—¡No hay nada que hacer! —le grité, pero él no me respondió. Quizá no podía oírme.
De repente una piedra pasó volando y me estalló en la mejilla; inmediatamente alguien me golpeó por detrás con una vara. Podía oír voces que gritaban:
—¡Dadle, dadle! ¿Qué hace un profesor aquí?
Alguien más dijo:
—Hay dos, uno grande y otro bajito. ¡A pedradas con ellos!
—¿Cómo os atrevéis? ¡Malcriados insolentes! —rugí. Sin pensármelo dos veces, le propiné un puñetazo a uno de los estudiantes que estaba a mi lado. Otra piedra llegó silbando por los aires, pero esta vez sólo me rozó el pelo y siguió su camino. Desde donde yo estaba no podía ver qué había sido del Puercoespín. No había forma. Al principio había intentado detener la pelea; ahora que me estaban dando golpes y apedreando, no pensaba salir de ahí como un cobarde sin dar a todos aquellos sinvergüenzas su merecido.
—¿Con quién os creéis que estáis tratando? Puedo ser pequeño, pero vengo del lugar donde se inventaron las peleas, y de eso sé más que nadie. —Y me puse a repartir sopapos a diestro y siniestro. Entonces alguien empezó a gritar:
—¡La policía, la policía! ¡Huyamos!
Hasta ese momento, moverse en aquella masa resultaba verdaderamente difícil. Era como intentar nadar en una pasta humana; pero de pronto empezó a ser muy fácil. Todos, amigos y enemigos, huían juntos. Tal vez eran una patulea de ignorantes, pero en cuestión de retiradas eran unos linces. Podían haber dado lecciones al mismísimo general Kuropatkin.
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Busqué al Puercoespín para ver qué había sido de él, y lo vi con la chaqueta del kimono desgarrada, con el escudo de su familia hecha jirones y la nariz hinchada. Alguien se la había golpeado, y sangraba sin parar. Estaba roja y parecía una pelota encarnada, un espectáculo horrible. La chaqueta de mi kimono también estaba destrozada y llena de barro, pero era menos elegante que la del Puercoespín, así que no me importaba. Me dolía mucho la mejilla y el Puercoespín, al verme, me dijo que también yo estaba sangrando.
Habría unos cincuenta o sesenta policías. Como los estudiantes habían desaparecido, sólo nos detuvieron a nosotros dos. Tras identificarnos y pedirnos nuestra versión de lo ocurrido, nos llevaron al cuartel. Allí declaramos ante el comisario jefe. Luego regresamos a casa.
C
uando me desperté a la mañana siguiente, me dolía todo el cuerpo. Hacía tiempo que no me había metido en una pelea como la del día anterior. Estaba en el futón pensando en que a partir de entonces ya no podría presumir de mi legendaria pericia como luchador, cuando vino la casera para dejarme, como todos los días, el
Diario de Shikoku
junto a la almohada. No tenía ganas de leer, me sentía demasiado dolorido, pero me dije que no podía permitir que una simple pelea cambiara mis hábitos, así que me tumbé con esfuerzo boca abajo y comencé a leer. Cuando iba por la segunda página, me quedé petrificado. Allí había un artículo que hablaba de la pelea. Eso lo esperaba en cierto modo, porque al final acabó armándose un gran revuelo. Pero lo que no esperaba es la narración que hacían de lo sucedido:
«Dos profesores del instituto local, el señor Hotta y cierto imberbe presuntuoso recientemente llegado de Tokio, fueron sorprendidos anoche incitando a una pelea a inocentes estudiantes de su centro. Los citados profesores tomaron además parte en la refriega con actos de violencia extrema hacia ciertos estudiantes de la Escuela de Magisterio, sin que mediara provocación alguna por parte de estos últimos. La reputación del instituto, labrada gracias a su calidad y a la conducta modélica de sus alumnos, ha concitado la envidia de todo el país. Pero actos imprudentes y pueriles como los protagonizados por la citada pareja mancillan el buen nombre de nuestra escuela y deshonran nuestra ciudad. Dadas las circunstancias, pensamos que es nuestro deber pedir a las autoridades que actúen con contundencia contra estos dos irresponsables. Confiamos en que antes de que otros decidan emprender acciones judiciales, las autoridades competentes adopten las correspondientes sanciones contra estos dos desgraciados para que nunca más vuelvan a pisar un centro de enseñanza».
Cada uno de los caracteres de la noticia aparecía subrayado con un punto debajo, para destacar aún más su contenido.
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Parecía como la página hubiera sido sometida a un tratamiento de acupuntura. Al acabar de leer aquello, solté una maldición y me levanté de un salto del futón. Aunque parezca increíble, no bien salí de la cama desaparecieron todos los terribles dolores que momentos antes me agarrotaban todas las articulaciones.
Hice una bola con el periódico y la arrojé al jardín. Pero no me bastó; todavía furioso, salí a recogerla y la tiré por el retrete. ¡Los periódicos están repletos de mentiras y fantasías! Los periodistas son los mayores charlatanes del mundo. Estos gacetilleros habían dedicado a dar su versión de la historia, cuando era yo quien debía darla. ¡Ellos no habían estado allí! Y para colmo se referían a mí como «cierto imberbe presuntuoso recientemente llegado de Tokio». ¿Quiénes se creían que eran? ¿Era correcto referirse a alguien llamándolo «
cierto imberbe presuntuoso
»? «Deberían usar la cabeza y llamarme por mi nombre, independientemente de lo que digan de mí», pensé. «Yo tengo un nombre y unos apellidos, y les puedo enseñar mi árbol genealógico que se remonta hasta Mitsunaka Tada…»
Fui a lavarme. Mientras me frotaba la cara sentí un fuerte dolor en la mejilla. Le pedí a la casera que me dejara un espejo, y cuando me lo trajo le pregunté si había leído el periódico, porque si quería leerlo tendría que sacarlo del retrete, porque allí era donde yo lo había tirado. Asustada, salió apresuradamente de la habitación. Cuando me miré la cara en el espejo, vi los cardenales que me había hecho el día anterior. Aunque alguien pueda decir que mi cara no es nada del otro mundo, para mí es algo muy importante. No sabía qué era peor, si tener la cara en ese estado o que se refirieran a mí como «
cierto imberbe presuntuoso
».
No acudir a la escuela aquel día por lo que el periódico decía de mí habría constituido una especie de rendición, así que en cuanto terminé el desayuno salí hacia el instituto para ser el primero en llegar. Cuando los demás profesores fueron entrando y vieron mi cara, el espectáculo les pareció muy divertido. Yo no sabía dónde estaba la gracia, sobre todo cuando ellos no tenían ni idea de lo que había pasado en realidad. Cuando llegó el Bufón, se me acercó y me espetó:
—¡Buena la montasteis anoche! Supongo que esos moratones son las medallas que recibiste por tu hazaña… —Se estaba vengando por el puñetazo que le había dado la noche de la fiesta.
—No te preocupes —le respondí—. Además, en boca cerrada no entran moscas. Úsala para chupar tus pinceles.
—Uy, perdóname la indiscreción, pero eso de la cara debe de doler mucho ¿no?
—Se trata de mi cara y si me duele o no es asunto mío —le respondí. Él entonces se marchó a su mesa pero de hito en hito seguía mirándome y haciendo gestos, mientras cuchicheaba con el profesor de historia, que estaba sentado a su lado.
El Puercoespín llegó a la sala de profesores no mucho después. Tenía la nariz hinchada y amoratada. Parecía que si se la apretabas iba a empezar a supurarle. Quizá era vanidad por mi parte, pero me pareció que había salido peor parado que yo. Nuestras mesas estaban pegadas y teníamos frente a nosotros la puerta de la sala. Debía de ser un espectáculo terrible entrar en la habitación y toparse con nuestras caras de repente. Además, en cuanto los profesores levantaban la vista de sus papeles, nuestras miradas se encontraban.
—¡Qué horror! —nos decían todos. Pero seguro que por dentro pensaban: «¡Vaya par de imbéciles!». Y además, ¿a qué venían si no todos esos cuchicheos y secretitos?
Más tarde, cuando entré en mi clase, los alumnos me recibieron con una salva de aplausos y dos o tres vivas. No pude comprender si era una expresión sincera de solidaridad u otra nueva muestra de su astucia. Entre todas aquellas reacciones, el único que se comportó como de costumbre fue Camisarroja.
—¡Qué desgracia! —exclamó cuando se acercó a nosotros, y luego continuó con algo que sonó casi como una excusa—: Lo siento por los dos. He hablado con el director, y hemos decidido pedir al periódico que se retracten. No hay de qué preocuparse, pues. Como el incidente se debió a la invitación que mi hermano hizo al señor Hotta, el asunto me afecta más si cabe. Estoy decidido a arreglar este asunto sea como sea, así que espero que no se convierta en un motivo de discordia entre nosotros.
Durante el tercer descanso, el director salió de su despacho y nos dijo con cara de circunstancias que el artículo del periódico había generado un conflicto, aunque esperaba que las consecuencias no fueran muy gravosas. Personalmente, no se le veía nada preocupado. Si querían expulsarme, no habría problema: yo mismo presentaría mi dimisión. Pero hacerlo significaría darle la razón a los embusteros del periódico. Puesto que yo no tenía la culpa de nada, estaba convencido de que lo correcto era permanecer en mi puesto y hacer que el periódico publicara una nota retractándose. Incluso había pensado en pasarme por la redacción del periódico cuando volviera a casa, pero como el director nos dijo que ya se había encargado él de pedirles que se disculparan, decidí desechar la idea.
El Puercoespín y yo aprovechamos los descansos entre clases para contarle al Mapache y a Camisarroja nuestra versión de los hechos, sin olvidar detalle. Ellos, tras escucharnos, nos dijeron que quizás el periódico tenía algo en contra del instituto y que por eso habían publicado el artículo. Entonces Camisarroja hizo una ronda con todos los profesores que había en la sala para defendernos y les dijo que la culpa de todo lo que había ocurrido era suya, puesto que fue su hermano quien nos invitó al Puercoespín y a mí a la fiesta. Los profesores, sin embargo, coincidieron en que el verdadero culpable era el periódico, que había cometido un error imperdonable incriminándonos. El Puercoespín y yo no éramos más que víctimas inocentes.
Ya en el camino de vuelta a casa Puercoespín me dijo:
—Más vale que tengamos cuidado con Camisarroja. Me temo que es una sabandija.
—Como si eso fuera algo nuevo —le respondí—. Siempre ha sido una sabandija y siempre lo será.
—No te das cuenta —continuó él—. ¡Ayer se preocupó de que fuéramos a la pelea, y de que nos viéramos involucrados en ella! Ese era su plan.
Al escucharlo, pensé de nuevo que el Puercoespín tenía todo el aspecto de ser un bruto, pero en el fondo estaba demostrando ser más inteligente que yo.
—Primero hace que nos metamos en la pelea, luego va al periódico y consigue que publiquen esa historia. ¡El muy canalla!
Ahora lo veía todo claro:
—También el artículo es cosa suya, entonces… Parece increíble. ¿Y cómo hizo para que los del periódico se lo tragaran?
—Quizá no hizo falta que lo hicieran. Con tener algún amigo que trabaje allí…
—¿Un amigo? ¿Estás seguro?
—Lo tenga o no lo tenga… Basta con presentarse allí y contarles una batallita con tintes de verosimilitud. Los periodistas están siempre a la busca de noticias. Publican lo que sea…
—No puedo creerlo. Si de verdad es un plan de Camisarroja, todo esto puede desembocar en nuestro despido.
—Como las cosas se compliquen es capaz de salirse con la suya.
—En ese caso, mañana mismo presento mi dimisión y me vuelvo a Tokio. ¡Aunque me lo pidieran no querría quedarme ni un día más en este lugar apestoso!
—Precisamente eso es lo que le gustaría a Camisarroja, que presentaras tu dimisión.
—Tienes razón. ¿Y qué podemos hacer contra él?
—Una sabandija como él sabe cubrirse las espaldas en sus manejos. No será fácil pillarle en un renuncio.
—Cierto. Si le acusamos, todos pensarán que estamos mintiendo. La acusación se volvería en contra nuestra. ¿Acaso es que no hay un rastro de justicia en el mundo?
—Será mejor que esperemos dos o tres días para ver qué pasa. Pero si las cosas empeoran, no nos quedará más remedio que llevar a cabo nuestro plan y tendremos que pillarlo
in fraganti
en los baños.
—¿Y qué hacemos con el incidente de la pelea y el periódico?
—Dejémoslo por el momento. ¡La mejor defensa es un buen ataque! Encontraremos su punto débil.
—¡Así lo haremos! —dije yo entusiasmado—. Yo soy un desastre cuando se trata de planear algo. Ocúpate tú de todo. Te ayudaré en lo que necesites.
Dicho esto, el Puercoespín y yo nos separamos. Si era verdad lo que el Puercoespín decía, Camisarroja era un miserable de tomo y lomo. Y alguien difícil de doblegar con la inteligencia. ¡Había que usar la fuerza bruta! No es extraño que no logremos borrar las guerras de la faz de la tierra. Hasta los problemas particulares acaban resolviéndose a mamporros.
Al día siguiente esperé impaciente a que mi casera me trajera el periódico. Cuando llegó, por mucho que miré y remiré, no encontré por ningún lado nada parecido a una corrección, o a una rectificación sobre el incidente. Cuando, ya en la escuela, le pregunté al Mapache, éste me dijo que no me preocupara, que en algún momento se tendrían que disculpar.
Al día siguiente por fin apareció una nota de rectificación, pero era pequeñísima, y estaba impresa en un cuerpo de letra minúsculo. ¡No incluían ni siquiera una descripción de lo que en realidad había pasado! Cuando me volví a quejar al Mapache, su respuesta fue que ya no podía hacer nada más. Tras la cara del Mapache y su arrogancia se escondía un pusilánime. Ni siquiera podía conseguir que un simple periódico de provincias corrigiera un artículo lleno de patrañas.
No pensaba dejar las cosas así. Yo mismo iría al periódico en persona y hablaría con el director, pero el Mapache, como si fuera un monje budista intentando convencer a la audiencia de la conveniencia de la renuncia, me soltó una perorata destinada a disuadirme:
—Hazme caso. ¡Si te quejas, no lograrás nada! Sea verdad o mentira lo que escriban, no hay nada que hacer. Publicarán algo peor sobre ti, los periódicos son así.
Si de verdad son así las cosas, lo mejor sería que desaparecieran los periódicos, pensé. La prensa es como una tortuga que te muerde la pierna: hasta que no quiere, no te suelta. Esta fue la conclusión que saqué de mi charla con el Mapache.