—¿Crees que puedes? —exclamó—. ¡Eso hay que verlo!
Pero finalmente preferí no intentarlo. Me habría dado vergüenza no ser capaz de romper la cinta y haber quedado en ridículo delante del Puercoespín.
—Esta noche, después de emborracharte en la fiesta, ¿estarías dispuesto a darles su merecido a Camisarroja y al Bufón? —le pregunté por pura curiosidad. Puercoespín se quedó pensativo durante unos instantes, y luego me dijo que no se trataba precisamente de la noche más adecuada. Esa noche se celebraba la fiesta en honor de Koga y no era ocasión de empezar peleas. Además, lo que él quería era pillarlos in fraganti para que no pareciera que era él quien había empezado. Muy razonable, pensé yo. Después de todo, el Puercoespín me estaba demostrando que tenía más cerebro de lo que parecía.
—Bueno —proseguí—, cuando hables de Koga esta noche, habla de él todo lo bien que puedas. Ya sabes que yo no soy más que un tokiota impulsivo, y cuando tengo que hablar en público me bloqueo. Siempre me pasa igual. Cuando estoy a punto de abrir la boca, de repente siento como una bola que se me coloca en medio de la garganta, y entonces no me salen las palabras. Seguramente tú lo harás mucho mejor que yo.
—¡Es muy extraño lo que te cuentas! —respondió el Puercoespín—. ¡Una bola en medio de la garganta! ¡Qué horror!
—No te creas que es tan horroroso… —repuse.
Finalmente llegó la hora de salir para la fiesta. El evento se celebraría en un restaurante llamado Kashintei, que tenía fama de ser el mejor de la ciudad. Yo, desde luego, nunca había ido. Según decían, el local ocupaba lo que antaño había sido la mansión de un samurái y, tras su conversión en restaurante, la decoración apenas había sufrido cambios. Cuando vi el edificio, me pareció que tenía un aspecto imponente. De todos modos, pensé que convertir la mansión de un guerrero en un restaurante era como hacerse unos calzoncillos con cota de malla.
Cuando el Puercoespín y yo llegamos al restaurante, los demás invitados ya estaban allí, charlando en pequeños grupos. El comedor era bastante espacioso, debía medir cincuenta tatamis. Como era de esperar en una habitación tan grande, en la misma medida el
tokonoma
era impresionante. No tenía ni comparación con el de mi habitación de la posada, que ya me había parecido grandísimo; éste tendría más de tres metros de largo. A la derecha del
tokonoma
había un jarrón de cerámica de Seto con un dibujo rojo. Dentro del jarrón alguien había colocado una gran rama de pino. Me extrañó que usaran una rama de pino como decoración, pero me imaginé que lo harían para ahorrar dinero y que por eso habían elegido algo que duraría por lo menos un par de meses antes de secarse. Pregunté al profesor de ciencias si sabía de dónde era esa pieza de cerámica Seto.
—No es de Seto —me respondió—. Es de Imari.
Yo le dije que para mí la cerámica Imari y la Seto eran iguales y él se rió. Más tarde me enteré de que la cerámica Seto se llama así porque se hace en un lugar llamado Seto. ¡No sabía que el lugar importara tanto!
En el centro del
tokonoma
había una gran
kakemono
con una caligrafía de unas veinte letras que eran tan grandes como mi cabeza. Me pareció que no estaba muy bien hecho. No comprendía por qué lo usaban como decoración, así que se lo pregunté al profesor de literatura clásica china. Parece ser que era la obra de un conocido maestro de caligrafía llamado Kaioku. Fuera quien fuera ese Kaioku, su trabajo me parecía muy malo.
Poco después el secretario Kawamura nos pidió que tomáramos asiento en el tatami. Elegí un lugar junto a una columna a fin de poder apoyarme en ella durante la cena. El Mapache, vestido con un kimono formal con chaqueta y faldón de gala, se sentó delante del Kaioku. Camisarroja, que iba ataviado de forma similar, se sentó a su izquierda. A su derecha, en el lugar de honor, se sentó el Calabaza, también con atuendo de gala japonés. Yo iba con ropas occidentales que resultaban demasiado estrechas para sentarme con comodidad en la postura formal, de rodillas con las piernas dobladas, así que pronto las crucé. A mi lado se sentó el profesor de gimnasia, que vestía unos pantalones negros, aunque él sí pudo mantener la posición formal. No en vano era profesor de gimnasia, así que no me extrañó que lo aguantara.
Pronto comenzaron a servirnos. Las botellas se alinearon en la mesa. El secretario se levantó e hizo un pequeño discurso introductorio. A continuación lo hizo el Mapache. Después habló Camisarroja. Los tres pronunciaron discursos de despedida tan similares, que cualquiera diría que habían quedado para prepararlos juntos. Hablaron de su admiración hacia el Calabaza y de sus sobresalientes cualidades como profesor y como ser humano. A continuación lamentaron su inminente partida y la pérdida que suponía para la escuela y para ellos mismos, y le reprocharon que él mismo hubiera pedido el traslado, algo a lo que no se habían podido negar, desgraciadamente. Ninguno de los dos mostró ningún reparo en mentir de ese modo tan flagrante, estando como estaban en el mismísimo banquete de despedida del Calabaza. Camisarroja fue el más efusivo de los tres, e incluso se atrevió a decir que con la partida del señor Koga perdía a un buen amigo. Para él, aquello constituía una desgracia personal. Habló de una manera aparentemente tan sincera y convincente, que cualquiera que lo escuchara por primera vez pensaría que decía la verdad. Seguramente fue así como embaucó a la Madona. Cuando Camisarroja estaba a la mitad de su discurso, Puercoespín, que estaba sentado frente a mí, me dirigió una mirada de lo más aguda. Como respuesta, me llevé un dedo al ojo y le hice un signo de complicidad.
Una vez se sentó Camisarroja, el Puercoespín se levantó como si llevara mucho tiempo esperando ese momento para hablar. Sin darme cuenta, rompí a aplaudir. Pero tuve que parar porque todos, incluido el Mapache, empezaron a mirarme de modo extrañado. Todo aquello me hizo sentir muy incómodo.
—Acabamos de escuchar —dijo el Puercoespín— lo mucho que nuestro director y nuestro jefe de estudios sienten la marcha del señor Koga. Yo, sin embargo, pienso de forma muy diferente: creo que lo mejor que puede hacer el señor Koga es irse, y tan rápidamente como pueda. Nobeoka es un lugar remoto, y seguro que comparado con nuestra ciudad presenta inconvenientes de índole material. Pero, por lo que yo sé, se trata de un lugar en el que la forma de ser de la gente sigue siendo pura y sencilla, y seguro que tanto los estudiantes como los profesores se rigen por los antiguos principios de sinceridad y disciplina. En un lugar así no es probable que se encuentre con petulantes mentirosos especializados en soltar falsos halagos, de ésos a los que les encanta usar su bonita cara para engañar a un caballero. ¡Una persona con un corazón sincero y virtuoso como usted, seguro que será bien recibida allí! Por eso, señor Koga, le felicito de todo corazón, por su pronta y feliz partida. Y no quiero terminar mi discurso sin expresarle mi humilde deseo de que, una vez que se establezca en Nobeoka, encuentre usted a una joven educada y apropiada para convertirse en la compañera de un auténtico caballero, y proceda a formar un hogar y una familia feliz con ella. Quizás de esa forma logre arrojar toda la vergüenza del mundo sobre un miserable y mentiroso impostor.
Dicho esto carraspeó dos o tres veces y se sentó. De nuevo sentí el impulso de aplaudir, pero temía volver a llamar la atención, así que me contuve. Después de Puercoespín, fue el propio Calabaza el que se levantó para hablar. Pero en vez de hacerlo desde su sitio, se dirigió al lugar que estaba frente a él, reservado para la persona de menor rango. Saludó a la audiencia con cortesía, y luego dijo:
—En realidad no tengo palabras para expresar lo mucho que me han emocionado los discursos que mis colegas me han dirigido con ocasión de mi traslado a Kyushu, debido a razones personales. De forma especial, quiero dar las gracias por las inolvidables palabras de despedida de nuestro director, del jefe de estudios y de algunos otros que también han hablado aquí. Ahora que me dispongo a partir a un lugar lejano, me gustaría que me reservarais un lugar en vuestros pensamientos y que continuarais apoyándome de la misma forma que lo habéis hecho en el pasado.
Tras decir esto, saludó a todos con una inclinación de cabeza y se volvió a su sitio. ¡La bondad de este hombre no tenía límites! Se dedicaba a dar las gracias al director y al jefe de estudios, que le habían engañado sin piedad. Que hubiera pronunciado ese discurso como una simple y vacua formalidad ya habría tenido mérito, pero al oír sus palabras y ver su cara quedaba claro que hablaba de modo sincero. Ser objeto del aprecio de un hombre tan extraordinariamente bueno debería bastar para conmover o producir sentimientos de vergüenza en cualquiera, pero el Mapache y Camisarroja escucharon sus palabras haciendo gala de la más total indiferencia.
Acabados los discursos, el siguiente ruido que se escuchó en la sala fue el de los comensales sorbiendo la sopa. Me uní a ellos, pero aquella sopa no me gustó nada. Además había
kamaboko
pero tampoco me gustó: tenía un color raro, como si estuviera mal asado. Por otro lado, el
sashimi
estaba cortado tan mal que algunas de las gruesas lonchas podían pasar por buenos filetes de atún crudo. Mis colegas, sin reparos aparentes, se dedicaban a devorar todo como si fueran manjares. Me imaginé que nunca habían probado
sashimi
como el de Tokio.
Después de un rato, las botellas de sake empezaron a circular de mano en mano, y la habitación no tardó en llenarse de voces y animación. El Bufón se acercó a donde estaba el director, y dejó, con un gesto reverencial, que éste le llenara la copa. ¡Menudo farsante! El Calabaza fue sirviendo sake de uno en uno a todos los comensales, con los que luego iba brindando; aparentemente su intención era hacerlo con todo el mundo, lo que me pareció excesivo. Cuando llegó a mi lado, se arregló el kimono, se sentó en la posición formal, y me preguntó con mucha solemnidad si podía hacerle el honor de compartir una copa con él. Aunque llevaba pantalones, me senté con dificultad en la misma posición y le llené la copa.
—Qué lástima —le dije— que tengamos que decirnos adiós tan poco tiempo después de mi llegada. ¿Cuándo sale usted? No le molestará que vaya al puerto a despedirle.
El Calabaza me respondió que no me inquietara, que seguro que estaba muy ocupado. Pero lo cierto es que yo estaba decidido a anular las clases para poder ir a decirle adiós.
Más o menos una hora después, los comensales empezaron a desmadrarse.
—¡Venga, otra copa, bebe…! ¡In… sistooo…!
Yo me sentía un poco harto de todo aquel barullo, así que me levanté para ir al baño. Cuando estaba en el jardín, contemplando las siluetas de los árboles bajo la luz de la luna, apareció el Puercoespín.
—Estuvo bien el discurso, ¿no crees? —Parecía muy satisfecho. Le dije que estaba de acuerdo con todo lo que había dicho salvo con una cosa.
—¿Con qué? —me preguntó.
—¿No dijiste algo así como que en Nobeoka el señor Koga no se encontraría con petulantes mentirosos de esos que no paran de soltar falsos halagos y a los que les encanta usar su bonita cara para engañar a un caballero?
—Sí. ¿Y?
—Pues que te has quedado corto con lo de «
petulante mentiroso
».
—¿Qué debería haber dicho entonces?
—Petulante mentiroso, fullero, hipócrita, charlatán, lameculos, metomentodo, mitad perro mitad hombre… ¡Eso habría estado bien!
—Nunca habría sabido encontrar todas esas palabras. El del pico de oro eres tú, no yo. ¡Caray, vaya vocabulario! Me parece increíble que te sea tan complicado hacer discursos.
—Éstas son las palabras que uso cuando me peleo con alguien. Me las sé de memoria, así que, cuando se da el caso, no tengo más que soltarlas, y punto. Pero no son palabras para usar en un discurso formal.
—No sé, me sigue pareciendo que las usas con mucha fluidez. Recítamelas otra vez.
—Las veces que quieras: presumido mentiroso, fullero, hipócrita, lameculos… —Cuando ya estaba lanzado, dos figuras salieron del porche y avanzaron hacia nosotros tambaleándose.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis ahí…? No os vamos a dejar escapar, eh… Venga, vamos a beber… ¿Lameculos, dices? Me gusta… Acompañadnos a
lamer culos
de vaso…, ja, ja… ¡Vamos!
Puercoespín y yo fuimos arrastrados a la sala de banquetes. Seguro que aquellos dos habían salido para ir al baño, pero al vernos se olvidaron de adónde iban. Los borrachos no se enteran de nada: sólo ven lo que tienen delante y se olvidan de lo que quieren hacer.
—¡Escuchad, estos dos quieren lamer culos! Vamos a darles algo de beber… ¡Culos de botella…! ¡Que no escapen!
Me empujaron contra la pared para que no escapara, aunque yo no tenía intención de hacerlo. Miré a mi alrededor y vi que sobre las mesas ya no quedaba nada de comer. Algunos que ya habían dado cuenta de lo que tenían delante andaban por las otras mesas intentando comerse las sobras. No se veía al director por ningún lado. Pensé que ya debía de haberse marchado.
En ese momento tres o cuatro geishas irrumpieron en la sala:
—¿Es aquí la fiesta? —Me quedé un poco sorprendido, pero como no podía moverme, me dediqué a observar. Camisarroja, que estaba apoyado en una columna con cara de satisfacción mientras fumaba con su pipa de ámbar, se levantó y avanzó hacia la puerta. Cuando se cruzó con las geishas, una de ellas, la más joven y guapa, se paró y le saludó con una sonrisa. Como estaba lejos no podía oír lo que le decía, pero fue algo así como «¡Vaya, buenas noches!». Camisarroja la ignoró y siguió hacia la puerta. Fue la última vez que lo vi aquella noche. Me imaginé que había seguido los pasos del director y se había ido a dormir a su casa.
La llegada de las geishas hizo que la fiesta se animara. El ruido también creció. Parecía que todo el mundo daba la bienvenida a las mujeres gritando a pleno pulmón. Algunos se pusieron a jugar a las tabas con una geisha a grito pelado, como si estuvieran en un combate e intentaran amedrentar al adversario. Más cerca de donde yo estaba, otros jugaban a los chinos gritando y moviendo las manos. Era un espectáculo más impresionante que las mismísimas marionetas del Dark Theater.
[37]
Desde una esquina alguien gritaba:
—¡Eh, vosotras! ¡Venid aquí y servidme algo de beber! —Pero al agitar la botella se dio cuenta de que estaba vacía y cambió su grito—: ¡Eh, más sake, más sake!