Quinta entrega de esta apasionante saga,
Brazofuerte
narra las extraordinarias peripecias del canario Cienfuegos cuando una terrible palabra resuena en sus oídos: «Inquisición».
En efecto, Ingrid, la mujer a quien ama y que lleva en su vientre un hijo suyo, ha sido detenida bajo la acusación de brujería, concretamente de haber hecho pactos con el demonio para que el lago Maracaibo ardiera. Sin embargo, quien ha prendido fuego a las aguas del majestuoso lago es el propio Cienfuegos, y no precisamente por ningún pacto con el Maligno, sino por efecto del «mene», el agua negra que arde sin motivo…
Alberto Vázquez-Figueroa
Brazofuerte
Saga Cienfuegos V
ePUB v1.0
Semitono20.04.2012
Diseño de la colección: Opal Works
Fotografía de la portada: Tonystone
© 1991, Alberto Vázquez-Figueroa
Alberto Vázquez-Figueroa
(1936). Nació en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cruz del Sur
. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
Destino
,
La Vanguardia
y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar:
Tuareg
,
Ébano
,
Manaos
,
Océano
,
Yáiza
,
Maradentro
,
Viracocha
,
La iguana
,
Nuevos dioses
,
Bora Bora
, la serie
Cienfuegos
, la obra de teatro
La taberna de los Cuatro Vientos
,
La ordalía del veneno
,
El agua prometida
y
Alí en el país de las maravillas
. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.
—¿«
L
a Inquisición»?
—«La Inquisición».
La temida palabra tuvo la virtud de estremecer incluso a quien, como el canario
Cienfuegos
, había demostrado ser capaz de enfrentarse a todo en este mundo, por lo que tenía razones más que suficientes para creer que nada ni nadie podría ya inquietar seriamente su ánimo.
Tener conocimiento de que la mujer que amaba, y que llevaba en su vientre a un hijo suyo, había sido detenida bajo la acusación de brujería constituyó un mazazo tan inesperado que le obligó a permanecer momentáneamente sin habla, teniendo que buscar apoyo en el tronco de un árbol para dejarse resbalar, por fin, hasta quedar sentado sobre sus gruesas raíces incapaz de hilvanar una sola idea.
—¿Pero por qué? —balbuceó al cabo de unos instantes alzando los ojos hacia Bonifacio Cabrera, que era quien le había traído la infausta noticia—. ¿Qué tiene que ver Ingrid con la Inquisición?
—Parece ser que
El Turco
Baltasar Garrote, el lugarteniente del Capitán De Luna, la acusó de hacer pactos con el demonio para que las aguas del lago Maracaibo ardieran.
—¡Pero fui yo quien le prendió fuego al lago! —protestó el canario—. Y no tiene nada que ver con el demonio. Es cosa del «mene». Iré, lo confesaré, y la dejarán en libertad.
El renco Bonifacio, que se había acuclillado junto a él, agitó la cabeza pesimista.
—No creo que resulte tan sencillo —replicó convencido—. ¿Cómo vas a explicarle a los curas que en Maracaibo existe un agua negra que arde sin motivo? Lo único que conseguirías es que te torturaran para hacerte confesar que realmente tienes tratos con el demonio.
—¿Han torturado a Ingrid?
—No lo sé.
—Si le ponen la mano encima, los mato.
—¿A quién? ¿A todos los inquisidores y verdugos de la isla? No acabarías nunca.
El cabrero cerró los ojos y de nuevo guardó silencio tratando de ordenar sus ideas y conseguir que el insoportable dolor que sentía no continuara impidiéndole razonar.
—¿Qué opina Don Luis de Torres? —quiso saber.
—En cuanto se enteró de la noticia corrió al barco y se hizo a la mar con el Capitán Salado y la mayor parte de la tripulación. Todo el que tuvo algo que ver con el incendio está aterrorizado. A la Inquisición lo mismo le da matar a uno que a diez.
—¡Hijos de puta!
—No debes culparles. También a mí me invadió el pánico.
—No lo digo por ellos. Lo mejor que han hecho es huir. —Le miró de frente, como temiendo su respuesta—. ¿Crees que volverán?
—Lo ignoro, pero imagino que a estas horas estarán ya rumbo a Lisboa. Morir es una cosa —admitió—. Que te descoyunten los huesos y te achicharren luego en una hoguera, otra muy distinta.
—¿Es eso lo que piensan hacer con Ingrid?
La pregunta era tan dura, directa y difícil de responder, que el cojo Bonifacio Cabrera prefirió abstraerse contemplando el diminuto riachuelo a cuyas orillas se habían encontrado, para acabar por encogerse de hombros admitiendo a las claras su ignorancia.
—No sé mucho sobre la Inquisición —puntualizó—. En La Gomera era tan sólo «La Chicharra», algo a lo que no había que temer si no blasfemabas. Es la primera vez que actúa aquí, en Santo Domingo, pero si sus métodos son los mismos, Dios nos proteja.
—¿Dónde la han encerrado?
—En «La Fortaleza».
—¿Tiene muchos guardianes?
—Por lo menos cincuenta. —Le aferró por el brazo—. No sueñes con sacarla de allí —le aconsejó—. Jamás conseguiríamos salvarla por la fuerza.
—¿Cómo entonces? —quiso saber—. ¿A quién podemos recurrir?
—A nadie que yo sepa —admitió el renco—. En cuanto se nombra a «La Chicharra» todo el mundo se espanta. El único que me ha ayudado, escondiendo a Araya y Haitiké, es Sixto Vizcaíno, el carpintero del
Milagro
.
—¿Y tú que piensas hacer?
—Lo que tú decidas, pero no permitiré que le hagan daño a Ingrid. —Su tono era sincero—. Me sacó de La Gomera, me enseñó todo lo que sé, y siempre me ha tratado como a un hermano. Estoy dispuesto a dar la vida por ella si es preciso.
—Si alguien tiene que dar la vida por Ingrid, soy yo, ya que si se ve en este trance es por mi culpa. —El canario lanzó un hondo suspiro que parecía significar que había tomado una determinación—. ¡Bien! —añadió—. Supongo que ha llegado la hora de demostrarle a esos fanáticos que no se puede ir por el mundo asustando a la gente.
El cojo pareció sorprenderse por el tono de voz de su amigo, le observó con fijeza, y, por último, señaló con cierta incredulidad:
—Cualquiera diría que no estás asustado. Recuerda que se trata de la Inquisición, que ha quemado a miles de personas influyentes, importantes y poderosas.
—Me asusta el daño que puedan causarle a Ingrid, pero no creo que cuatro «meapilas» sean más peligrosos que los «motilones», los caimanes o los «sombras verdes»…
—No estás en la selva —le recordó.
El cabrero hizo un amplio gesto a su alrededor:
—Lo estoy —puntualizó—. Esta selva llega hasta las mismas puertas de la ciudad, casi a tiro de piedra de «La Fortaleza». —Hizo una corta pausa—. Y puedes creerme si te digo que aquí soy invencible.
—Pero no vas a luchar aquí, sino allí.
—Lo sé —admitió el gomero sin reservas—. Pero también sé que allí casi nadie me conoce y ésa es una gran baza a mi favor. —Se diría que el cerebro de
Cienfuegos
había recuperado su capacidad de discurrir y resultaba difícil detenerle—. Sin duda la Inquisición aterroriza, pero tiene un punto débil —concluyó.
—¿Y es? —quiso saber el cojo.
—El propio terror que produce. Es tan fuerte, y se siente tan segura, que ni siquiera concibe que alguien pueda desafiarla. —El cabrero chasqueó la lengua al tiempo que ladeaba la cabeza—. Y ése es su fallo.
—¿Te sientes capaz de enfrentarte a curas y a soldados? —Ante el mudo gesto de asentimiento, Bonifacio Cabrera añadió—: ¿Cómo?
—Aún no lo sé, pero lo averiguaré.
—Me gustaría tener la fe que tienes en ti mismo.
—Sin esa fe no hubiese conseguido sobrevivir en un continente desconocido, y ahora que sé que perder a Ingrid sería aún peor que perder la vida.
—Me alegra comprobar que tantos años de búsqueda valieron la pena. —Señaló el otro al tiempo que extendía una mano que
Cienfuegos
estrechó con fuerza—. No sé cómo diablos lo haremos, pero la sacaremos de esa «Fortaleza» o nos dejaremos la piel en el intento. Dos gomeros decididos a todo son mucho gomero.
—¿Andando entonces?
—Andando… —afirmó al tiempo que señalaba humorísticamente su pata renca—. ¡Dentro de lo que cabe!
A la caída de la tarde divisaron desde las colinas del Oeste las primeras edificaciones de la capital, que se desparramaban junto a la desembocadura del río y entre las que destacaba la oscura silueta de la alta «Fortaleza» que dominaba el puerto no lejos del punto en que el Almirante Colón había ordenado levantar su negro Alcázar.
Espesos bosques y altivos palmerales se alzaban hasta el borde mismo del mar, y pasarían muchos años antes de que la lujuriante vegetación que cubría casi por completo el agreste «País de las montañas» dejara paso a inmensas plantaciones de café o caña de azúcar, por lo que tenía razón
Cienfuegos
al asegurar que en Santo Domingo se sentía casi tan seguro como en la misma selva, dado que existían edificios cuya fachada se abría a una amplia plaza pese a que por sus espaldas treparan las lianas.
La capital de La Española, en la que muy pronto se alzarían la primera Catedral y la primera Universidad del Nuevo Mundo, no era, a mediados de marzo de 1502, más que una especie de minúscula gota de agua en un océano de vegetación, y al igual que había ocurrido con la olvidada Isabela, tragada ya por la maleza, bastarían unos años de abandono para que de sus altivos edificios no quedase ni un mísero recuerdo.