Aparté el pincel y el papel y me tumbé en el suelo, mirando el jardín con la cabeza apoyada en el brazo. Estaba preocupado por Kiyo. Llegué entonces a la conclusión de que de alguna forma ella podría llegar a sentir mi preocupación sincera y a saber lo que yo sentía a pesar de la distancia. Y si eso era así, no hacía falta que le mandara una carta. Además, si no recibía noticias mías, seguramente pensaría que todo iba bien, que no me había pasado nada grave y que no estaba enfermo.
El jardín ocupaba unos seis metros cuadrados, y en él no había ninguna planta digna de reseña. En el centro de la parcela se alzaba un solitario árbol de mandarinas, tan alto que sobresalía por encima del muro y me servía para saber desde lejos dónde estaba la casa. Siempre me alegraba de verlo cuando me estaba acercando. Para alguien que nunca había salido de Tokio, ver frutos colgando de un árbol era toda una novedad. Cuando maduraran, esas verdes mandarinas se pondrían doradas y seguro que sería un bonito espectáculo. Según la vieja casera, eran dulcísimas y muy jugosas. Me había dicho que podría coger cuantas quisiera, y esperaba con muchas ganas el momento en el que las mandarinas maduraran, y yo pudiera comerme un par de ellas cada día. En tres semanas estarían en su punto, y allí estaría yo cuando eso ocurriera.
Mientras estaba tumbado pensando en las mandarinas, apareció el Puercoespín. Me dijo que puesto que era el día de la victoria, merecía que lo celebráramos con una pequeña fiesta. Había comprado algo de ternera para la ocasión. Entonces extrajo de la manga de su kimono una hoja de bambú que envolvía algo y la puso a mi lado, en el suelo. Yo seguía sometido a la dieta de batatas y
tofu
, y desde el incidente del restaurante, no había vuelto al local de
soba
ni al de
dango
, así que me alegré mucho al ver la carne. Fui a pedirle a la casera algo de pan y un poco de azúcar y enseguida nos pusimos a cocinar.
Mientras el Puercoespín engullía la ternera me preguntó si estaba al corriente de que Camisarroja era un cliente habitual de cierta geisha.
—Por supuesto —le dije—. La que fue a la fiesta de despedida, ¿no?
—Exactamente —me respondió, y luego me felicitó por tener tan buen ojo. Él se acababa de enterar—. Fíjate qué clase de persona es —añadió—. Cada dos por tres está hablando del «carácter» o de los «placeres espirituales», y luego se dedica a visitar a una geisha en secreto. Es asqueroso. No me parecería tan mal si reconociera abiertamente lo que hace, todo el mundo tiene derecho a divertirse, pero basta que uno pise un restaurante de
tempura
o que se pida una ración de bolas de arroz para que él se dedique a calentarle la cabeza al director sobre el mal ejemplo que das.
—Sí —le respondí—. Supongo que para él andar con una geisha es una especie de placer espiritual, pero en cambio comer
tempura
o bolas de arroz debe de ser un placer material. Si sus visitas son tan espirituales, ¿por qué las oculta entonces? En cuanto vio entrar a aquella geisha en la habitación salió disparado; ¿pensaba que no nos íbamos a dar cuenta? Cree que nos puede engañar a todos, el muy idiota. Y cuando alguien se lo echa en cara, responde con que no sabe de qué le estamos hablando, o intenta cambiar de tema con su cháchara sobre literatura rusa o sobre los
haikus
y su relación con la poesía moderna. ¡No es un hombre, es un pusilánime! Debe ser la reencarnación de una cortesana de la antigüedad especializada en toda clase de chismes y enredos. O quizá su padre fuera uno de esos
kagema
que ofrecían sus servicios en los alrededores del templo de Yushima…
—No entiendo. ¿Y a qué se dedicaban esos
kagema
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de los que hablas?
—A algo no muy masculino… puedes hacerte una idea. ¡Eh! ¡Cuidado con ese trozo! No está muy hecho y puedes cogerte la tenia.
—¿Tú crees? Qué va, no pasa nada… ¿Sabes? —continuó el Puercoespín—. Se dice que Camisarroja visita en secreto a la geisha en cuestión en un local llamado Kado-ya.
—¿Kado-ya, dices? ¿Te refieres a la posada?
—Posada y restaurante. No estaría mal pillarles in fraganti mientras entran y darle a Camisarroja su merecido.
—¿Sugieres que nos escondamos por la noche y lo sorprendamos?
—Sí. Ya sabes, justo enfrente de Kado-ya hay otra posada llamada Masu-ya… Cogemos una habitación en el segundo piso, y hacemos un agujero en el
shoji
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para espiarlos…
—¿Y tú crees que se pasarán por allí?
—Seguro. En una noche puede que no tengamos suerte, pero si aguantamos dos semanas seguro que acabamos pillándolos.
—Demasiado trabajo —repuse yo—. Recuerdo que cuando mi padre estaba en su lecho de muerte, me tiré una semana velándolo, y cuando todo acabó estaba exhausto, hecho papilla.
—A mí no me importa cansarme un poco. No es bueno para nuestro país que un bribón como él ande suelto por ahí. ¡Seré el brazo ejecutor de la justicia divina!
—¡De acuerdo! Si estás decidido, te ayudaré. ¿Quieres empezar esta noche?
—Esta noche no. Todavía no he hablado con la gente de Masu-ya. Esta noche es demasiado precipitado.
—¿Cuándo piensas empezar, entonces?
—Pronto. Te lo diré a su debido tiempo, para que me eches una mano.
—¡Perfecto, cuenta conmigo! No se me da nada bien urdir planes, pero soy bueno peleando.
Mientras discutíamos los detalles de nuestro plan, mi casera se asomó por la puerta y anunció:
—Señor Hotta, ha venido uno de los chicos de la escuela, y quiere hablar con usted. Dice que fue a su casa, pero que como no estaba allí pensó que quizá estaría aquí, y decidió venir. —Tras lo cual se arrodilló en la posición formal junto a la puerta, esperando una respuesta.
—Está bien —respondió el Puercoespín, y con eso se dirigió a la puerta principal. Cuando volvió me dijo que el estudiante había venido a invitarnos a la actuación que se ofrecería para celebrar la victoria. Un grupo de bailarines de Kochi bailarían una danza muy poco común, y eso era algo que no se veía todos los días. Al Puercoespín le apetecía mucho asistir, y me animó a acompañarlo. Yo había presenciado muchos espectáculos de danza en Tokio, ya que en el santuario de Hachimon todos los años se celebraba un festival en el que una procesión con pasos recorría las calles bailando, entre otras, la Danza de los Salineros. La verdad es que no me apetecía mucho ver a una panda de pueblerinos de Kochi haciendo el ridículo, pero como el Puercoespín quería que le acompañara, acepté por no contrariarle. Luego nos enteramos de que el estudiante que había venido a invitarnos era nada menos que el hermano de Camisarroja. Me pareció muy extraño.
Cuando finalmente llegamos a la plaza donde se celebraba el espectáculo, vimos el cielo lleno de banderas y enseñas que ondeaban en mástiles que se alzaban por todas partes. La escena me recordaba a los torneos de sumo de Eko-in, y a los funerales budistas del templo Honmon-ji en Tokio. Sobre nuestras cabezas, centenares de cuerdas atravesaban las calles, con banderolas colgadas que representaban todos los países del mundo. En la esquina oriental de la plaza habían levantado un escenario provisional para los bailarines de Kochi. Sesenta metros a la derecha del escenario había casetas hechas con esteras en las que había una exhibición de
ikebana
. Todo el mundo se apelotonaba junto a las casetas para admirar los arreglos, y aquí y allá se escuchaban exclamaciones de asombro. No obstante, a mí me pareció que no valían nada. Conmoverse de ese modo por un manojo de ramas retorcidas y tallos resecos de bambú, me parecía comparable a emocionarse por tener una novia jorobada o un marido contrahecho.
Enfrente del escenario habían empezado a lanzar fuegos de artificio. Explotó un petardo, y entonces, sobre los pinos del castillo se alzó un globo con las palabras «¡Viva el Imperio!», y luego se precipitó sobre los barracones. A continuación se oyó una explosión seca y luego un silbido, y un cohete describió una parábola en el cielo otoñal y explotó en lo alto, justo encima de nuestras cabezas. Hilos de humo azul se dibujaron en el cielo como las varillas de un paraguas, y luego se deshicieron lentamente. A continuación se elevó otro globo con las palabras «¡Viva el Ejército y la Marina!» dibujadas en color blanco. Empujado por el viento, voló sobre la zona de los baños termales y se perdió en dirección a la aldea de Aioi. Es posible que aterrizara sobre los terrenos del templo de la diosa Kannon.
Había mucha más gente que por la mañana. Me parecía increíble que en una ciudad de provincias pudiera haber tal muchedumbre. Considerados individualmente, los habitantes de aquel pueblo no tenían muy buen aspecto, pero todos juntos conformaban un grupo imponente.
Poco después dio comienzo la famosa danza de Kochi. Yo, como dije antes, esperaba un baile como cualquier otro, similar a los de Fujima. Pero en cuanto los bailarines empezaron su actuación, me demostraron que estaba muy equivocado.
En el escenario se desplegaron tres filas de diez hombres, separadas un metro las unas de las otras. Todos los bailarines lucían impresionantes cintas anudadas en la cabeza, y kimonos con los faldones atados en las rodillas, y llevaban las espadas desenvainadas. En el borde exterior del escenario había un bailarín separado de los demás. También vestía un kimono, pero no lucía ninguna cinta en la cabeza, y en vez de una espada llevaba colgado del cuello un tambor similar al de la danza china del león. Dio un grito para que comenzara el baile, y a continuación empezó a entonar una extraña canción, mientras marcaba el ritmo con el tambor. La canción tenía algo de fantasmal, y era diferente a todo lo que había escuchado antes. La pieza parecía la combinación de un recital juglaresco y de los cantos funerarios budistas.
La canción se desenvolvía con un tono suave y relajado, tan maleable como una bola de gelatina, mientras el tambor marcaba el ritmo con sonoros golpes que se te metían dentro. Los bailarines empezaron entonces a mover sus espadas siguiendo con tal precisión el ritmo del tambor que me quedé sin respiración. Habida cuenta de que cada uno de ellos tenía a un compañero a menos de medio metro, si sus movimientos no hubieran estado perfectamente coordinados, alguien podría haber resultado herido. El peligro habría sido menor si hubieran estado más separados, pero al ser treinta artistas y estar tan cerca los unos de los otros, cada uno tenía que dar los pasos, girarse, agacharse o arrodillarse exactamente al mismo tiempo que todos los demás. Si no lo hubieran hecho así, la nariz de cualquiera de los bailarines podía haber salido volando, o podrían haber cortado la cabeza del que tenían al lado. Cada bailarín disfrutaba solamente de unos veinte centímetros cuadrados de espacio, y debía moverse en perfecto compás con las espadas de los que estaban delante, detrás, a su derecha y a su izquierda. Fue un espectáculo realmente prodigioso. No tenía ni comparación con otras danzas, como la de los Salineros o la de la Puerta del Cielo. Aquella sí que era una danza complicada. No parecía nada sencillo sincronizar los movimientos de esa manera. Sin embargo, lo más difícil era mantener constante el ritmo del tambor. Cada gesto de los bailarines —sus pasos, las evoluciones de sus espadas y los movimientos de sus caderas— dependía del ritmo marcado por ese tambor. Parecía que el trabajo de su intérprete era el más sencillo —golpear el tambor y dar unos cuantos gritos aquí y allá— pero si uno se fijaba bien, era el que tenía mayor responsabilidad sobre el escenario.
El Puercoespín y yo contemplábamos el espectáculo absortos, con la boca abierta. De repente, un rugido procedente de la muchedumbre, a unos cincuenta metros de nosotros, nos sacó de nuestro ensimismamiento. El gentío que hasta ese momento se había estado moviendo lentamente alrededor de las atracciones, comenzó a convulsionarse a derecha e izquierda como olas en la superficie del mar. Enseguida oímos los gritos:
—¡Pelea, pelea! —Y entonces el hermano pequeño de Camisarroja surgió de entre la muchedumbre y se dirigió al Puercoespín:
—¡Señor, están peleándose otra vez! ¡Los chicos de la escuela se están enfrentando con los de la Escuela de Magisterio para vengarse por lo de esta mañana! Será mejor que venga… —Y tras decir esto, volvió a desparecer entre la muchedumbre.
El Puercoespín empezó a correr en dirección a la trifulca, mientras esquivaba a la gente, gritando:
—¡Diablos! ¡Otra vez peleándose! ¡Estos canallas! ¡Cómo se atreven! —No podía quedarse quieto y observar la pelea desde la barrera. Yo no quería ser menos, y salí disparado detrás de él.
Cuando llegamos, la pelea estaba en su apogeo. Había unos cincuenta o sesenta estudiantes de la Escuela de Magisterio, y unos sesenta o setenta de la nuestra. Los otros chicos todavía iban de uniforme, mientras que la mayoría de los alumnos de nuestra escuela se habían cambiado ya y llevaban kimono, de manera que era más fácil distinguirlos. Pero tanto unos como otros estaban mezclados, agarrándose y empujándose, así que no sabía por dónde empezar ni qué hacer para separarlos.
El Puercoespín pasó unos segundos observando el espectáculo con un gesto de asombro, y luego me dijo:
—Hay que hacer algo. No podemos permitir que venga la policía a resolverlo. Vamos a intervenir nosotros.
Sin pensarlo dos veces, me metí en el barullo justo cuando la pelea estaba más encarnizada. Me puse a gritar tan fuerte como pude:
—¡Basta, basta! ¡Sois una vergüenza para la escuela! ¡Os digo que basta! —Intenté llegar hasta los que estaban en primera línea de la refriega, pero no era nada fácil. Avancé dos metros pero luego me quedé bloqueado, sin poder continuar. Justo a mi derecha, uno de los chicos más corpulentos de la Escuela de Magisterio tenía a uno de los nuestros, de unos quince o dieciséis años, agarrado por el cuello—. ¡Cuando digo basta, es que basta! —volví a gritar, agarrando al chico de la escuela de magisterio por el hombro para intentar separarlos. En ese momento, alguien me puso la zancadilla por detrás, y al perder el equilibrio me solté y caí de lado. Alguien empezó a pisotearme la espalda con un par de botas. Me puse a cuatro patas para intentar quitarme de encima al que estaba de pie sobre mí, y logré arrojarlo volando hacia mi derecha. Cuando me puse de nuevo en pie, vi al Puercoespín a unos seis metros de mí que gritaba:
—¡Ya vale! ¡Parad ahora mismo!
El Puercoespín estaba rodeado por un enjambre de estudiantes que lo zarandeaban de un lado para otro.