Al escuchar estas palabras, me dije que no era extraño que el Mapache hubiera llegado a director
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. Si de verdad asumía la completa responsabilidad por lo ocurrido y pensaba que era su propia falta, ¿no sería mejor que presentara su dimisión en vez de castigar a los estudiantes? Además, así nos habría ahorrado tener que convocar una reunión de profesores. Todo lo que tenía que hacer era usar el sentido común. Los hechos estaban claros: en mi guardia, los estudiantes se habían pasado de la raya. No había sido culpa mía ni del director. La responsabilidad era sólo de los estudiantes. Si Puercoespín los había incitado, entonces él era también responsable. ¿Acaso creía el director que su trabajo consistía en salvar el pellejo de los culpables cargando él solo con la culpa? Era una artimaña muy propia de un mapache. Tras finalizar su absurda perorata, nos miró a todos con cara de satisfacción. Nadie dijo nada. El profesor de ciencias naturales miraba a través de la ventana a un cuervo que estaba posado en un tejado. El de literatura china estaba concentrado en doblar y desdoblar la copia que habían repartido. Puercoespín seguía con sus ojos fijos en mí. Si todas las reuniones de profesores eran farsas como aquella, lo mejor sería saltárselas y quedarse en casa echando una siestecita.
Decidí romper el silencio, pero cuando estaba a punto tomar la palabra, Camisarroja se levantó súbitamente y empezó a hablar, así que me callé. Había dejado la pipa en la mesa, y mientras disertaba se secaba el sudor de la cara con un pañuelo de seda. Seguro que se lo había dado la Madona: un caballero siempre debe usar pañuelos blancos de lino.
—Yo también dudé de mi capacidad como jefe de estudios cuando me enteré del desgraciado incidente de los estudiantes internos, y me avergüenzo mucho por no haber sabido ser un guía moral para nuestros jóvenes. Este tipo de incidentes siempre es un reflejo de nuestras propias limitaciones, y aunque a simple vista pueda parecer que la culpa es de los estudiantes, si no nos centramos sólo en el incidente y vemos las cosas en su conjunto, debemos concluir que la responsabilidad real recae en la escuela. Creo, por tanto, que tratar lo ocurrido como un hecho superficial y castigar sólo a los estudiantes puede tener consecuencias muy negativas de cara al futuro. Es muy posible, además, que todo se deba a un exceso de energía juvenil, y que los actos en cuestión fueran actos semi-inconscientes, cometidos sin una previa ponderación de lo que está bien y lo que está mal. Por supuesto que el director es quien debe decidir las medidas a adoptar, y no pretendo en absoluto inmiscuirme en su decisión, pero espero su comprensión y la de todos, y que, en consecuencia, actuemos con tanta clemencia como sea posible.
Si el Mapache había hablado como esperaba de él, Camisarroja no le andaba a la zaga. Allí estaba, delante de todos, defendiendo que si los estudiantes se pasaban de la raya, no eran ellos los responsables sino los profesores. En resumidas cuentas, que si un lunático hace algo malo a alguien, quien tiene la culpa es quien recibe el daño, y eso es suficiente justificación para el lunático. Sentí ganas de darles las gracias. Si resulta que los estudiantes padecen un exceso de energía, lo adecuado sería sacarlos al patio y que se desfogaran haciendo algo de sumo. ¿De verdad pensaban que iba a creerme que habían introducido los saltamontes en mi cama «en estado semi-inconsciente»? ¡Si me hubieran matado mientras dormía, Camisarroja habría defendido que lo habían hecho sin ser muy conscientes de ello y los habría dejado irse de rositas!
Mientras pensaba estas cosas, volví a sentir ganas de levantarme y hablar, pero mi falta de elocuencia me contenía. Me suele ocurrir que, cuando me enfado, me quedo bloqueado. Digo dos o tres palabras, y luego se acabó. Estaba seguro de que no me faltaba carácter y energía para hacer frente al Mapache y a Camisarroja, pero sabía que ambos eran hábiles oradores, y no quería darles la oportunidad de aprovecharse de mis limitaciones en esas circunstancias. Me quedé sentado, intentando encontrar las palabras adecuadas para expresar mis ideas cuando, de repente, vi que frente a mí, el Bufón se ponía en pie y empezaba a hablar. «¿Qué querrá decir ahora este payaso?», me pregunté.
—El reciente incidente de los grillos y de los gritos —dijo con un tono afectado— constituye un hecho realmente extraordinario, y lo bastante grave como para poner en entredicho el futuro de nuestra escuela. En momentos como éstos, ineludibles para docentes como nosotros, debemos reflexionar sobre nuestra conducta con la firme voluntad de restablecer el sentido de la disciplina. Los análisis de nuestro director y del jefe de estudios han puesto el dedo en la llaga, y los apoyo sin reservas. Debemos ser tan indulgentes como podamos en las medidas que adoptemos.
De nuevo otro bonito discurso, pero vacío, confuso y afectado. Lo único claro era que apoyaba a los otros sin cortapisas.
No había sacado nada en claro de lo que el Bufón había dicho, y aquello sólo sirvió para ponerme aún más furioso. Así que antes de que pudiera pensar claramente en lo que iba a decir, ya me había puesto en pie. Sólo alcancé a articular:
—¡No estoy de acuerdo en absoluto…! —Después de unos instantes de zozobra, me calmé y pude continuar—: ¡No puedo apoyar una propuesta tan insensata! —En ese momento, los presentes rompieron a reír—. La culpa la tienen exclusivamente los estudiantes. Si no hacemos que se disculpen, el incidente se repetirá. No estaría de más expulsar a alguno. Un hecho tan intolerable… Habrán pensado que siendo nuevo…
Tras decir esto, me senté. A continuación habló el profesor de ciencias naturales, que estaba sentado a mi derecha:
—Es verdad que la culpa es de los estudiantes, pero si los castigamos con demasiada severidad, puede ser contraproducente y empeorar las cosas. Estoy de acuerdo con el jefe de estudios en que lo mejor es ser indulgente en las medidas a adoptar.
¡Estaba claro a quién apoyaba! Luego habló el profesor de literatura clásica china, quien también apoyaba la política de la clemencia. El de historia dijo que también estaba de acuerdo con el jefe de estudios. «Maldita sea», pensé. «Todos están de acuerdo con Camisarroja.» Si era así como pretendían llevar la escuela, no había nada que hacer. Desde mi punto de vista, sólo había dos opciones: o se castigaba a los alumnos díscolos, o yo presentaba mi dimisión. Si prevalecía la opinión de Camisarroja, estaba decidido a levantarme allí mismo, irme a la pensión y hacer las maletas. Sabía que mi elocuencia no bastaba para convencerles, pero aunque lo hubiera hecho, no quería tener nada que ver con gente que pensaba de esa manera. Y en ese caso, ¿qué más me daba lo que dijeran? Si me levantaba para decir algo, seguro que se iban a reír, así que me quedé sentado, con la boca bien cerrada.
Entonces el Puercoespín, que hasta entonces había estado sentado en silencio, se levantó como movido por un resorte. Estaba seguro de que también mostraría su apoyo a Camisarroja. No me interesaba lo que iba a decir. Era mi enemigo declarado. Pero el Puercoespín, con una voz tan alta que hizo que los cristales de las ventanas temblaran en sus marcos, dijo:
—¡Estoy totalmente en contra de la propuesta del jefe de estudios y del resto de los profesores! Independientemente de cómo se considere el incidente, no podemos ignorar que lo que estamos analizando es que un grupo de cincuenta estudiantes internos se burlaron sin el menor respeto de un profesor recién llegado. El jefe de estudios parece creer que tal comportamiento se debe al carácter de ese profesor, pero, con todo el respeto, creo que se han tergiversado las cosas. Al nuevo profesor le fue asignada una guardia nocturna al poco de llegar, sin que ni siquiera hubiera disfrutado de veinte días de trato previo con los estudiantes. Veinte días no son suficientes para que los estudiantes puedan llegar a conocerlo y aceptarlo como un profesor suyo. Si se hubieran burlado de él porque hubiera mostrado alguna falta de profesionalidad, en ese caso deberíamos ser clementes con los estudiantes. Pero excusar el comportamiento de unos alumnos insolentes que se han burlado de un profesor nuevo sin ninguna razón, empañaría la reputación de nuestro instituto. Educar no es sólo impartir conocimientos. Educar es también forjar caracteres nobles, rectos y con fuertes principios, en los que no cabe la vulgaridad, la superficialidad y la arrogancia. Modificar lo que debemos hacer, por temor a que sea contraproducente o a una respuesta exagerada, significa renunciar a nuestro cometido. Si podemos llamarnos docentes es precisamente por nuestra capacidad de rectificar conductas, y si renunciamos a ello, en ese caso habría sido mejor que nunca hubiéramos elegido esta profesión. Por estas razones es imperativo, en mi opinión, que obliguemos al conjunto de los estudiantes internos a presentar sus disculpas al profesor en cuestión.
Terminada su intervención, el Puercoespín se volvió a sentar como movido por otro resorte. El silencio era total. Camisarroja había vuelto a coger su pipa y la limpiaba con el pañuelo. Yo estaba exultante. Puercoespín había dicho exactamente lo que yo habría querido decir. Como soy un inocente, enseguida me olvidé de que estaba enfadado con él, y lo miré agradecido. Puercoespín ni se inmutó.
Tras unos instantes, Puercoespín se levantó de nuevo y prosiguió:
—Quería añadir algo que he olvidado en mis palabras anteriores. Ha llegado a mi conocimiento que el profesor en cuestión que hacía la guardia nocturna abandonó su puesto para irse a un baño público. ¡En mi opinión, semejante comportamiento constituye una falta inexcusable! Quien acepta la responsabilidad de llevar a cabo una guardia nocturna no puede aprovecharse de la situación e irse alegremente a unos baños, ni más ni menos, simplemente porque no haya nadie que lo controle. Se trata de una falta grave, en mi opinión. Aparte de las medidas que se adopten contra los estudiantes, espero que el director le llame la atención por su conducta.
El Puercoespín era un tipo realmente extraño: cuando parecía que te estaba apoyando, de repente ponía de manifiesto tus errores. Si yo lo había hecho fue porque la noche en que llegué a la escuela el profesor que estaba de guardia había salido, y había creído inocentemente que esto era algo permitido. ¡Por eso había ido a los baños! Ahora me daba cuenta de que había hecho mal. Era natural que me amonestaran. Así que me levanté y declaré:
—Es verdad, lo reconozco. Fui a los baños la noche que estaba de guardia. Me doy cuenta de que está mal, y pido disculpas por ello.
Tras sentarme, todo el mundo volvió a reírse. Parecía que sólo sabían reírse cada vez que abría la boca. ¡Pazguatos! Me habría gustado verlos ponerse de pie y aceptar públicamente que habían hecho algo mal. Seguramente se reían avergonzados de su propia incapacidad.
El director anunció entonces que después de escuchar todas las opiniones sólo le quedaba sopesarlas antes de tomar una decisión. Y lo que decidió, unos días más tarde, fue que los estudiantes internos permanecieran confinados en sus aposentos durante una semana, y que me presentaran disculpas personalmente. Teniendo en cuenta que yo ya estaba dispuesto a presentar mi dimisión y volverme a casa si no se me ofrecían disculpas, quizá lo mejor habría sido que las cosas no se hubieran resuelto en mi favor, por lo complicado que acabó resultando todo después. Aunque de ese asunto hablaré más adelante.
Por el momento, la reunión continuó con algunos comentarios del director:
—Como es deber del cuerpo de profesores servir de ejemplo a los estudiantes, querría pedir a los profesores que eviten comer o beber en locales públicos. Por supuesto que se exceptúan banquetes de despedida o celebraciones oficiales, pero insisto en pedirles que eviten lugares de dudosa reputación tales como restaurantes de
soba
o de
dango
…
Al oír sus palabras todos se rieron a carcajadas. El Bufón se volvió hacia el Puercoespín y pronunció la palabra «
tempura
» con cara de graciosillo, pero Puercoespín lo ignoró. ¡Me pareció muy bien!
No soy muy listo, y me costaba comprender lo que el Mapache quería decir, pero pensaba que si no es propio de profesores comer en restaurantes de soba o de dango, en ese caso quizás yo no debía ser profesor, puesto que tan aficionado era a ellos. Además, si era tan importante, debían haberlo marcado como una de las condiciones fundamentales a la hora de otorgar la plaza. Aquellos insensatos me habían contratado sin mencionarme nada, y ahora que ya estaba allí, me decían que me prohibían comer dango. ¡Era un auténtico revés para alguien como yo, que tenía tan pocas diversiones! Camisarroja atacó de nuevo:
—Los profesores de instituto forman parte de la capa más alta de la sociedad. Así pues, no deben regodearse en placeres materiales. Dedicarse a semejantes actividades sólo puede ejercer una mala influencia en los estudiantes. Es cierto que todo ser humano necesita diversiones, sobre todo para sobrellevar el tedio de la vida de provincias. Por ello deben dedicarse a entretenimientos de naturaleza intelectual tales como la pesca, la lectura de obras literarias, la composición de
haikus
o la escritura de poemas modernos…
Los demás escuchábamos en silencio aquella sarta de insensateces. Camisarroja parecía dejarse llevar por el sonido de su propia voz. Si pescar abono marino, hacer chistes estúpidos sobre
goruki
y los escritores rusos, mirar a una geisha bajo un pino, o componer
haikus
sobre ranas que saltan en estanques putrefactos eran divertimentos intelectuales, no veía yo por qué comer
tempura
o bolas de arroz no eran entretenimientos comparables. ¡Lo que tenía que hacer era lavar su camisa roja en vez de echarnos sermones sobre diversiones absurdas! Yo estaba tan enfadado que me levanté y le pregunté a voz en grito:
—¿Y la Madona, eh? ¿Es también la Madona un divertimento intelectual?
Esta vez se hizo un silencio sepulcral. Nadie se rió. Los profesores se limitaron a mirarse los unos a los otros con ojos de asombro. Camisarroja se quedó callado, con el gesto torcido. «¡Toma ya!» pensé. «Esta vez te he pillado, ¿no crees?» Por el único que lo sentí fue por el Calabaza, quien al oírlo se quedó aún más pálido que de costumbre.
D
ecidí abandonar la pensión esa misma noche. Mientras hacía el equipaje, la casera entró en la habitación y me preguntó qué ocurría. Me dijo que si había algo que no me gustara, lo solucionarían. Me dejó perplejo. ¡Es difícil imaginar que haya gente tan incoherente en el mundo! ¿En qué quedaban? ¿Querían que me fuera, o que me quedase? ¡Estaban como cabras! Discutir con semejante chusma era un deshonor para alguien de Tokio, así que salí a buscar un
rickshaw
para recoger mis cosas y salir lo antes posible.