considerable. Pero si alguien lo piensa, tengo algo que decirle.

Se equivoca. No tuvo nada que ver con lo nuestro. Yo se lo pregunté.

—Ni siquiera me fijé —dijo ella—. Lo único en lo que me fijé fue en tus preciosos rizos cobrizos.

De todos modos, Imogen me hacía sentir joven. Una vez sorprendí a una vieja mirándonos, meneando la cabeza con incredulidad mientras nosotros jugábamos en Queen's Park, haciendo como si todo el parque se hubiera convertido en la Ponyville de My Little Pony. Me parece que la vieja creyó que éramos demasiado escandalosos. Pero a mí no me importó. Así era como me hacía sentir Imogen. Relinché y la vieja hizo una mueca.

—¡Arre! —dijo Imogen, tirando de las riendas imaginarias—. ¡Arre, Kimono!

—¡Vale, Pinkie Pie!

Pinkie Pie era un dulce poni al que le encantaba probar toda clase de cosas divertidas pero que en ocasiones se ponía un poco nervioso. A veces a Immy le gustaba hacer de Pinkie Pie porque le gustaba que yo la consolara cuando habían pasado las cosas «de miedo». Pero en ese momento no parecía que nada la estuviera asustando. No había cosas «de miedo» mientras ella tiraba de las riendas de Kimono.

—¡Arre, te he dicho, poni malo, Kimono!

Después de jugar a My Little Pony fuimos a Burger King, donde los dos comimos dobles con beicon, que nos encantaban. Era lo que siempre comíamos allí, y nos prometíamos no contar nada a Catherine, porque ella siempre decía que aquello no era comida. Que estaba lleno de féculas y de aditivos y cosas por el estilo. Yo habría dado cualquier cosa por una de aquellas dobles con beicon, sobre todo las que hacían en el Burger King de Kilburn, mientras vagaba sin rumbo por las calles de la ciudad de Dublín.

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