Recordó a su viejo maestro Papepac, el indígena que mejor conocía la jungla, y trató de imaginar cómo se hubiera planteado tan difícil problema, aunque resultaba evidente que él jamás habría tenido necesidad de planteárselo, dado que siempre sabía en qué lugar se encontraba exactamente y hacia dónde tenía que encaminar sus pasos.
El gomero buscó a su alrededor algún detalle, por nimio que fuera, del que pudiese obtener cualquier tipo de información que le ayudara, pero lo único que distinguió fue una espesa masa de vegetación y allá, muy altos, pintarrajeados loros, verdosos lagartos, y oscuros monos que jugaban a saltar de rama en rama.
Los primeros parloteaban o emprendían cortos vuelos sin destino y los monos tan sólo se preocupaban de alborotar y buscarse las pulgas, mientras los inmensos lagartos permanecían inmóviles, aferrados a los rugosos y anchos troncos, a más de treinta metros sobre el nivel del suelo.
Y en tierra tan sólo sapos y alguna que otra serpiente, mientras la luz seguía siendo la misma: filtrada, sin relieves y sin propiciar ningún tipo de sombra que permitiera determinar en qué punto se encontraba el sol a primera hora del día o de la tarde.
Bonifacio Cabrera abrió un instante los ojos y le miró sin verle.
La fiebre iba en aumento.
Pasaban las horas.
Los loros charlaban, los monos comían y los lagartos continuaban aferrados a la corteza de los árboles aguardando un rayo de sol que nunca llegaría.
Inmóvil como una roca en mitad del pantano,
Cienfuegos
meditaba.
Sus ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor.
Dejó pasar la noche, y, aunque al amanecer nada en su entorno pareció haber cambiado, abrigó la absoluta seguridad de haber encontrado una respuesta, alzó el cuerpo de su amigo como si fuera un fardo. Se lo echó al hombro, y emprendió la marcha convencido que se dirigía directamente al Oeste.
Durante toda la mañana avanzó procurando distinguir árboles en los que los lagartos se le presentaran siempre de frente.
Cuando calculó que debía ser ya mediodía se preocupó de ir dejando los lagartos a su derecha, y cuando al fin comprendió que empezaba a caer la tarde, se cercioró muy bien de que quedaban a sus espaldas.
En circunstancias normales tal actitud le habría impulsado a trazar un inmenso círculo para volver indefectiblemente al lugar de partida, pero el concienzudo observador de la Naturaleza que había sido siempre el cabrero había advertido el día anterior que los lagartos no permanecían siempre en el mismo punto de los árboles, sino que con el transcurso de las horas iban girando muy lentamente alrededor del tronco.
Y lo hacían casi al unísono pese a que estuviesen los unos muy alejados de los otros, lo cual le dio a entender que tal acto debía responder a una razón muy concreta; razón que no podía ser otra que la de procurar estar en cada momento del día en un lugar en el que los rayos del sol les calentasen de pleno.
Debido quizás a un instinto ancestral, o a una simple costumbre practicada casi desde el día en que nacieron, los pacientes reptiles buscaban por la mañana el lado del tronco que daba al Este, para moverse luego muy lentamente hacia el Sur y terminar en el punto en que les alcanzarían los últimos destellos de poniente, sin que al parecer les afectara el hecho de que el cielo estuviese encapotado, tal vez porque incluso a través de las nubes les llegaba un poco de calor, o tal vez porque así se encontraban siempre preparados en caso de que se abriera un diminuto claro.
De ese modo, dejándose guiar por unas repugnantes lagartijas a las que jamás consiguió sin embargo aproximarse unos metros, el canario
Cienfuegos
encontró un rumbo que al atardecer del día siguiente le permitiría distinguir en la distancia la inmensidad de un mar azul en el que un rojo sol acababa de ocultarse.
Había llegado a Xaraguá.
Había alcanzado al fin las costas del mítico reino de la hermosa princesa Anacaona: el último reducto d oposición a la penetración española en la isla; el lugar en el que muy pronto tendría lugar una de las más sucias traiciones de la Historia, y donde la mujer que tanto amaba debía estar a punto ya de darle un hijo.
Bonifacio Cabrera aún respiraba.
Lanzarote, Noviembre de 1990
LIBRO SEXTO: XARAGUÁ