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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (4 page)

BOOK: Brazofuerte
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—¿Quién soy yo para oponerme a las ordenanzas de la Santa Madre Iglesia? —se asombró el frailecillo—. Si ella, en su infinita sabiduría, ha llegado al convencimiento de que la tortura es el único medio capaz de vencer la resistencia diabólica, ¿cómo podría negarme a aplicarla?

—Más obliga a mentir la tortura que el mismísimo Satanás.

—Ignoro cuánto puede obligar a mentir la tortura, ya que jamás he visto un potro, pero si he aceptado cumplir con una misión, cumpliré con ella hasta sus últimas consecuencias, tenedlo por seguro.

—Por seguro lo tengo.

—Sigamos entonces… —Nuevamente el empapado pañuelo, el moquillo, el rascarse la sarna y el perseguir pulgas o piojos antes de reanudar un interrogatorio, que comenzaba a hacerse obsesivo—. ¿Tenéis alguna explicación que dar a lo acontecido en el lago?

—Tan sólo que en este Nuevo Mundo ocurren cosas a las que no estamos acostumbrados, y tal vez por ello se nos antojan sobrenaturales —replicó la alemana esforzándose por mostrar un recogimiento que estaba muy lejos de sentir—. ¿Acaso se os ha pasado por la mente ir allí y asistir a semejante fenómeno?

—¿Insinuáis que debo participar en un acto de brujería para creer en él?

—Unicamente insinúo que deberíais presenciarlo para determinar si se trata o no de brujería.

—No necesito viajar para entender que si las aguas arden cuando el Creador dispuso que apagaran el fuego, es porque una mano muy poderosa ha tenido que intervenir en ello.

—¿Más poderosa aún que la del Creador, ya que es capaz de transformar sus leyes?

—Peligroso camino es ése —le hizo notar Fray Bernardino sin conseguir evitar una mirada de soslayo a las anotaciones del escribano.

La advertencia dio sus frutos, pues obligó a recapacitar a la alemana sobre la necesidad de medir sus palabras y no aceptar un combate dialéctico en el que su oponente llevaba siempre las de ganar, pues estaba claro que si se sentía vencido acabaría por enviarla al potro de la tortura.

Buscó por tanto desesperadamente en su memoria las confusas explicaciones que en su día le diera el gomero
Cienfuegos
de los motivos por los que aquel líquido negruzco y repelente que afloraba al lago tenía la curiosa propiedad de arder con mucha más rapidez e intensidad que el más reseco de los matojos, pero visto desde el interior de una tétrica y lejana mazmorra todo ello se le antojaba pueril e inconsistente, llegando a la conclusión de que de no haber sido testigo de tan terrible escena, ni siquiera ella misma se sentiría en disposición de aceptar que había ocurrido.

—¡Perdonad! —musitó al fin bajando el rostro para contemplarse las uñas que se había clavado en el dorso de la mano—. La tensión me obliga a decir cosas que están muy lejos de mi ánimo, pero puedo jurar que nada tuve que ver con aquel desgraciado incidente, y que fui la primera en asombrarme por cuanto sucedió en el lago.

—¿Quién efectuó en ese caso el exorcismo?

—¿«Exorcismo»? —se asombró—. No hubo tal exorcismo.

—Veo que os resistís a colaborar —se lamentó el otro abriendo las manos en un ademán que pretendía hacerle notar que en tales circunstancias poco podría hacer en su favor—. Si Vos no lo hicisteis, alguien tuvo que hacer algo para que ese agua ardiera… ¿Quién fue?

—Lo ignoro.

—«Sabido es que si el acusado no tiene defensa, ni está en condiciones de acusar a alguien en su lugar, es que es culpable.»

—¿Quién afirma semejante monstruosidad?

—Corvado de Marburgo.

—No me sorprende. Corvado de Marburgo fue un carnicero sediento de sangre, a quien el propio Papa tuvo que llamar la atención por su desatado fanatismo. —La alemana hizo una corta pausa—. Y dudo mucho que dijera tal cosa, puesto que no dejó documentos escritos, ni manual alguno de sus métodos, sistemas, o actuaciones.

—Mucho sabéis sobre él.

—De niña mi padre me llevó al palacio de Maguncia donde se celebró el Concilio que le denostó, y al lugar en que fue asesinado cerca de Marburgo. Los peregrinos aún escupen cuando pasan bajo aquel olmo.

—¿Ya de niña os preocupaban los asuntos relacionados con el Santo Oficio?

—Jamás tuvieron por qué preocuparme hasta hace tres días —replicó
Doña Mariana
en tono tranquilo—. Mi conciencia siempre estuvo limpia, mi fe en Dios intacta, y mi devoción por la Virgen cada día más fuerte. Ella me librará de todo mal.

—Me alegra oír eso —admitió el inquisidor en tono sincero—. La Virgen es siempre la mejor abogada en estos casos, aunque por desgracia, hasta el mejor abogado necesita pruebas con que defender a un acusado. Dadme un nombre, ¡sólo uno!, y comenzaré a creer en vuestro arrepentimiento y vuestros deseos de colaborar con la justicia.

Resultaba a todas luces evidente, que Ingrid Grass amaba a tal punto al canario
Cienfuegos
, que ni ante la eventualidad de morir en la hoguera se le pasaría por la mente la idea de acusarle de haber provocado el incendio del lago Maracaibo, por lo que se limitó a observarse una vez más unas manos que comenzaban a obsesionarle, para replicar en el mismo tono reposado y machacón:

—Os repito que ignoro quién pudo realizar semejante «exorcismo». Y quien me acusa, miente. Se trata de su palabra contra la mía.

—En efecto, pero a él nadie le acusa de nada y eso le hace más digno de crédito que Vos.

Semejante frase demostraba que si bien Fray Bernardino de Sigüenza jamás había sido inquisidor, sí estaba, no obstante, perfectamente al corriente de los tortuosos métodos dialécticos que éstos solían utilizar, y que se basaban en la indiscutible premisa de que todo ser humano debía ser considerado culpable mientras no estuviese en condiciones de demostrar lo contrario.

Y fue precisamente ese perfecto conocimiento de las triquiñuelas del sistema a seguir, lo que le impulsó a no prolongar en exceso el interrogatorio, consciente de que el miedo ganaría en intensidad y hondura a partir del instante en que la víctima quedara a solas en el interior de una mazmorra.

Desde que en los albores del 1200 el Papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento de lucha contra las herejías cátara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de hombres como Roben le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort, Bernardo Guí, y sobre todo el sádico Corvado de Marburgo, bastaba la mayoría de las veces para vencer todas las resistencias y aniquilar todas las voluntades, pues sabido es que desde el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, nada destruye con más facilidad a un ser humano que la sensación de saberse indefenso frente a un oscuro poder desconocido.

Ninguna imaginación ha conseguido crear un instrumento de tortura que supere al que es capaz de imaginar el reo que aguarda dicha tortura, puesto que la mente humana va siempre más allá de lo que conseguirá llegar el hombre por mucho que se lo proponga.

Aquella primera visita a
Doña Mariana
en su celda, había abonado convenientemente la tierra plantando la semilla que habría de provocar el definitivo resquebrajamiento de su ánimo por fuerte que éste fuera, pues otra de las normas básicas de actuación de los inquisidores se centraba en el hecho de que la Santa Iglesia nunca tenía prisa, por lo que un acusado podía pasar veinte años rumiando su desdicha en una mazmorra antes de que se le juzgase y condenase definitivamente.

Y ni siquiera le cabía la esperanza de que la muerte viniera a liberarle, puesto que se habían dado casos en los que el cadáver de un reo había sido exhumado décadas más tarde, para verse «juzgado» y quemado teniendo que soportar que se aventaran sus cenizas para que de ese modo no pudiera alcanzar la paz eterna y todos sus bienes pasaran al clero.

Esa seguridad de que se luchaba con una impávida institución que carecía de alma, rostro o sentido del tiempo, aumentaba a tal punto la sensación de impotencia y desaliento de sus víctimas, que con frecuencia éstas preferían admitir de inmediato sus culpas —cualesquiera que fuesen las culpas que quisieran imputarles— antes que soportar años de dudas y angustias sobre su incierto futuro.

Aunque, por lo general, no solía ser una rápida y total confesión lo que el Santo Oficio pretendía, dado que en ese caso su labor se hubiese limitado a actuaciones aisladas en el tiempo y desconectadas entre sí, lo que a la larga no hubiesen surtido el deseado efecto de ser considerado una especie de invisible poder o capaz de controlar todas las vidas y todos los estamentos de la sociedad de su tiempo.

La Inquisición, tal como Fray Tomás de Torquemada la reestructurara en otoño de 1483, más como arma política al servicio de la Corona española, que como cumplida prolongación del Santo Oficio, tenía por objetivo aparente resolver el problema religioso que planteaba el hecho de que una parte muy importante de nuestra sociedad estuviese constituida por conversos judíos o musulmanes, pero actuaba en realidad como instrumento laico de innegables tintes racistas.

El año 1492 traería luego consigo tres acontecimientos claves para la historia de España: la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la expulsión de los judíos, y si bien trescientos mil de estos últimos abandonarían el país sin llevar más que lo puesto, otros cincuenta mil decidirían quedarse renunciando —la mayoría de las veces falsamente— a sus ancestrales costumbres y creencias.

Eran demasiados hechos, demasiado importantes y demasiado complejos como para que un recién nacido Estado tuviese capacidad para controlarlos, y por ello el inapreciable refuerzo de una institución supranacional que nadie se atreviera a poner en tela de juicio, fue hasta cierto punto el único medio que encontraron los Reyes Católicos de evitar una auténtica debacle.

Crear un Estado centralista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, tantas ideologías y tantas creencias religiosas, hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que se decidió recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último punto de la geografía nacional, dotándole de una capacidad ejecutiva y un poder del que hasta aquel momento había carecido.

El enemigo a destruir no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del Bien y un Dios del Mal, o los valdenses, que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo, y que sus sacerdotes debían ser ante todo humildes y ascéticos, sino que a partir del nacimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuese su credo, raza o condición.

En cierto modo, podría asegurarse que Isabel y Fernando no se constituyeron en Reyes Católicos por el hecho de que pusieran sus ejércitos al servicio de Dios, sino más bien por la indiscutible realidad de que habían sabido poner los ejércitos de Dios a su propio servicio.

Fray Bernardino de Sigüenza, a quien la mugre, el moquillo y los piojos no bastaban para oscurecer el entendimiento y poseía una amplia cultura y una mente extremadamente lúcida, estaba consciente de ello, y mientras se encaminaba con su rápido paso de enano nervioso hacia su cercano convento, le iba dando vueltas y más vueltas a cuanto acababa de ver y escuchar.

Aún no había conseguido descubrir la mano de «El Maligno» en toda aquella confusa historia del lago en llamas, ni había olfateado hedor a azufre en la proximidad de una pobre mujer aterrorizada por lo que se sentía en cierto modo desconcertado, aunque más decidido que nunca a llegar al fondo de una cuestión en la que se sentía hasta cierto punto personalmente involucrado.

Debido a ello, lo primero que hizo, tras dar rápida cuenta de su frugal almuerzo, fue mandar llamar a Baltasar Garrote, al que recibió a la caída de la tarde en el rincón más fresco del amplio claustro conventual.

El Turco
se presentó en esta ocasión sin alfanje, gumía, ni turbante, temeroso quizá de que tales signos externos de su afición por la cultura mahometana le restasen credibilidad a los ojos del celoso franciscano, esforzándose al propio tiempo por demostrar una fe y una humildad que se encontraban muy lejos de su talante natural, consciente como estaba de que para la Santa Inquisición tan merecedor de castigo resultaban el brujo y el hereje, como el que acusaba en falso sabiendo que lo hacía.

En un principio le tranquilizó descubrir que el improvisado Inquisidor no era más que un desecho humano, incapaz de imponer respeto a un perro de lanas, pero a los diez minutos de responder a sus preguntas descubrió que tras aquella espesa capa de mugre, hediondez y piojos se escondía un astuto hijo de puta de retorcida mente que podía llegar a resultar más peligroso que un alacrán en las letrinas.

—¿Os reafirmáis en vuestra aseveración de que no existe ánimo de lucro, ni deseo de venganza personal en el hecho de acusar a
Doña Mariana Montenegro
…? —repitió por tercera vez aquel nauseabundo saco de mierda con una vocecilla aparentemente sin vida, pero que escondía un sutilísimo matiz de amenaza o advertencia.

—Me reafirmo.

—¿Tenéis bien presente a lo que os arriesgáis en caso de que se descubriera que habéis mentido?

—Lo tengo.

—Esa mujer puede pasar años en prisión o acabar en la hoguera y eso es muy serio.

—Lo sé.

—¿Y estáis convencido de que merece tal castigo?

—El castigo no es negocio que me ataña —replicó
El Turco
en su tono más humilde—. Será una decisión del Tribunal. Lo único que me atañe es el hecho de que por culpa de las malas artes de esa bruja, el infierno subió a la tierra, Lucifer mostró todo su maléfico poder, y muchos de mis compañeros de armas tuvieron la muerte más espantosa que imaginarse pueda. —Pareció conmoverse—. Aún resuenan en mis oídos sus alaridos cuando les envolvió aquella inmensa ola de fuego.

—¿De dónde surgió?

—Del barco.

—¿Cuánta gente había en el barco?

—Lo ignoro. Treinta hombres; tal vez cuarenta.

—¿Cómo podéis estar tan seguro entonces de que fue
Doña Mariana
la autora del conjuro?

—Porque era la única mujer a bordo —replicó Baltasar Garrote absolutamente impasible pese a lo delicado del momento—. Y porque la pude ver erguida en proa, lanzando sobre el lago palabras mágicas mientras la tripulación permanecía como alucinada.

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