Bosque Frío (9 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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Y cuanto más pensaba así, más sentía que tenía que aceptar al viejo y pobre Ned, que ya había sufrido lo suyo. Bastaba con mirar los periódicos.

Era evidente que la prensa sensacionalista lo había tratado con desmedida dureza. Lo habían juzgado sin compasión y lo habían condenado en el acto. Para ser justos, era difícil no darse cuenta de lo amargo que le debió resultar que lo presentaran como una especie de demonio. En esas circunstancias, creía yo que existía una mínima justificación para su resentimiento. Poco a poco empecé a entender por qué Ned sentía la necesidad de «volver», por así decirlo. Para que su alma pudiera al fin encontrar un poco de paz. Y hallar la oportunidad, quizá, de dar su versión de la historia. Sencillamente, para exponer sus razones.

Eso me parece indudable. Nadie en este mundo podía sostener que tuvo un juicio justo. Lo habían perseguido de la Ceca a la Meca los periodistas y el clero (que tampoco tenía nada de qué enorgullecerse en ese plano, y cuyo fariseísmo resultaba difícil de creer) mucho antes de que su caso llegara a los tribunales.

Y cuando llegó fue una total pérdida de tiempo. Porque nadie estaba dispuesto a escucharlo ni por un minuto. Y yo sabía lo que se puede sentir en una situación como ésa. Porque mi versión de los hechos también la habían rechazado sin más; me refiero al juicio con Catherine. Es evidente que a los miembros del jurado y a los lectores de los periódicos les costaba aceptar que la amistad de un viejo con un niño —sobre todo alguien tan dulce y de aspecto tan inocente como Michael Gallagher— pudiera llegar a tanta intensidad como para dominar por completo al viejo. Pero había pruebas de sobra para certificar que eso era exactamente lo que había ocurrido.

De hecho, algo muy parecido a mi propio caso. Me refiero, claro, a mi amistad con Imogen. Sólo que entre nosotros es evidente que no se podría hablar de «amistad». El vínculo que existía entre mi hija Immy y yo sólo se podría llamar amor. Y si eso es idealización, me importa un pito.

Lo siento, Catherine, me sorprendí pensando, no puedo evitarlo, no tendrías que haberme dado un ángel del cielo. A quien tanto amo, con el amor más puro y singular.

Pero cuanto más lo pensaba más evidente me parecía que todo empezaba a enderezarse. Sentía que me guiaba una nueva forma de vida. Y también sentía la esperanza de que, por el simple hecho de ofrecer un poco de humanidad al viejo Ned, mostrando a ese pobre desgraciado algo de auténtica comprensión, había desempeñado un valioso papel en el ansiado nuevo mundo, más equitativo. Un papelín, por insignificante que pareciera.

Quizá era eso lo único que buscaba Ned aquella desafortunada noche en la residencia. Quizá ésa era la razón por la que sólo se me había manifestado a mí. Con la esperanza de que yo —supongo que por ser un viejo amigo— estuviera dispuesto a decir:

—Sí, te entiendo, Ned. De veras que te entiendo. He estado escuchando con atención y por fin entiendo. Sé que no eres un mal hombre. Lo sé, Ned, porque yo he estado en la misma situación. Yo también las he pasado duras.

En el fondo, cuanto más lo pensaba, más me convencía de que era eso lo que él había querido. En realidad, lo que más había necesitado. Pero en su momento mi fragilidad emocional me había impedido entenderlo. Para ser franco, no había entendido para nada a ese hombre. Pero ahora lo comprendía. Le había prestado toda la atención necesaria, y Ned no buscaba otra cosa. Al ocurrírseme esa idea sentí que me invadía el optimismo, mientras el Escort dejaba atrás otra urbanización.

Tenía la sensación de que todo estaba saliendo bien. Arreglándose poco a poco.

—Gracias —oí que susurraba Ned, con voz ahora diáfana, y descubrí que la sonrisa me llegaba de oreja a oreja.

En cierto modo había en aquello algo hermoso. El mundo parecía haberse transformado por completo, y yo estaba tan embelesado que durante diez minutos no hablé. Entonces dije:

—¿Estás bien por ahí atrás, Immy?

Vi que sí. Por fin la Ribena había empezado a hacer su efecto.

—Gracias a Dios —dije, un poco crispado. Mi hija sonrió adormilada y se le aflojó el brazo.

Solté un suspiro y tamborileé con los dedos en el volante acompañando una canción, precisamente la canción de Rainbow. Me brillaban los ojos en el espejo retrovisor, y sobre la frente me caían los rizos pelirrojos. Costaba creer, me dije, que todo hubiera salido así. También era raro pensar que no vería nunca más a Ned. Ahora que su alma, por fin, descansaba. Ahora que ya no tenía ninguna preocupación. Ahora que, por fin, lo comprendían. Yo consideraba eso un pequeño triunfo personal, y me prometí compartirlo con Catherine cuando la viera.

Cosa que en mi fuero más íntimo sabía que iba a ocurrir.

Me había sorprendido bastante, en aquel viaje a bosque frío, todo lo que Imogen recordaba, hablando sin parar mientras, poco a poco, se le iban cerrando los párpados. Por ejemplo, al mencionarle a Zippy de Rainbow, en sus ojazos brilló la magia del recuerdo. Vi cuánto apreciaba aquello Imogen, el hecho de poder tener de nuevo esas conversaciones.

—Las gemelas de Sweet Valley High es una porquería. No vale la pena malgastar el tiempo con eso, ¿verdad, Immy? A nosotros nos van Zippy y Bungle, como antes.

Era como si no hubiera corrido el tiempo desde Kilburn. Mientras pasábamos por delante de deprimentes polígonos industriales, camino a nuestro hogar en bosque frío, me reí al pensar que había sacado el tema de las cosas «de miedo» después de tomar las primeras gotas de Ribena.

—¡Allá vamos, Kimono! —recuerdo haber dicho con una carcajada—. ¡Kimono, cariño, y Pinkie Pie! ¡Castillo Mágico, allá voy!

Mediados de los noventa
4. Las serpientes se arrastran de noche

Bill Clinton llegó a Irlanda para ayudar a resolver el conflicto del Ulster. Lo vi por televisión pero no me fijé demasiado. Últimamente no pienso en la política. Aunque cueste creerlo, sigo ocupado pensando en el hombre que en otro tiempo conocí como Ned Strange, sucumbiendo, a menudo, a persistentes remordimientos por no haber prestado más atención a sus historias cuando tuve la oportunidad. Y lo que es mucho más importante, por no haber atendido a los sabios consejos que —ahora me doy cuenta— se esforzó por transmitirme. Todavía me cuesta no verlo allí sentado a horcajadas en la mecedora, con el faria colgándole de los labios, diciendo:

—A mi entender, poco han cambiado las cosas en esta vida. Todo es ahora igual que hace mil años. Mi mujer me dejó como tantas mujeres han dejado a su marido. Voló del nido conyugal, Redmond, y te confieso, amigo, que estuve borracho durante una semana. Anduve rodando toda una semana por este valle sin siquiera saber mi nombre. Si me lo hubieras preguntado no habría podido decírtelo. Me figuro que no soy el primero ni seré el último. Te muestran el hechizo del corazón y, cuando empieza a gustarte, levantas un día la mirada y ya no está, se ha ido para siempre, se ha convertido en cenizas. Nadie tiene respuestas para estas cosas: cómo impedir que sucedan o cómo calmar el dolor. Estés en lo alto o en lo más bajo, ya seas príncipe o mendigo, es un problema sin solución. Eso es lo que se llama la condición humana, Redmond, un interminable juego de preguntas y respuestas sobre lo que sucede entre un hombre y una mujer.

Me cuesta ahora perdonarme por no haberle supuesto un poco más de inteligencia. Ahora que ha pasado mucho tiempo, y que ha llovido mucho, veo lo total y absolutamente desacertado, por no decir equivocado, que estaba.

Quizá si entonces hubiera mostrado un poco más de comprensión y ofrecido un poco más de respeto por su experiencia, en vez de extraerla con tanta condescendencia para transformarla en algo que no era más que un capricho periodístico, la vida de aquel pobre hombre podría haber terminado de otra manera. No ahorcado, frío y solo, en la ducha de una cárcel.

Era una idea de lo más deprimente.

Pero eso no quita, ni quitará nunca, el hecho de que en su momento los dos disfrutáramos de tremendas conversaciones. Buena parte de las cuales valoraré muchísimo mientras viva. Y sé que a él también le gustaron algunos de mis artículos. Me lo dijo. Sobre todo «Juegos infantiles en tiempos del viejo Dios», que yo había ilustrado con unos dibujos míos que, me dijo, le parecieron «realmente excelentes».

—Por otra parte, claro, tu tío Florian, que yo recuerde, era muy hábil para el dibujo, una especie de maestro, cuando no estaba bailando hornpipes. ¡Cuando no era el Chico de los Pies Ligeros!

Sabía expresarse muy bien cuando quería, Ned. Podía ser de lo más sofisticado, a su manera. Pero creo que me costaba mucho reconocerlo. Como si yo fuera el único lugareño de la montaña con el privilegio de que lo considerasen «inteligente». Sin duda, Ned lo era más que los paletos del montón, que no han salido del valle en toda su vida. Otra historia que me contó que debo reconocer que me resultó simpática fue la del día en que plantó la rosa para Annamarie.

—Aquella flor era para ella —dijo—, la primera rosa de verano que se abriría para Annamarie Gordon.

Bajó el violín y se puso tocar una melodía de Tom Moore. Los suaves y cadenciosos arpegios pasaban rozando apenas las paredes de la cocina.

—Sería la tercera o la cuarta vez que salíamos juntos a pasear. ¿Quieres saber qué tipo de vestido llevaba? Un vestido azul, un encantador vestido azul y un pasador en el pelo. El pasador era azul lavanda y combinaba a la perfección con el vestido. Parecía un ángel caído del cielo. Yo adoraba el suelo que pisaba, Redmond… Daría mi vida por recuperarla. Daría toda mi vida por pasar un día más con Annamarie, por estar sentado junto a ella, la mujer de mi vida, disfrutando de lo que en aquel momento juramos cumplir para siempre.

Me entristecía pensar en los dos sentados, conversando de esa manera, confesándose, me imagino, la hondura de su amor. La hondura, por supuesto, y su ineludible perdurabilidad. Lo único en lo que puedes pensar cuando tienes el corazón encantado, cuando estás en el jardín donde siempre habrá rosas, lo más lejos posible del baldío negro y desierto.

Donde no ha existido nunca la palabra intemperie.

Una cosa que me alegra, cada vez que la recuerdo —y de la que supongo que me puedo enorgullecer un poco—, es que nunca me olvidé de llevarle cintas de casete y que nunca dejé de provocar su sonrisa. Además de ofrecerle amena conversación, sobre todo después de unas trazas bien llenas de lo que ya sabéis.

Tenía un viejo grabador Sanyo atado con un cordel, que sonaba de la mañana a la noche, reproduciendo música country sin parar. Historias de líos amorosos y muertes y desastres. No había entre ellas una sola canción que Ned no conociera, como si cada una representara un capítulo de su vida. Insistía con frecuencia en que lo habían «marcado» de algún modo. Hacia mucho tiempo, decía.

—Todo empezó el día en que murió mamá. Que, como sabes, Redmond, se mató.

—No sabía que tu madre hubiera tenido un accidente —dije, respetuoso.

—¡Doscientos cincuenta huesos rotos! —prosiguió, desaforado—. Dicen que fue una de las peores caídas jamás vistas en la montaña. No es mentira lo que te cuento, Redmond. Porque si vas al barranco donde sucedió, verás que las rocas, allá abajo, son afiladas como navajas. Y fue allí donde aterrizó la pobre desgraciada. Ah, sí, no hay duda de que la vida es mala. Por eso me gustan esos viejos cantores de música country. «Ned», pregunta la gente, «¿por qué siempre estás escuchando esas viejas canciones? Lo único que oímos son lamentos y aullido». «No es cierto», les digo, Redmond; tú mismo te darás cuenta cuando seas mayor: ¡esas canciones no mienten! Si algo cuentan esas canciones es la verdad. Lo que hacen es pintarla de los colores que mejor sientan a lo que dicen. Cuando vi a mi madre destrozada, Redmond, no es que me dieran ganas de llorar, no: lloré lo suficiente para llenar siete mares. Eso, hijo, duele de verdad. Como dicen las canciones. No mienten para nada. En los viejos tiempos no costaba nada reconocer que nos habían destrozado el corazón, y no teníamos ningún problema en decir lo difícil que nos resultaría seguir viviendo. Hoy la gente está tan ocupada que, cuando se da cuenta, el golpe es doble. Pero eso no es problema mío, Redmond. Lo que tendrá que hacer esta gente moderna es buscar canciones nuevas a su medida. Yo me quedo con mis viejas baladas country. En ellas los muchachos ven lo que hay dentro de mi cabeza, aunque tengo que confesar que la mayoría de las veces todo es un enredo. Y lo ha sido desde el día en que nací. O, como digo, aún desde antes.

Pestañeó y exhaló un brusco suspiro.

—¡Cuando mi padre se folló a mi madre en el viejo colchón de plumas!

Le veías los dientes mientras trataba de buscar mi reacción.

—Eso es lo que yo pensaba muchas veces, Redmond. Que quizá violó a mamá. Quizá papá fue y violó a mamá.

Quizá por eso Ned tiene la sensación de estar marcado.

Entonces dijo:

—¡Ja, ja! Hablo en serio, Redmond. ¡Violación, y un cuerno! A mi querida mamá nunca la violaron. Mi papaíto no era de esos. Tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí agrediendo sexualmente a su mujer. La muy puta seguramente le daría su viejo coño a todas horas. ¡Ja, ja, Redmond! Siempre que él quisiera, siempre que quisiera hincarle el garrote, mi dulce mamá le abría con gusto sus gordas piernas. No, Redmond, mi mamá y mi papá eran personas decentes. ¡Por supuesto! ¿Acaso no eran montañeses? Eso demuestra que no es fácil confiar en nadie. No sabes quién trata de embaucarte y quién no. Quiero decir que tú mismo puedes estar tratando de embaucarme. ¿Verdad, Redmond? Puede que crea que te estoy engañando pero quizá eres tú quien me engaña a mí desde el principio. Quizá estás robando mis historias para tus fines. ¿No podría ocurrir? ¡Desde luego! No sabrías en quién confiar en esta montaña… ¿No es de eso de lo que tenemos fama los montañeses? Y, al fin y al cabo, tú te criaste aquí, ¿verdad? Por lo tanto llevarías eso en la sangre. La malicia y la doblez. ¿Es cierto, Redmond? ¿Eres, en el fondo, un tramposo manipulador? Dime, Redmond, ¿no serás… una serpiente?

—¡Claro que no! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes siquiera pensar en decirlo?

Me miró y soltó una risita.

—Buena respuesta, Redmond, —repuso—. ¡Si hasta casi te creo! Eres muy bueno, Redmond. De tal palo, tal astilla. Si tu padre estuviera aquí, se sentiría muy orgulloso de ti. De eso estoy seguro. Tanto como de que Adán se comió la manzana. ¡Tanto como de que Adán se comió la puta manzana!

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