Era nuestro pequeño secreto; le pedía a Imogen que no se olvidara.
—Nuestro secretito, —decía yo entre risas—, ¡«el Secreto de Ribena»!
En la sala de descanso de la residencia se podían ver vídeos a partir de las seis de la tarde, si nadie se oponía. Cuando llegué no había nadie. Sólo aquel cincuentón tosco, de mejillas caídas. Al preguntarle si le molestaría que yo pusiera The Enchanted Mask, dijo que no.
De hecho, lo vio conmigo.
—Se parecen un poco a los Care Bears, ¿no le parece? —señaló—. Son algo por el estilo, ¿verdad?
Me dijo que era de Glasgow. Tenía razón. Sunny Daze y Rainbow Dash y todos los demás se parecían mucho a los Care Bears. Toda la acción tenía lugar en un mundo incorregiblemente rosa, de algodón de azúcar. Cuando el vídeo iba por la mitad oí que me preguntaba algo sobre el partido de fútbol, pero no insistió al ver que yo no mostraba interés.
Más tarde me contó que hacía años que trabajaba en plataformas petrolíferas. Antes de que… todo se echara a perder, dijo.
—Trabajaba en la Piper Alpha —dijo—. Estaba dormido abajo la noche en que se incendió. Jamás lo olvidaré. Te juro que nunca vi nada parecido. Esa noche vi llamas de cien metros de altura.
Mostró mucho interés cuando se enteró de que yo había trabajado en un periódico. Me preguntó si me gustaría oír la historia de su vida. Escribirla, quizá: «La historia secreta de la Piper Alpha». Pero dijo que tenía muchas historias que contar. No sólo deprimentes como ésa.
Yo no estaba de humor para escuchar las historias de nadie. Tenía de sobra con las mías. En cualquier caso, me daba en la nariz que ese hombre jamás había estado ni siquiera cerca de la plataforma Piper Alpha. Que, al igual que Strange, había cultivado una imagen de aventurero extraordinario y único. Cuando quizá llevaba años viviendo en pensiones de mala muerte.
Le dije hasta luego y me fui.
Un par de noches después, interrumpió mi sueño el ruido de una fiesta callejera, con un equipo estereofónico portátil retumbando, pitos estridentes y estruendosos tambores cuyo volumen parecía disminuir por momentos antes de resurgir con un renovado vigor que no sólo era una molestia sino una auténtica provocación. Al levantarme tenía el cuerpo bañado en sudor, aunque la noche no fuera demasiado calurosa. Bajé a la cocina comunitaria a buscar agua y estaba echando unos cubitos de hielo en el vaso cuando oí que se cerraba de golpe la puerta. Solté el vaso. Me quedé paralizado al oír:
—¡Hijo de puta! ¡Maldito hijo de puta!
En ese instante hubiera jurado que olía aquella repugnante humedad.
—Dios mío, —gemí al verme la cara en la ventana. Estaba blanco como un papel.
—¡Hijo de puta! —repitió el obrero de la plataforma petrolífera antes de lanzar un innecesario torrente de improperios. Mi alivio, al darme cuenta de quién era y, sobre todo de quién no era, fue inmenso. Piper Alpha estaba frente a mí, temblando. Poco a poco fui entendiendo que lo había ofendido mortalmente mi reticencia a escuchar «de manera comprensiva» sus experiencias.
No me quedó más remedio que convencerlo de que se equivocaba. Cosa que no era cierta. Su evaluación de los hechos había sido muy acertada. Yo no había prestado atención a su aburrido «drama de la vida real». Ni a una sola palabra. Pero preparé un poco de té para aplacar al cretino. Nos sentamos los dos a la mesa. Su cantinela ya duraba por lo menos tres horas. Al final se le empezaron a cerrar los párpados.
—Creo que por hoy es suficiente, ¿no te parece, amigo Dominic? —dijo levantándose y empujando la mesa. Y añadió en tono amistoso—: Al principio creí que eras un hijo de puta, pero ahora veo que eres un buen tipo.
Chatherine solía decir:
—Puedes ser muy astuto, ¿verdad, Redmond Hatch? ¿Verdad que no te faltan recursos? No eres tan inocente como te gusta fingir. Debe de ser porque eres de pueblo. Por esa picardía de los nativos de la que tanto se habla.
Sonreí al recordar el tierno carácter de mi mujer.
Entonces oí que Piper Alpha me daba las buenas noches y se alejaba arrastrando los pies, apaciguado como correspondía.
De repente, de golpe y porrazo, se me apareció la atroz estampa de Imogen chillando mientras Piper Alpha gritaba:
—¡Se quemará viva!
Era como si ella estuviera en la cocina de aquella residencia. Chillando y pidiéndome auxilio.
—¡Las cosas de miedo! ¡Las cosas de miedo, papá!
¿Por qué, me pregunté, tengo que pensar en esto? ¿Qué me había incitado a…?
Entonces volví a verla: una silueta enana detrás de una confusa valla de fuego. Tendiendo los brazos en atormentada súplica.
—Ah —oí que susurraba una voz conocida—, ¿has perdido a tu preciosa amiguita? Yo también perdí a mi amiguito. Se ahogó un día en el dulce río de la fábrica.
Volví a la cama, pero de nuevo me resultó imposible dormir. No podía dejar de imaginar a Imogen en Bournemouth. Llevaba aquel tonto bikini floreado y, cada vez que Ivan gritaba, corría por la orilla hasta el agua. Y se quedaba allí como siempre, apretándose la cara con los puños. Me pregunté si Ivan la habría llevado de veras a la playa. Ivan, hasta donde podía darme cuenta, parecía muy buen padre. Sin duda pasaba mucho tiempo con ella. Ayudándola a estudiar y, en general, siendo muy consciente de sus deberes. Pensé en Catherine tendida en la arena de Bournemouth. Quitándose las gafas de sol mientras decía:
—Si no te quisiera a ti, me casaría con John Martyn. Me casaría con él y lo llamaría «labios de miel».
Me sorprendí riéndome igual que en aquella situación.
—«Ojalá nunca» —le había dicho entre risas.
Una vez comentó que se había casado muy joven y que no había vivido la vida de manera completa. Que, por supuesto, le gustaba que la adoraran. ¿A qué mujer no le gustaba? Pero hasta cierto punto. Quería que la amaran por lo que era, dijo. Me pregunté si habrían estado hablando de eso en las clases. Lo único que yo sabía era que antes ella no había tenido ese tipo de preocupaciones. Y me dio pena. Porque, en el fondo, parecía que yo no podía hacer nada. Pero uno puede hacer muchos análisis. Puede analizar todo lo que quiera. La gente tiene problemas y eso es todo. El hecho es que, nos guste o no, no hay un motivo único, identificable, que explique el fin del amor. Un día simplemente se acaba, y nada más. Te despiertas una mañana y te dices:
—¿Adónde se fue? ¿Adónde se nos fue el amor?
Yo no lo dije porque a mí no me pasó jamás. Nunca en mi vida me desperté pensando eso. Sé que le sucedió a Catherine, pero no a mí. Quizá habría sido mejor que me ocurriera. Pero las cosas no fueron así.
Me pasaba literalmente horas soñando con ellas. Soñando con ellas y con la maravillosa vida que llevaban. Veía a Ivan y a Catherine de vacaciones, sentados en el bar en una fresca noche de verano griega. Tomando cócteles y escuchando la música, un pianista que toca los clásicos de siempre. No a John Martyn ni cosas parecidas. Quizá la «Cavatina» de El cazador o «Unchained Melody». La mano de Ivan avanza despacio por la mesa y toca con suavidad la mano de Catherine. Los ventanales están abiertos de par en par y se siente en la cara la brisa salada.
—Qué lejos está Dublín —le oyes decir a Ivan—, qué lejos están Dublín y Ballyroan Road, Rathfarnham.
—Desde luego, querido —responde ella.
Era una escena idílica que, muy a mi pesar, me empujó de manera irracional, sin pensarlo, a ir a su casa una noche. Nada más llegar supe que pasaba algo. La puerta del jardín tenía puesta la cadena, cosa que no ocurría nunca, y un desolado silencio envolvía la casa. No se veía por ninguna parte su coche familiar. Pensé que quizá se habían mudado, o que incluso se habían ido del país. Consternado en aquella calle de un verde barrio residencial, sentí que me empezaba a dar vueltas la cabeza. Era como si estuviera en la cima del monte Slievenageeha e Imogen me saludara con la mano desde muy lejos, mientras se le iba apagando la voz.
—¡No me dejes, Immy! —grité, impotente, hundiendo la cara entre las manos.
Al volver a la residencia empezaron a preocuparme de nuevo pensamientos relacionados con la foto. La residencia estaba en silencio; sólo se oían los extraños ruidos que a veces incomodan en un edificio vacío. No lograba tranquilizarme, y me puse a dar vueltas y a buscar por todas partes. Entonces empecé a darme cuenta: había ocurrido lo inconcebible. Lo totalmente inconcebible. ¡No estaba la fotografía!
Me quedé perplejo. ¡Era algo tan insoportable que me puse a gemir! Pero entonces, de manera casi instantánea, me arrastró una ola de placer embriagador al descubrir en su lugar una imagen aún más hermosa y tentadora: ¡el retrato más encantador de Catherine Courtney!
O, mejor dicho, lo que podría haber sido un encantador retrato de mi ex mujer. Si no hubiera estado acompañada por su amante maltés, mirándose ambos embelesados a los ojos.
Era evidente que lo estaban pasando bien. Debían de estar a más de cuarenta grados, en aquel fin de semana adúltero que habían pasado en Malta. En La Valeta, la capital, cuando Catherine me dijo que estaría en Cork, visitando a su madre, que estaba gravísima en el hospital.
Lo más inaceptable del humillante trámite judicial fue que me impusieran cómo y cuándo podría ver a mi hija. Que me echaran trocitos de tiempo como migajas. Antes que aceptar esas condiciones prefería no verla nunca más. Como decían en Slievenageeha, tu sangre es tu sangre. A la larga tira más que cualquier otra cosa. E Immy era sangre de mi sangre. Era una parte mía, el latido de mi corazón. Y no podría cambiar eso aunque quisiera. Admití eso por fin aquella noche en Bournemouth.
Y una vez que ocurre no hay vuelta atrás. Busqué fuerzas dentro de mí y sentí que una poderosa influencia me recorría el cuerpo.
—No estarás solo… Puedes confiar en mí para protegerte del viento y del tiempo, Redmond. Siempre estaré allí, hasta que no quede un solo guisante en la olla, hasta que los ángeles se vayan de las áureas moradas del cielo. No lo dudes.
Mi primera intención, al saber que Immy estaba sola, había sido ir a la casa de Ballyroan Road. Con la historia de que acababa de llegar de Londres en una visita sorpresa y que su madre e Ivan esperaban ¡en ese mismo momento! en un hotel elegido en secreto en el pueblo de Killiney. Una especie de reunión improvisada, quería decir. Pero cuanto más pensaba en esa idea menos seguro estaba de poder convencerla. Catherine, sobreprotectora, quizá le habría infundido todo tipo de preocupaciones latentes. Finalmente decidí prescindir de esa estrategia y concentrarme en el argumento de «el último encuentro con papá». Le diría que había decidido irme a los Estados Unidos para siempre, y que quería verla una última vez. Fui al médico y conseguí más somníferos. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan contento como ese día mientras aplastaba unos comprimidos en un plato y silbaba caminando por Drumcondra Road con un par de botellas de Ribena.
—¡Ja! ¡«El Secreto de Ribena»! —reí, un poco mareado.
Había comprobado, durante una temporada, que Ivan y Catherine hacían su compra semanal en Dundrum todos los sábados por la tarde. Imogen nunca los acompañaba en esas salidas; yo no sabía por qué, pero pronto lo averiguaría. Era como si todo estuviera encajando a la perfección. Parecía que en cada circunstancia recibía una ayuda eficaz, aunque astuta y sutil. Por ejemplo, al consultar la guía de espectáculos de la radiotelevisión irlandesa, ¿qué descubrí? ¡Que los domingos por la tarde reponían My Little Pony. La verdad es que me asusté al verlo. Pero al mismo tiempo me encantó enterarme, porque me daba la seguridad de que todo estaba dispuesto para que funcionara sin complicaciones y sin incidentes.
Y que pronto llegaríamos a nuestro sitio especial, que hasta entonces sólo había existido en mi mente y en el recuerdo de un sonoro, brillante y giratorio carrusel.
Sabía en lo más íntimo de mi corazón que mi precioso ángel me reconocería de inmediato, y que quizá se quedaría boquiabierta al ver el regalo que tenía para ella: Donde viven los monstruos, por supuesto. Y así fue. Empezó a dar saltos con tanto entusiasmo que tuve que tranquilizarla, compartiendo con ella algunas de nuestras historias privadas. Entonces le expliqué que me iba a los Estados Unidos «por bastante tiempo», que me habían ofrecido un puesto en el New York Times y que había vuelto a Dublín por «una razón especial». Lo que más quería era salir de la propiedad, pero no debía mostrarme intranquilo. Y en ese momento, cuando ella me miró y me sonrió, supe que la mano del cielo me ayudaba y me guiaba. La luz que había aparecido en los ojos de Immy era inconfundible, por imperceptible que pareciera. Pero no cabía duda de que estaba allí. Me estremecí en un gesto personal de reconocimiento y gratitud.
—Voy a buscar mi bolso —le oí decir—, pero sólo un rato, porque mamá podría darse cuenta, ¿vale?
No podía creer que tuviera a mi hija de la mano. El corazón me latía de orgullo cuando ella apoyó su cabeza en mi hombro.
Lo único que quería era que saliéramos sin ser vistos de Ballyroan Road para después meternos en nuestras historias; quizá incluso hubiera tiempo para hablar del Zippy de Rainbow. Nuestro destino, por supuesto, era bosque frío, pero aún no estaba en condiciones de decírselo.
Al menos hasta que se hubiera tomado la Ribena.
Yo había ahorrado para comprar un coche. Que tampoco me había costado tanto, apenas unos cientos. Aunque por ese dinero podría haber tratado de conseguir algo mejor que un Escort, que se caló no una sino dos veces en la autopista.
Por eso tendríamos que decir que nuestro viaje a bosque frío estuvo al mismo tiempo bien y mal. Bien y mal por partes iguales. Pero, para ser sincero, estuvo sobre todo bien, al menos una vez que superamos las dificultades. Aunque algunos aspectos todavía me desconciertan. Porque resultó que Immy ya no había vuelto a ver My Little Pony ya que, según sus palabras, era para niños pequeños. Lo que ahora veía era algo llamado Las gemelas de Sweet Valley. Yo no lo conocía de nada y me sentí abatido e incompetente. Lo cual, tengo que confesarlo, me creó una cierta inquietud. Que me llevó a pedirle, mucho antes de lo previsto, que abriera la botella y se tomará el contenido.
—¡Bébete la Ribena, cariñín! —le ordené—. ¡Que te la bebas! —mientras salía en el cruce de la M50, no lejos de los pinos y de Dulces Rohan.
Para ser sinceros, yo hubiera dado cualquier cosa porque ambas partes, del viaje, me refiero, hubieran sido igual de buenas. Pero soy lo bastante objetivo para darme cuenta de que era muy improbable que eso ocurriera. Tarde o temprano, sabía, saldría mal algún pequeño detalle. Tal vez si no hubiera estado tan preocupado por Ned y por la actitud más conciliadora que había adoptado hacia él últimamente. Hasta el punto de llegar casi a olvidarme de lo que había pasado entre nosotros aquella noche terrible. Lo cual, ya lo sé, debe de sonar raro. Pero algo en mí insistía en que hay que intentar verles el lado bueno a las personas. Tratar de comprender qué es lo que las lleva a hacer lo que hacen.