Me pasé la tarde entrando y saliendo del agua hasta que casi se hizo de noche. Entonces tomé el tren de vuelta para la estación de Komachi, que era la que más cerca quedaba de la escuela. Desde allí tenía que caminar solamente unos cuatrocientos metros. Llegué a Komachi sin contratiempos, pero nada más salir de la estación, vi a alguien que se dirigía hacia donde yo estaba. Pronto me di cuenta de que se trataba del Mapache. Probablemente iría a los mismos baños de los que yo venía. El Mapache caminaba con pasos apresurados. Al llegar a mi altura me reconoció, así que le saludé con una inclinación. Se detuvo y me dijo con voz muy seria:
—¿No se supone que estaba usted de guardia esta noche?
No hacía falta que me lo preguntara. Apenas dos horas antes, cuando nos estábamos despidiendo, me había dicho:
—Hoy es su primera guardia, ¿verdad? Espero que todo salga bien.
Parecía que para ser director había que decir todo con rodeos.
—Sí —le respondí—. Estoy de guardia, así que como estoy de guardia, voy camino de la escuela, a pasar la noche.
Una vez dicho esto, seguí mi camino. Pero nada más llegar al cruce con Tatemachi, me di de bruces con el Puercoespín. Aquél era un lugar muy pequeño, vaya que sí. No tenías más que poner los pies en la calle, y seguro que te topabas con alguien.
—¿No estabas hoy de guardia? —me preguntó el Puercoespín.
—Sí —le respondí—, así es.
—¿Y te parece normal que el profesor de guardia salga a dar un paseo?
—En realidad —le respondí— lo que me parecería mal es que
no lo hiciera
.
—Pero no sé si te das cuenta de que podrías meterte en un buen lío si te topases con el director o con el jefe de estudios. —Me pareció impropio del Puercoespín decirme algo así.
—De hecho —le dije—, me acabo de encontrar con el director, y me ha dicho que era muy buena idea dar un paseo con el calor que hace. —Dicho esto, pensé que no había más que hablar y continué mi camino a la escuela.
El sol se puso enseguida. En cuanto se hizo de noche, invité a mi cuarto al bedel para que charláramos un rato, pero tras dos horas de cháchara me cansé de él y le pedí que se fuera. A pesar de que todavía no tenía sueño, me puse un kimono ligero para dormir, levanté un extremo del mosquitero, aparté la colcha roja con un pie, y, dejándome caer súbitamente de culo, me tumbé confortablemente. Esa es la manera en la que suelo meterme habitualmente en el futón,
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qué se le va a hacer. Cuando estaba en la pensión de Tokio, el estudiante de Derecho cuya habitación quedaba debajo de la mía subió una vez a quejarse por la forma que tenía de acostarme. Los estudiantes de Derecho, a pesar de ser todos unos enclenques, suelen ser también extremadamente locuaces, y éste en concreto comenzó a soltarme un rollo interminable con sus quejas. Yo supe hacerle callar diciéndole que, si le molestaba tanto el ruido que hacía al acostarme, ello se debía a la mala calidad del edificio. Así que si quería quejarse a alguien, que se quejara a los dueños, y que a mí me dejara en paz. Ahora, sin embargo, no tenía a nadie debajo, así que podía hacer todo el ruido que me apeteciera. Lo cierto es que si no me tiro de espaldas a la cama haciendo todo el ruido que puedo, no acabo de tener la sensación de que me voy a dormir. Cuando ya estaba estirándome y poniéndome cómodo, sentí de repente que algo se posaba en mis pies. Pulgas no podían ser, porque la sensación era más bien de algo áspero. Sorprendido, di dos o tres patadas bajo la colcha. Al instante, noté que montones de bichos me trepaban por todo el cuerpo: cinco o seis por las pantorrillas, dos o tres por los muslos, tenía uno —al que aplasté— bajo la espalda, y otro justo en el ombligo. Espantado, me levanté de un salto, y aparté la colcha. Del futón salieron volando cincuenta o sesenta saltamontes. Al principio solamente estaba un poco sorprendido por lo que estaba pasando, pero al ver los saltamontes me enfadé de verdad. «Si pensáis que unos cuantos saltamontes van a lograr asustarme, estáis listos», me dije mientras intentaba aplastar los insectos con la almohada. Aunque les golpeé dos o tres veces con ella, los saltamontes eran tan pequeños que no resultaba una tarea fácil. Entonces me senté en el futón y empecé a perseguirlos, dando manotazos a diestro y siniestro, como cuando le quitas el polvo al tatami. Pero lo único que conseguí fue que los saltamontes comenzaran a brincar más alto, y a posárseme en los hombros y en la cabeza. Hubo uno incluso que se me acabó posando en la punta de la nariz. Había saltamontes por todas partes. Como no quería quitármelos golpeándome la cabeza, opté por atraparlos uno a uno, y luego arrojarlos lo más lejos posible. Pero en vez de desaparecer se quedaban prendidos al mosquitero, que oscilaba ligeramente cada vez que uno aterrizaba allí. Parecía que no había forma de acabar con ellos, pero al cabo de treinta minutos, logré dar buena cuenta de todos. Entonces agarré una escoba y me puse a recogerlos. En ese instante entró el bedel y me preguntó qué pasaba.
—¿Que qué ha pasado? —exploté—. ¿Acaso conoces algún lugar en el que la gente guarde saltamontes en la cama? —El muy necio…
—Nunca había oído nada igual —me respondió disculpándose.
—¡¿Eso es todo lo que sabes decir?! —exclamé mientras tiraba la escoba al pasillo. El bedel recogió la escoba y los saltamontes muertos mientras se deshacía en excusas, y luego desapareció por el pasillo.
Acto seguido decidí convocar en mi dormitorio a tres de los estudiantes internos como representantes del grupo. En vez de tres, vinieron seis. Tres o seis, qué más daba. Todavía en pijama, me remangué el kimono y comencé el interrogatorio.
—¿Por qué habéis puesto esos saltamontes en mi cama?
—¿A qué se refiere usted con saltamontes? —respondió el que tenía frente a mí. ¡Aquello era demasiado! No era sólo el director el que hablaba dando rodeos. También los estudiantes lo hacían.
—¿Queréis decirme que no sabéis qué es un saltamontes? ¿Qué es esto entonces? —les increpé señalando al suelo. Pero desgraciadamente, el bedel se había llevado todos los saltamontes que yo había barrido, y no quedaba ni uno solo en el suelo. Llamé al bedel y le pedí que trajera los saltamontes de nuevo a la habitación.
—Ya los he tirado a la basura. ¿Quiere que los saque de allí?
—Sí —le dije—. Ahora mismo. —Y entonces el bedel abandonó a toda velocidad la habitación. Tras unos minutos apareció con una docena de saltamontes envueltos en un papel.
—Lo siento, pero como es de noche no se ve bien, y esto es todo lo que he podido encontrar. Mañana le traeré más.
Al oírlo, noté cómo la sangre se me subía a la cabeza. Cogí uno de los insectos, lo puse delante de las narices de los estudiantes, y exclamé:
—¡Esto es un saltamontes! Decidme ahora que no sabéis de qué estoy hablando.
—No —dijo uno con la cara redonda que estaba a la izquierda—. Eso es una langosta,
¿verdad que sí?
Era un descarado, pero no supe qué decir.
—¡Esto es absurdo! Saltamontes, langostas, ¡qué más da! ¿Y quiénes creéis que sois para usar ese estúpido
¿verdad que sí?
, cada vez que os dirigís a un profesor? ¿Es que no os basta con un no? ¡Habláis como niños! —Pensé que esto los haría callar, pero enseguida me respondieron:
—Pero
¿verdad que sí?
y
¿no?
no son la misma cosa,
¿verdad que no?
¡Era inútil, no había forma de que dejaran de torturarme con aquel
¿verdad que sí?
o
¿verdad que no?
cada vez que abrían la boca!
—Langostas o saltamontes, lo que sea, ¿por qué los pusisteis en mi cama? ¿Os pedí que lo hicierais?
—Nadie los puso allí.
—¡Ya! ¿Y cómo llegaron hasta mi cama entonces? Alguna explicación habrá.
—A las langostas les gustan los sitios calientes, y se habrán metido allí por sí solas.
—¡Qué tontería! Cómo se van a meter las langostas en la cama por sí solas… ¿Esperáis que me lo crea? Vamos, decidme por qué lo habéis hecho.
—Nosotros no hemos sido, ¿cómo vamos a saberlo?
¡Panda de bellacos! Si no tenían el valor de hacerse responsables de sus propias acciones, más les valdría no haberlo hecho. Seguramente pensaban que mientras no hubiera ninguna prueba en su contra, lo mejor era hacerse el tonto. De pequeño, en la escuela secundaria, yo mismo había protagonizado algunas barrabasadas, pero si me preguntaban si lo había hecho yo, siempre decía la verdad, nunca intentaba eludir mi responsabilidad. Si había sido yo, había sido yo, no había nada más que discutir. Para mí se trataba de una especie de código de honor, independientemente de lo que hubiera hecho. Si lo que se busca es eludir el castigo, pues bien, en ese caso lo mejor es no hacer la travesura, eso para empezar. Travesura y castigo van de la mano; es la posibilidad del castigo lo que hace que la travesura sea emocionante. ¿De verdad pensaban estos mocosos que existe un lugar en el que puedes hacer algo malo y pedir inmunidad después? Estos chicos se comportaban como la gente que te pide dinero y luego no te lo devuelve nunca. Se pasaban el tiempo en la escuela gastando bromas pesadas y mintiendo, pero seguro que al acabar y recibir un título se paseaban por el mundo haciendo creer a los demás que habían recibido una educación. ¡Qué grupo de farsantes!
El solo hecho de tener que discutir con semejante panda de granujas hizo que me sintiera asqueado, así que les dije:
—Si no queréis contarme la verdad, no lo hagáis. Si a pesar de estar ya en el instituto no sabéis distinguir la sinceridad y la farsa, no vale la pena hablar con vosotros. Os podéis marchar.
Es posible que a veces descuidara mi aspecto o la forma de expresarme, pero estaba seguro de que mi corazón era más noble que el de esos sinvergüenzas. Sé cuando he hecho algo malo y lo acepto. Estos caraduras, en cambio, se retiraron con total calma y aparentando dignidad, como si fueran ellos los profesores agraviados, y no yo. Ni yo mismo en mis mejores tiempos habría tenido el valor de hacer algo así.
Una vez se fueron los alumnos, volví a meterme en la cama, pero no tardé en empezar a oír zumbidos a mi alrededor. Con todo el lío anterior, los mosquitos habían debido aprovechar la ocasión para colarse en el mosquitero. No me pareció buena idea quemarlos uno a uno con la vela que todavía no había apagado, así que lo que hice fue quitar la red, la extendí en diagonal en el suelo de la habitación y la comencé a sacudir con determinación para quitarle los mosquitos. Cuando lo hacía, uno de los ganchos se soltó y me hizo una herida en la mano.
Me metí en la cama por tercera vez, y aunque estaba más tranquilo, todavía no podía dormir. Miré el reloj y vi que eran las diez y media. Empecé a preguntarme dónde me había metido. Si los profesores de instituto tenían que aguantar cosas parecidas, no me extrañaba que se hartaran y lo dejaran. Me parecía un trabajo que exigía una tremenda paciencia. Además, era fácil acabar convertido en alguien hosco y antipático. A la larga, me veía incapaz de aguantarlo. Al acordarme de Kiyo sentía por ella una profunda admiración. Es verdad que era sólo una vieja que no tenía estudios ni una buena posición social, pero como ser humano tenía cualidades excepcionales. Ahora me daba cuenta de todo lo que había hecho por mí, y lo poco que se lo había agradecido. Solo y lejos de ella, era consciente por primera vez de cuánto le debía. Pensé que si le apetecían esos dulces de Echigo, lo menos que podía hacer por ella era ir a esa ciudad a comprárselos, por muy lejos que estuviera, para darle ese pequeño placer. Ella acostumbraba a hablar bien de mí, y a ensalzar mi carácter desinteresado y sincero, pero si alguien se merecía esos elogios era ella, no yo. ¡Cuánto la echaba de menos!
Estaba dando vueltas en la cama con esos pensamientos sobre Kiyo, cuando de repente, del piso de arriba llegó el ruido de treinta o cuarenta personas pateando el suelo. El techo de madera retumbaba de tal forma que parecía que se me iba a venir encima. Entonces, sobre ese ruido, se alzó otro más fuerte todavía, algo así como un grito de guerra. Salté de la cama preguntándome a qué vendría aquel estruendo. Sin duda eran los estudiantes, que se estaban vengando por lo que acababa de ocurrir. Yo estaba convencido de que lo que habían hecho estaba mal y sus protestas no iban a cambiar la situación. No se iba a arreglar nada hasta que reconocieran su culpa. Lo correcto sería que se fueran a la cama y que al día siguiente vinieran a pedirme perdón. O, si pedir perdón era demasiado para ellos, al menos podían irse a la cama calladitos en vez de montar todo ese jaleo. ¡Su lugar no era una escuela, sino una cochiquera donde se guardan los cerdos! Aquella broma estaba pasando de castaño oscuro. Sin pensarlo dos veces, salí de la cama en kimono de dormir y, mientras pensaba qué hacer, me lancé a la escalera que llevaba al segundo piso. Pero en cuanto llegué arriba, el ruido de las voces y de las patadas dio paso al silencio más absoluto. Aquello me pareció muy extraño. Las lámparas estaban apagadas, y no podía ver claramente lo que había a mi alrededor, aunque podía sentir movimiento. Cuando el movimiento cesó y mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude ver que el pasillo estaba completamente vacío. No se veía ni un ratón. Al fondo, la luz de la luna iluminaba una franja en el suelo. Todo aquello era extrañísimo. Tuve la misma sensación que cuando era niño y me despertaba sobresaltado en medio de un sueño, soltando un torrente de palabras inconexas e incomprensibles. La gente se reía de mí cuando me ocurría. A los dieciséis años, una vez soñé que encontraba un diamante, y al despertarme, conseguí despertar también a mi hermano que dormía a mi lado y le pedí enfadado que me dijera dónde estaba el diamante. En casa se pasaron varios días mofándose de mí, lo que me sentó muy mal. Ahora volvía a tener la sensación de estar soñando. «Pero esto no es un sueño», me dije. «El ruido que he escuchado era real.» Mientras estaba allí parado sin saber qué hacer, de la zona iluminada por la luna surgieron las voces de treinta o cuarenta chicos gritando:
—¡Una, dos, tres!
Justo en ese momento volvió a oírse el estruendo de las patadas en el suelo. ¡No, no había sido un sueño!
—¡Callaos todos! —grité—. ¡Es de noche! —Y diciendo esto me dirigí hacia el fondo del pasillo. Todo estaba oscuro a mi alrededor, y mi única guía era la luz de la luna al fondo. Había avanzado apenas un par de metros cuando me golpeé la espinilla con algo duro y grande; con un grito de dolor, caí de bruces. Al levantarme e intentar caminar de nuevo, vi que no podía. Una de mis piernas se negaba a responderme. Con esfuerzo mantuve el equilibrio sobre la otra pierna, pero los gritos y las patadas habían cesado ya, y sólo reinaba el silencio. No creo que sea fácil alcanzar tal grado de maldad. Aquellos muchachos eran unos auténticos cerdos. ¡Pero si eso era lo que querían, yo no me rendiría hasta dar con ellos, sacarlos de su escondrijo y hacer que me pidieran perdón! Entonces intenté abrir una de las puertas de los dormitorios, y vi que me era absolutamente imposible hacerlo. No sabía si habían echado un cerrojo, o si la puerta estaba atrancada con algún mueble. Daba igual la fuerza con la que empujara, no había forma de abrirla. Lo intenté con la puerta del siguiente dormitorio, pero tampoco pude moverla. Estaba en ello cuando volvieron a escucharse los gritos y las patadas en el suelo en el otro extremo del pasillo. Me di cuenta de que los caraduras tenían todo muy bien pensado, y cuando yo iba a un lado del pasillo, empezaban a hacer ruido en el otro. No sabía qué hacer. Francamente, debo confesar que aunque me sobre el valor, lo que a veces me falta es algo de inteligencia. No tenía ni la menor idea de qué hacer. Pero, aun así, no estaba dispuesto a que me tomaran el pelo. Dejar las cosas como estaban significaba rendirme. Seguro que acababan diciendo que era un gallina de Tokio. Sabía que mi reputación quedaría arruinada para siempre si se sabía que unos mocosos se habían burlado de mí y que mi única respuesta había sido volver a mi habitación con el rabo entre las piernas.