Una vez en la calle, la verdad es que no sabía adónde ir.
—¿Dónde quiere que le lleve? —me preguntó el conductor del
rickshaw
. Yo no sabía qué decirle.
—Sígame en silencio, y ya lo iremos viendo…
Empecé a caminar y el cochero me siguió, mientras tiraba del
rickshaw
. Lo primero que pensé fue en volver a la posada Yamashiro, pero se trataba de una solución provisional y tendría que volver a hacer otra mudanza pronto, con las consiguientes molestias. Mientras caminaba, buscaba algún cartel que dijera: «Se alquila habitación». Esperaba que el destino me mostrara alguna señal. Dando vueltas, pasamos por una zona de calles tranquilas, y al final entramos en la zona de Kajiya-cho. Se trataba de un barrio de grandes mansiones de samuráis, por lo que era poco probable que encontrara alguna pensión en aquel lugar. Estaba a punto de volver a una zona más céntrica y menos residencial cuando de repente tuve una idea. Recordé que el Calabaza vivía en aquel barrio. Según me había dicho, su familia había vivido allí durante generaciones, así que seguro que conocía bien la zona. Lo más probable era que me diera buenos consejos si me acercaba a su casa a preguntarle. Afortunadamente, le había hecho una visita poco antes, y recordaba dónde estaba su casa, así que pude encontrarla sin gran dificultad. Me dirigí a la puerta y llamé dos veces:
—¡Hola, hola! —exclamé.
No tardó en salir una mujer de unos cincuenta años que empuñaba una vieja linterna de papel. No es que no me gusten las mujeres jóvenes, pero la cercanía de una mujer mayor me conforta. Quizá es que me siento tan bien con Kiyo que proyecto ese sentimiento en cualquier mujer mayor. Se trataba de una mujer de aspecto digno, con el pelo corto, como el de las viudas, recogido en la nuca. Como sus rasgos eran muy similares a los del Calabaza, asumí que era su madre. Tras presentarme, me invitó a entrar cortésmente, pero le dije que solamente había venido a preguntar algo a su hijo. Lo llamó, y cuando el Calabaza bajó le expuse rápidamente mi situación y le pregunté si podía ayudarme. Me dijo que en efecto se trataba de un problema, y se quedó pensativo durante un buen rato. Luego pareció recordar algo y me dijo que había una pareja de ancianos, los Hagino, que vivían en la calle de atrás, y que alguna vez le habían preguntado si conocía a alguien de confianza para alquilarle una habitación que tenían vacía. No sabía si todavía estaría libre, pero podíamos acercarnos y preguntar. Él me acompañaría con gusto.
Y así fue como me convertí en inquilino de los Hagino. Me sorprendió enterarme de que en cuanto me fui del cuarto de los Ikagin, el Bufón lo ocupó como si fuera lo más natural del mundo. ¡Me quedé atónito! Parecía que en el mundo no había más que sabandijas, cada una de ellas intentando aprovecharse de las demás. ¡Qué asco!
Si el mundo era así, sólo me quedaba encerrarme en mí mismo, e intentar que no me engañaran. Pensándolo bien, si vivir del robo es la única manera de poder comer tres veces al día, hay que preguntarse si merece la pena vivir. Por otra parte, quitarse la vida cuando se goza de buena salud es un deshonor para tus ancestros, además de muy negativo para la propia reputación. Cuanto más lo pensaba, más me parecía que debía haber usado los seiscientos yenes para hacerme lechero o algo parecido, en vez de matricularme en la Escuela Superior de Ciencias Físicas para aprender algo tan inútil como las matemáticas. Si lo hubiera hecho, Kiyo y yo habríamos podido seguir juntos, y no habría tenido que estar pensando en ella desde la distancia. No había sido consciente de ello mientras vivíamos juntos, pero ahora que me había ido a una provincia lejana me daba cuenta de lo buena persona que era Kiyo. Ahora empezaba a ser consciente de lo difícil que era encontrar en todo Japón alguien tan bueno como ella. Estaba algo resfriada cuando salí de Tokio, y me preguntaba cómo estaría ahora. Seguro que se había alegrado de recibir la carta que le mandé. Pero no me había contestado… Pasé varios días pensando en estas cosas.
El asunto me preocupaba, y cada día preguntaba a la casera si había llegado alguna carta de Tokio para mí. Ella me miraba apenada, y me decía que no había nada. Los Hagino eran de una familia de samuráis, y se notaba en que eran gente refinada, no como los anteriores caseros. Es verdad que por las noches el casero recitaba cantos del teatro
Noh
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con una voz muy extraña, lo que no era muy agradable, pero nunca se le ocurrió entrar en mi habitación sin llamar para «invitarme» a té, así que en aquella casa estaba más a gusto. La casera, en cambio, sí que solía venir de vez en cuando a mi habitación a charlar un rato.
—¿Por qué no se ha traído a su mujer de Tokio y han montado su propia casa? —me preguntó un día.
—¿Parezco un hombre casado? —le dije—. Si sólo tengo veinticuatro años…
—Pues claro que es normal estar casado a los veinticuatro años… —me respondió ella, y me dio más de media docena de ejemplos de conocidos suyos que se habían casado a los veinte años o que tenían un par de hijos a los veintidós. Se empeñaba en echar por tierra la excusa de mi juventud, así que, imitando lo mejor que pude su fuerte acento, le dije que puesto que estaba bien casarse a los veinticuatro, ¿por qué no me ayudaba a encontrar mujer?
—¿Quiere que le busque una? —me dijo.
—Sí, de verdad. Me muero por tener una esposa.
—Ya, es lo que todos los jóvenes quieren. —No supe qué replicar. Ella prosiguió—: Pero creo que la verdad es que ya está casado. A mí no me engaña.
—¿De verdad? ¡Qué lista! ¿Y cómo lo ha adivinado?
—¿Cómo? No hay día en que no me pregunte si ha llegado carta de Tokio.
—Vaya, vaya… ¡Qué lista!
—¿A que tenía razón?
—Claro. Es decir…
—Las chicas de hoy ya no son como las de antes. Ahora hay que tener más cuidado, ¡vaya que sí!
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Insinúa que mi mujer tiene un amante en Tokio?
—¡No! Su mujer no, pero…
—Es un alivio saberlo… ¿Quién entonces?
—Su mujer está claro que no, pero…
—¿Quién entonces?
—¿Aquí? Muchísimas… La señorita Toyama, sin ir más lejos. ¿La conoce?
—No.
—¿Cómo? ¿No la ha conocido todavía? Si es la chica más guapa de por aquí. Es tan hermosa que todos los profesores de la escuela la llaman «la Madona». ¿De verdad que no ha oído hablar de ella?
—Así que ésa es la Madona… Creía que se trataba de una geisha.
—No, no. «Madona» es una palabra extranjera. Se usa para referirse a las mujeres muy guapas, creo.
—Debe ser eso… Vaya, vaya.
—Creo que el nombre se lo puso el profesor de arte.
—Quiere decir el Buf…
—¡Oh, no! Fue el profesor Yoshikawa.
—¿Y la tal Madona es una de esas…?
—La tal Madona es una de esas…
—¡Qué pena! Aunque con ese mote debe ser difícil hacerse respetar…
—¡Pues claro! ¡Pasa como con la diabla de Omatsu, o con la ogresa Ohyaku! Son mujeres peligrosas.
—¿Y la Madona es como ellas?
—¡Menuda es la señorita Madona! El señor Koga, ¿sabe?, el que le trajo aquí; pues la Madona era su prometida, e iban a casarse cuando…
—¿Qué? ¡Es increíble! Nunca habría pensado que nuestro viejo amigo el Calabaza pudiera tener éxito con las mujeres. No se puede juzgar a la gente por sus apariencias, debo tener más cuidado.
—Pero entonces, el año pasado, el padre del señor Koga se murió. Hasta entonces tenían mucho dinero, además de muchas acciones de algún banco. Todo iba bien, pero tras su muerte todo cambió, no sé muy bien por qué… En resumidas cuentas, el señor Koga es demasiado bueno, y le engañaron. Entonces se pospuso la boda, y luego se volvió a posponer, y entonces fue cuando apareció el tal jefe de estudios, y le pidió la mano.
—¡¿Quiere decir Camisarroja?! Es un tipo asqueroso. Sabía que esa camisa era de mal paño… ¿Y qué pasó luego?
—Hizo que alguien fuera a hablar con la familia Toyama en su nombre, y el señor Toyama le dijo que el señor Koga todavía estaba comprometido con su hija, y que no podían darle una respuesta inmediata, pero que lo considerarían con atención. Entonces el señor Camisarroja encontró una manera de hablar directamente con la familia Toyama, y al final la niña acabó cayendo en sus redes. Él se salió con la suya, pero la señorita también, no hay quien hable bien de ella. Era la prometida del señor Koga, pero entonces aparece un jefe de estudios y ella decide cambiar uno por otro. ¡Fue una ofensa para el santo de ese día!
—¡Desde luego! Y no sólo para el santo de ese día, fuera cual fuera; un mal día para el santo del día siguiente, y del otro… ¡Una ofensa sin fin!
—Y entonces, el señor Hotta, amigo del señor Koga se compadece de él y decide ir a hablar con el señor director. Y el señor Camisarroja, según lo que he oído, les dice que no tiene ninguna intención de quitar a nadie su prometida. Si ese compromiso se rompiera, parece que dijo, quizá se interesaría por la chica, pero por el momento no hace más que pasar el tiempo con la familia Toyama, y no ve qué mal puede haber en ello. Como no había nada más que hacer, el señor Hotta se volvió a su casa. Dicen que desde entonces, el señor jefe de estudios y el señor Hotta se llevan muy mal.
—Me ha impresionado con esta historia. ¿Cómo sabe tantos detalles?
—En una ciudad pequeña todo se acaba sabiendo.
Saber demasiado suele traer problemas, y la señora Hagino sabía demasiado. De la misma forma, podía estar perfectamente al tanto de mis incidentes con el
tempura
y las bolas de arroz. Podía no hacerme mucha gracia, pero aquello también tenía sus ventajas: gracias a ella, sabía quién era la Madona y era capaz de comprender la relación entre Camisarroja y el Puercoespín, lo que seguramente podía serme útil en el futuro. El único inconveniente es que no me había aclarado quién de los dos era el malo. ¡Si no me las explican con claridad, me resulta difícil comprender las cosas!
—Mmmm… Me pregunto quién es mejor persona, si Camisarroja o el Puercoespín…
—¿Y quién es ese
Puercoespín
?
—El señor Hotta.
—Pues si los juzgamos por su fuerza, el señor Hotta parece el más fuerte de los dos, pero el señor jefe de estudios es licenciado universitario, o sea que tiene más cabeza. También el jefe de estudios es más educado, pero he oído que el señor Hotta es más popular entre los estudiantes.
—En resumen, ¿cuál de los dos es mejor?
—¡Pues, en resumen, el mejor es el que tiene el sueldo más alto!
No encontraba sentido a la conversación, así que decidí dejarlo. Dos o tres días más tarde, al volver de la escuela, la vieja dama me esperaba en la puerta con una gran sonrisa.
—Ya está usted aquí… —me dijo, mientras me entregaba una carta de modo muy ceremonioso. Cuando se iba, vi que era de Kiyo. En el sobre había unas notas pegadas en las que se podía leer que la carta había ido de la posada Yamashiro a la pensión de los Ikagin, y de allí a la casa de los Hagino. También vi que había permanecido una semana en la posada. Me imaginé que, ya que estaba en una posada, la carta había decidido pasar unos días descansando. Al abrirla, vi que era carta muy larga. Decía así:
Botchan:
Después de recibir la carta de mi Botchan quise responder enseguida, pero desgraciadamente estaba en cama resfriada, y no he podido hasta ahora. Lo siento. Además, ni leo ni escribo tan bien como lo hacen las chicas de ahora. Me cuesta mucho escribir porque mi letra es muy mala y no sé hacerlo bien. Iba a decirle a mi sobrino que me la escribiera, pero como la carta era mía, pensé que sería más cortés que la escribiera yo misma, así que hice un borrador primero y después lo pasé a limpio. Tardé sólo dos días en pasarlo a limpio, aunque escribir el borrador me llevó cuatro días. Es posible que resulte difícil de leer, pero Botchan debe hacer el esfuerzo de leerla hasta el final, por favor.
La carta, efectivamente, estaba escrita en una única hoja de papel que medía más de un metro de largo cuando la desdoblabas en su totalidad. Como la propia Kiyo decía, resultaba difícil de leer. No sólo la letra era muy mala, sino que estaba escrita en un completo desorden y no se sabía dónde empezaban o terminaban las frases. Yo soy muy impaciente, y en circunstancias normales no habría leído una carta semejante aunque me hubieran pagado cinco yenes. Esta vez, sin embargo, me concentré y la leí desde el principio hasta el final. Pero como me era tan difícil ver dónde empezaban o terminaban las palabras y las frases, no comprendí nada, y tuve que volver leerla una vez más. La habitación empezaba a estar oscura y me era difícil distinguir los caracteres, así que salí al porche,
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me senté en una silla, y leí con toda la atención de la que fui capaz. Una brisa otoñal mecía las hojas del platanero, y cada vez que la notaba en la espalda, el papel de la carta volaba y se levantaba de tal forma que cuando terminé de leerla flotaba ante mí una tira de papel que medía más de un metro. Parecía que con sólo separar mis dedos y soltarla, habría salido volando por la oscuridad del jardín. Pero apenas me fijaba en esas cosas. Seguí leyendo.
El carácter de Botchan es recto, flexible y resistente como el de una vara de bambú, pero su impulsividad me preocupa. Si se dedica a poner imprudentemente motes a los demás y se enteran, le cogerán manía; debe tener cuidado eligiendo el momento y la manera en que los usa; debe usarlos sólo en las cartas que escriba a Kiyo. He oído que la gente de los lugares recónditos a veces es mala, y Botchan debe ser precavido. Incluso el clima debe ser peor que el de Tokio, por lo que es conveniente abrigarse para no resfriarse mientras se duerme. Como la carta que recibí era muy corta, no puedo hacerme una idea clara de cómo van las cosas por allí; la próxima vez debe escribirme una que sea por lo menos la mitad de larga que ésta. Una propina de cinco yenes para la gente del hotel está bien, siempre que no se quede sin dinero. Botchan debe recordar que está solo y en lugar lejano, y todo lo que tiene es su propio dinero. Debe gastar poco para que no le falte cuando lo necesite de verdad… Mando un giro de diez yenes. Los cincuenta yenes que me dio mi Botchan los guardé en una cuenta de ahorros para que le sirvan a Botchan cuando vuelva a Tokio y se compre una casa, aunque después de sacar diez sólo queden cuarenta, pero me imagino que será bastante…
«Las mujeres, siempre tan preocupadas por los detalles», me dije.